Es una ratificación de aquella jugada de principios de 2006. Lo que para muchos fue una grata sorpresa recibe ahora una rotunda confirmación. En ese entonces el papa comenzaba su pontificado y, en cierto modo, el peregrinar católico del nuevo milenio desde el corazón de la revelación de Jesús: la caridad. El tema elegido era en sí mismo un gran acierto evangelizador. Con Spe salvi se nos invita a seguir la línea de lo esencial, a ahondar en lo más propio del cristiano: la vida teologal. En momentos de tanta confusión, ante críticos de la Iglesia que no pueden ver en ella más que una –a veces maquiavélica- institución mundana, Benedicto eleva nuestra mirada, desentraña la perla preciosa de nuestra fe, y nos la presenta una vez más.
También esta vez la elección es un acierto, y esto por dos motivos. En primer lugar porque sale al encuentro de una debilidad epocal. ¡Cuánta tristeza disfrazada! ¡Cuánta depresión imposible de disfrazar! En segundo lugar porque ordenando de este modo la tríada [caridad-esperanza-fe], busca primero sintonizar con el hombre contemporáneo allí donde se siente más a gusto (empatía).
* * *
Lo mejor es siempre encontrarse con el texto, hacer la propia experiencia. La encíclica no posee una estructura muy elaborada, sino que lleva la agilidad de un recorrido informal. Con todo, no faltan párrafos densos y con cierto nivel de tecnicismo. Pero si el lector avanza –aún sin captarlo todo- no se verá defraudado. La ya conocida claridad propia de un pensamiento diáfano y lineal le irá compartiendo preguntas y certezas dignas de reflexión. Además, la redacción no exenta de poesía develerá sentimientos propios ignorados.
Destaquemos que, en respuesta -¿o sintonía?- al clamor eclesial, hay significativos detalles de catolicidad. Es el caso de los tres únicos ‘testigos de esperanza’ contemporáneos citados: una mujer pobre de África (Josefina Bakhita), un cardenal (Nguyen Van Thuan), y un sacerdote (Pablo Le bao Thin), de Asia (ambos de Vietnam). Además, es interesante descubrir que el testimonio existencial precede en la exposición al ahondamiento bíblico.
Benedicto saca provecho de su rica formación, y nos ofrece una síntesis de Biblia, Historia de la Iglesia, patrística (sobresale su debilidad por Agustín), filosofía, iconografía, arquitectura, y espiritualidad. En diálogo con el pensamiento contemporáneo asombra el apartado: La transformación de la fe-esperanza cristiana en el tiempo moderno (nn.16-23). Allí hay lugar para la política, la sociología, la filosofía actual[1], la ciencia y la teología (!).
Se dijo que, suponemos, la intención de esta encíclica es presentar renovadamente lo esencial del mensaje de Cristo. Ahora bien, es verdad que hay mucho desconocimiento y malos entendidos por parte de no cristianos, pero ello no excluye una cierta autocrítica. La carta se dirige al pueblo creyente y busca también una evangelización ad intra: “los cristianos, en el contexto de sus conocimientos y experiencias, tienen también que aprender de nuevo en qué consiste realmente su esperanza, qué tienen que ofrecer al mundo y qué es, por el contrario, lo que no pueden ofrecerle” (n.22). Este fortalecimiento de la propia identidad es una tarea permanente, y se necesita también en campos tan sensibles como la oración (n. 33) y la imagen de Dios (n.43). En esta línea parece incluirse la repetida presencia del término redención (casi siempre en cursiva)[2]. En momentos en que tiende a desaparecer del lenguaje y de la comprensión media, el papa reinserta esta categoría central e irrenunciable de nuestra fe.
Hacia el final crece la figura del pastor en la medida en que aborda situaciones y preocupaciones prácticas del cristiano. Lo mismo había hecho en la encíclica sobre la caridad al descender al delicado terreno de las caritas parroquiales. En Lugares de aprendizaje y ejercicio de la esperanza reflexiona sobre la oración, el actuar y el sufrir (dinámica activo-pasivo), y el Juicio. Con equilibrio se anima a temas escabrosos, y muestra cómo la propuesta cristiana es oferta de sentido que no se echa atrás.
Siguiendo un modelo tradicional, los últimos párrafos están dedicados a María, estrella de la esperanza. Tras una brevísima presentación del título mariano ‘estrella del mar’, sigue una sentida plegaria a la Madre de Dios. Benedicto nos incluye en su oración, y nos abandona en lo mejor para que prosigamos por nuestra cuenta. Al fin de cuentas es el mejor favor que nos puede hacer.
* * *
Eso significa que el Evangelio no es solamente una comunicación de cosas que se pueden saber, sino una comunicación que comporta hechos y cambia la vida. La puerta oscura del tiempo, del futuro, ha sido abierta de par en par. Quien tiene esperanza vive de otra manera; se le ha dado una vida nueva. (n.2)
“El Señor es mi pastor, nada me falta... Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo...” (Sal 22,1-4). El verdadero pastor es Aquel que conoce también el camino que pasa por el valle de la muerte; Aquel que incluso por el camino de la última soledad, en el que nadie me puede acompañar, va conmigo guiándome para atravesarlo: Él mismo ha recorrido este camino, ha bajado al reino de la muerte, la ha vencido, y ha vuelto para acompañarnos ahora y darnos la certeza de que, con Él, se encuentra siempre un paso abierto. Saber que existe Aquel que me acompaña incluso en la muerte y que con su « vara y su cayado me sosiega », de modo que « nada temo » (cf. Sal 22,4), era la nueva « esperanza » que brotaba en la vida de los creyentes. (n.6)
No es la ciencia la que redime al hombre. El hombre es redimido por el amor. Eso es válido incluso en el ámbito puramente intramundano. Cuando uno experimenta un gran amor en su vida, se trata de un momento de «redención» que da un nuevo sentido a su existencia. Pero muy pronto se da cuenta también de que el amor que se le ha dado, por sí solo, no soluciona el problema de su vida. Es un amor frágil. Puede ser destruido por la muerte. El ser humano necesita un amor incondicionado. Necesita esa certeza que le hace decir: « Ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna podrá apartarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro » (Rm 8,38-39). Si existe este amor absoluto con su certeza absoluta, entonces –sólo entonces– el hombre es « redimido », suceda lo que suceda en su caso particular. (n.26)
En este sentido, es verdad que quien no conoce a Dios, aunque tenga múltiples esperanzas, en el fondo está sin esperanza, sin la gran esperanza que sostiene toda la vida (cf. Ef 2,12). La verdadera, la gran esperanza del hombre que resiste a pesar de todas las desilusiones, sólo puede ser Dios, el Dios que nos ha amado y que nos sigue amando « hasta el extremo », « hasta el total cumplimiento » (cf. Jn 13,1; 19,30). Quien ha sido tocado por el amor empieza a intuir lo que sería propiamente « vida ». (n. 27)
Un lugar primero y esencial de aprendizaje de la esperanza es la oración. Cuando ya nadie me escucha, Dios todavía me escucha. Cuando ya no puedo hablar con ninguno, ni invocar a nadie, siempre puedo hablar con Dios. Si ya no hay nadie que pueda ayudarme –cuando se trata de una necesidad o de una expectativa que supera la capacidad humana de esperar–, Él puede ayudarme. Si me veo relegado a la extrema soledad...; el que reza nunca está totalmente solo. (n. 32)
Al igual que el obrar, también el sufrimiento forma parte de la existencia humana. Éste se deriva, por una parte, de nuestra finitud y, por otra, de la gran cantidad de culpas acumuladas a lo largo de la historia, y que crece de modo incesante también en el presente. Conviene ciertamente hacer todo lo posible para disminuir el sufrimiento; impedir cuanto se pueda el sufrimiento de los inocentes; aliviar los dolores y ayudar a superar las dolencias psíquicas. Todos estos son deberes tanto de la justicia como del amor y forman parte de las exigencias fundamentales de la existencia cristiana y de toda vida realmente humana. En la lucha contra el dolor físico se han hecho grandes progresos, aunque en las últimas décadas ha aumentado el sufrimiento de los inocentes y también las dolencias psíquicas. Es cierto que debemos hacer todo lo posible para superar el sufrimiento, pero extirparlo del mundo por completo no está en nuestras manos, simplemente porque no podemos desprendernos de nuestra limitación, y porque ninguno de nosotros es capaz de eliminar el poder del mal, de la culpa, que –lo vemos– es una fuente continua de sufrimiento. Esto sólo podría hacerlo Dios: y sólo un Dios que, haciéndose hombre, entrase personalmente en la historia y sufriese en ella. Nosotros sabemos que este Dios existe y que, por tanto, este poder que « quita el pecado del mundo » (Jn 1,29) está presente en el mundo. Con la fe en la existencia de este poder ha surgido en la historia la esperanza de la salvación del mundo. Pero se trata precisamente de esperanza y no aún de cumplimiento; esperanza que nos da el valor para ponernos de la parte del bien aun cuando parece que ya no hay esperanza, y conscientes además de que, viendo el desarrollo de la historia tal como se manifiesta externamente, el poder de la culpa permanece como una presencia terrible, incluso para el futuro. (n. 36)
Podemos tratar de limitar el sufrimiento, luchar contra él, pero no podemos suprimirlo. Precisamente cuando los hombres, intentando evitar toda dolencia, tratan de alejarse de todo lo que podría significar aflicción, cuando quieren ahorrarse la fatiga y el dolor de la verdad, del amor y del bien, caen en una vida vacía en la que quizás ya no existe el dolor, pero en la que la oscura sensación de la falta de sentido y de la soledad es mucho mayor aún. Lo que cura al hombre no es esquivar el sufrimiento y huir ante el dolor, sino la capacidad de aceptar la tribulación, madurar en ella y encontrar en ella un sentido mediante la unión con Cristo, que ha sufrido con amor infinito. (n. 37)
La grandeza de la humanidad está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el que sufre. Esto es válido tanto para el individuo como para la sociedad. Una sociedad que no logra aceptar a los que sufren y no es capaz de contribuir mediante la compasión a que el sufrimiento sea compartido y sobrellevado también interiormente, es una sociedad cruel e inhumana. (n. 38)
Digámoslo una vez más: la capacidad de sufrir por amor de la verdad es un criterio de humanidad. No obstante, esta capacidad de sufrir depende del tipo y de la grandeza de la esperanza que llevamos dentro y sobre la que nos basamos. Los santos pudieron recorrer el gran camino del ser hombre del mismo modo en que Cristo lo recorrió antes de nosotros, porque estaban repletos de la gran esperanza. (n. 39)
Un mundo que tiene que crear su justicia por sí mismo es un mundo sin esperanza. Nadie ni nada responde del sufrimiento de los siglos. Nadie ni nada garantiza que el cinismo del poder –bajo cualquier seductor revestimiento ideológico que se presente– no siga mangoneando en el mundo. (n. 42)
Sí, existe la resurrección de la carne. Existe una justicia. Existe la «revocación» del sufrimiento pasado, la reparación que restablece el derecho. Por eso la fe en el Juicio final es ante todo y sobre todo esperanza, esa esperanza cuya necesidad se ha hecho evidente precisamente en las convulsiones de los últimos siglos. (n. 43)
La imagen del Juicio final no es en primer lugar una imagen terrorífica, sino una imagen de esperanza; quizás la imagen decisiva para nosotros de la esperanza. ¿Pero no es quizás también una imagen que da pavor? Yo diría: es una imagen que exige la responsabilidad. (n. 44)
Algunos teólogos recientes piensan que el fuego que arde, y que a la vez salva, es Cristo mismo, el Juez y Salvador. El encuentro con Él es el acto decisivo del Juicio. Ante su mirada, toda falsedad se deshace. Es el encuentro con Él lo que, quemándonos, nos transforma y nos libera para llegar a ser verdaderamente nosotros mismos. En ese momento, todo lo que se ha construido durante la vida puede manifestarse como paja seca, vacua fanfarronería, y derrumbarse. Pero en el dolor de este encuentro, en el cual lo impuro y malsano de nuestro ser se nos presenta con toda claridad, está la salvación. Su mirada, el toque de su corazón, nos cura a través de una transformación, ciertamente dolorosa, « como a través del fuego ». Pero es un dolor bienaventurado, en el cual el poder santo de su amor nos penetra como una llama, permitiéndonos ser por fin totalmente nosotros mismos y, con ello, totalmente de Dios. (n. 47)
[1] Es significativo el diálogo con la Escuela de Francfort, mientras que ya al comienzo (n.2) se había acercado terminológicamente a la filosofía del lenguaje mediante la distinción informativo-performativo. En el n. 35 encontramos un audaz giro cuando habla de la plusvalía del cielo.
[2] Ver nn. 1, 3 (2 veces), 17 (2 veces), 26 (5 veces), 50.