Jr 26,11-16.24//Sal 68// Mt 14,1-12
En la fiesta de san Juan María Vianney, la Iglesia nos da una pista
por dónde avanzar. En la oración colecta de la Misa se alude a su “entrega”
pastoral. La entrega es la clave de su vida, su legado. En eso se destacó y en
eso tenemos que imitarlo.
En las lecturas de hoy, providencialmente, el tema de la entrega
está muy presente. Tanto Jeremías como Juan Bautista entregan un mensaje que no
les pertenece. Pero esa entrega no es mera transmisión de contenidos sino que es,
en última instancia, entrega de la propia vida. Jeremías habla y le responden
con amenazas de muerte; Juan Bautista habla y acaba decapitado: “Su cabeza fue llevada sobre una bandeja y entregada a la
joven” (Mt 14,11). Servir a Dios es esencialmente entrega, ofrenda, exposición, hacerse
disponible. Entregarse es no esconderse, no guardarse, no reservarse. Entrega
como regalo, tan generoso que tiene algo de derroche pero que no es
despilfarro.
Estos dos profetas, Jeremías y el Bautista, nos
acercan a la entrega más perfecta, la de Jesús. Él es entregado por Judas
porque previamente se había entregado a sí mismo en la última cena. No en vano durante
la Misa, en un momento tan solemne y significativo como la consagración, se
dice: “Cuando iba a ser entregado a
su pasión, voluntariamente aceptada… esto es mi cuerpo que será entregado por ustedes”. La misión de Jesús
se sintetiza en la entrega; con todas las variantes que la palabra admite. El Padre
entrega, el Hijo se entrega, los hombres lo entregan, el Hijo entrega el Espíritu…
¿En qué consistió la entrega de San Juan María
Vianney? Exteriormente fue una entrega rutinaria, oculta y, a los ojos del
mundo, aburrida. Celebraba la Misa, confesaba, se ocupaba de la catequesis de los
chicos. El tema es cómo lo hacía. La entrega interior calificada la entrega
exterior. El amor, la pasión, el sentido de lo sagrado, la conciencia sobrenatural
de lo que estaba en juego. Aquí hay que mencionar una segunda dimensión de su
ministerio, aún menos visible pero mucho más eficaz. La vida de oración y
penitencia. La soledad en Cristo que dio espacio a una amistad genuina desde
donde interceder. Dar sentido a la actividad apostólica y hacer sacrificios en
el claroscuro de la fe con la certeza de que así se transforma el mundo. Abandono
confiado de una entrega sin regateos. “Y tu Padre que ve en lo secreto te
recompensará” (Mt 6,6).
Humanamente hablando, San Juan María Vianney era
limitado. Tenía dificultades en el estudio, no poseía el don de gentes, no
hablaba con elocuencia ni tenía buena presencia. Más de una vez su ordenación
sacerdotal corrió peligro. ¿Podrá este candidato servir de modo apropiado al
rebaño de Dios? Cómo le gusta a Dios valerse de instrumentos insignificantes
para manifestar su gloria y confundir a los sabios de este mundo.
“Hermanos, tengan en cuenta quiénes son los
que han sido llamados: no hay entre ustedes muchos sabios, hablando
humanamente, ni son muchos los poderosos ni los nobles. Al contrario, Dios
eligió lo que el mundo tiene por necio, para confundir a los sabios; lo que el
mundo tiene por débil, para confundir a los fuertes; lo que es vil y
despreciable y lo que no vale nada, para aniquilar a lo que vale” (1 Co 1,26-28).
Por eso lo mandaron a Ars, pueblo insignificante
y de mala fama. Todos debiéramos reparar en la importancia que tiene el hecho
de que San Juan María sea conocido como el “Santo cura de Ars”. Un sacerdote es
inseparable de su feligresía. Su entrega nunca es abstracta sino concreta. Sin
rebaño no hay pastor. La feligresía refleja al párroco, como los hijos reflejan
a sus padres. Cuarenta años en Ars significaron la transformación de ese
poblado ignoto que creció sobre los hombros de su párroco.
Un hombre insignificante en un pueblo
insignificante. Pero Dios miró con bondad
la pequeñez de su servidor (cf. Lc 1,48). El Señor quiso que juntos, el
cura y su pueblo, fueran la atracción de Francia y de todo el mundo; de un
mundo que todavía hoy los mira maravillado y agradecido. Que la sencillez del
Cura de Ars sea nuestra guía para acercarnos a Jesús y servir a los hermanos. “El hombre tiene un hermoso deber y
obligación: orar y amar” (Oficio de Lecturas, 4 de agosto).