Mt 21,28-32
La parábola de hoy nos habla por contraste. Un padre tenía dos hijos… A Jesús le gusta presentar el Reino de
Dios en clave de familia. Es un marco que no hay que perder de vista: somos todos
hijos y hermanos de un mismo Padre.
El contraste nos resulta conocido: algunos cambian para bien y otros
cambian para mal. La vida es dinámica y la naturaleza humana es inestable. Sin
embargo, hay una pregunta sencilla que disipa toda ambigüedad. ¿Cuál de los dos hizo la voluntad del Padre?
Esta es la pregunta a la que hay que volver una y otra vez. En medio de la
confusión y más allá de las palabras, ¿quién hace carne el deseo de Dios?
La libertad nos abre muchas oportunidades pero también tiene sus
riesgos. Lo que uno será mañana ni uno mismo lo sabe. San Agustín dice: “Aquel de quien desesperábamos, en el momento menos pensado,
súbitamente se convierte y llega a ser el mejor de todos. Aquel, en cambio, en
quien tanto habíamos confiado, en el momento menos pensado, cae súbitamente y
se convierte en el peor de todos” (Serm.
46,25).
En la vida del espíritu no existe el punto
muerto, siempre estamos avanzando o retrocediendo. Hasta último momento se nos
presenta la alternativa: conversión o perversión. Por eso san Pablo llama a la
humildad: “El cree estar de pie, cuídese de no caer” (1 Co 10,12).
La parábola nos ayuda a ser conscientes de
nuestra fragilidad. En este contexto cobra relieve la figura de Jesús. Se trata
de un nuevo contraste superador. Él es el Hijo verdaderamente fiel que realiza,
plenamente, sin fisuras, la voluntad del Padre. Su corazón no vacila nunca sino
que está firme en el Señor. Acepta el mandato paterno sin regatear y desciende
a la viña para entregarse por entero a la obra de la salvación. “Mi alimento es
la hacer la voluntad del Padre” (Jn 4,34). Jesús no sólo es el Sí de Dios a los hombres sino que también
es el Sí de los hombres a Dios.
Hacia el final los sumos sacerdotes y
escribas reciben una dura lección. Publicanos y prostitutas los precederán en el
Reino de Dios. Jesús no hace sino revelar un hecho repetido. Los grandes
pecadores suelen ser más sensibles al llamado a la conversión porque saben bien
de sus miserias. Recuerdo un hombre que había sido un gran pecador y lo asumía
sin rodeos. Hasta que un día cambió. “Mi padre era burrero y me enseñó que la
carrera se gana en los últimos 100 metros. Ahí es cuando hay que largar el
caballo”. Sabiendo que le quedaba menos tiempo había decidido ordenar su vida. ¿Acaso
Dios es injusto? ¿O será que no comulgo con su misericordia? Profesar
la fe es una gloria pero también un compromiso serio. Pidamos la gracia de la
coherencia a la luz de los sentimientos de Cristo Jesús (Flp 2,5).
A fin de cuentas, todos somos mendigos. En relación al
pasado: “Señor no recuerdes nuestros pecados y nuestras rebeldías de juventud”
(cf. Sal 25). En relación al futuro: “No nos dejes caer en la tentación”.