Siete años como sacerdote. Fue un
sábado, el séptimo día de la semana, día que recuerda la alianza primera. El
aceite consagrado bañó mis manos y las hizo brillar. Y oler bien. La piel
estaba húmeda, fresca, joven, vigorosa. Era el inicio de una misión, el sello
de una entrega. El crisma se esparció, generoso y audaz.
Aquella mañana ocurrió algo nuevo,
propiamente indecible. El signo exterior como anuncio de una realidad interior.
El aceite tiene densidad y la carne le ofrece resistencia. Uno se deja
impregnar pero lleva tiempo asimilar toda la unción. Lo mismo ocurre con el sacerdocio.
Soy sacerdote desde el primer instante, lo mismo que un padre. Pero la
identidad crece con los años. Siete años, ¿y qué? No se trata de hacer cosas de
sacerdote sino de serlo hasta la médula. Pienso que algo se avanzó pero el
dilema sigue en pie: el Espíritu se sigue derramando sobre mi humanidad y yo,
aun a mi pesar, demoro la gracia.
Hay quienes ven al cura como un tipo
arriesgado. Pero hoy quiero recordar que el verdaderamente atrevido es Jesús.
Nuestra entrega es nada en comparación con la suya: dejarnos entrar en su
sacerdocio, querer hacerse presente a través de nuestros límites, permitirnos perdonar
y consagrar en Él: Yo te absuelvo… esto
es Mi cuerpo. “¿Quién soy yo…?” (Lc 1,43).
El siete simboliza la plenitud. A siete
años de mi ordenación quiero remitir a Jesús en su sacerdocio desbordante.
Quiero mirarlo tal como lo describe el Apocalipsis en la liturgia de hoy: “El que tiene en su mano derecha las siete estrellas y camina en medio de los
siete candelabros de oro” (Ap 2,1). Soy en la medida en que participo de la riqueza de su gracia. Sólo
pido vivir por siempre de ese
amor fontal, correspondiendo tanto don. Falta mucho. Por eso acepto el reproche
equilibrado, tierno y sentido que recibiera un día la Iglesia de Éfeso: “Conozco
tus obras, tus trabajos y tu constancia (…) Pero debo reprocharte que hayas
dejado enfriar el amor que tenías al comienzo. Fíjate bien desde dónde has
caído, conviértete y observa tu conducta anterior” (Ap 2,2.5).
Un
sacerdote deber ser,
Grande
y pequeño a la vez,
Noble
de espíritu, como de sangre real,
Simple
y natural, como de raíces campesinas
Un
héroe en la conquista de sí,
Un
hombre vencido por Dios,
Una
fuente de santificación,
Un
pecador que Dios ha perdonado.
Extracto de un
poema medieval