Mc 1,14-20 - Domingo III B
En ciertas ocasiones, perderse el
principio es perderlo casi todo. ¿Cómo no prestar atención a las palabras con
las que Jesús empieza su ministerio público? En ellas queda cifrada toda su
misión. Recordemos que es la Palabra de Dios la que empieza a develarse. Una
Palabra que, humanamente, ha ido madurando su entrada en escena. Treinta años
de silencio no se rompen al azar. Jesús sabe muy bien lo que quiere decir.
El anuncio gira en torno a una Buena Noticia.
El Evangelio es sinónimo de alegría; aunque no siempre lo vivamos así. “El
tiempo se ha cumplido; el Reino de Dios está cerca”. ¿Qué está diciendo Jesús?
La salvación es aquí y ahora: tiempo y espacio no son un problema sino una
respuesta. Dios está presente, se deja ver, oír y tocar. Él es Emmanuel, Dios con nosotros. No sólo
para sus contemporáneos en Tierra Santa sino para todos. Especialmente para el
bautizado: Jesús vive en mí y yo vivo en Jesús. ¿Acaso podría pensarse una
cercanía mayor? Como dijo Agustín: “Tú eras más íntimo que mi propia intimidad”
(Conf. III,6,11).
“Conviértanse y crean en la Buena
Noticia”. No solemos asociar la conversión a una buena noticia. Y sin embargo,
ahí está todo el secreto. Se trata de cambiar para ser cada vez más uno mismo.
Cambiar para estar a la altura de las circunstancias. Jesús nos dice que
estamos para más. Quien no se convierte se estanca y queda fuera de juego. Va
envejeciendo espiritualmente y deja de dar frutos. Entonces reina la
insatisfacción de haber pactado con la mediocridad. La conversión es permanente
porque el Evangelio siempre nos queda grande. Pero es preferible morir en
camino a la santidad antes que simular haber llegado a destino.
La conversión está en creer, en abrirse
al poder de Dios. ¿O no es el bautismo una regeneración? Sabemos que la gracia
de Dios nos hace nuevas criaturas. Dejar entrar al Espíritu dilata la mirada y
el corazón. La obra no la hace uno sino que la hace Dios. Tal vez resistimos la
conversión porque son pocas las veces que nos tiramos a la pileta. Si lo
intentáramos más seguido nos daríamos cuenta del bien que nos hace. Quien ha
recibido la absolución sabe de qué se trata. Desear la conversión es situarse
en el terreno de la verdad que libera: esto no me convence y no quiero
resignarme. Convertirse es creer en la misericordia de Dios y encontrar la paz
de luchar sin tregua por la propia identidad. ¿Será verdad que Él me ama tanto?
¿Tanto valgo a sus ojos?
Jesús pasa y llama en lo cotidiano. Los
apóstoles no estaban en el templo sino en medio del trabajo. Ahí los encuentra
y los llama. Ellos dejan las redes y lo siguen. Pedro, Andrés, Santiago y Juan,
como tantos otros, son un ejemplo de libertad interior. Saben discernir
prioridades y no se equivocan en lo único que de verdad cuenta. Reconocen los encantos de este mundo pero no se aferran a ellos. Al contrario, sin dramas, dejan a un lado lo que impide
ir tras las huellas de Jesús. No se dejan envolver en las redes de lo inmediato
sino que guardan fresco el olfato de la eternidad.
Lo que quiero decir, hermanos, es esto: queda poco
tiempo. Mientras tanto, los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran; los
que lloran, como si no lloraran; los que se alegran, como si no se alegraran;
los que compran, como si no poseyeran nada; los que disfrutan del mundo, como
si no disfrutaran. Porque la apariencia de este mundo es pasajera (1 Co
7,29-31).