El domingo pasado, en Pentecostés, vimos que la Iglesia
existía para proclamar las maravillas de Dios. Hoy pretendemos ir de las obras
al ser mismo de Dios. ¿Quién es en definitiva Aquel al que
anunciamos?
La Santísima Trinidad es "lo más cristiano del
cristianismo" (Hugo Rahner). Sin embargo, poco hablamos de ella. Su
misterio nos excede permanentemente aunque, paradójicamente, también nos
envuelve desde el inicio hasta el fin. Jesús se despide con un mandato:
"Vayan y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en
el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir
todo lo que yo les he mandado". El bautismo recibido supone un sello, una
marca. ¿En qué Dios me he sumergido? ¿A quién pertenezco? En última instancia,
¿quién soy?
El Deuteronomio llama a renovar el asombro por el Dios
que sale al encuentro del hombre, revelándole su intimidad, su entraña.
Nosotros que podemos ser excesivamente celosos de nuestras cosas haríamos bien
en aprender algo de la transparencia del Dios de Israel. Darse a conocer es
abrir el juego y exponerse, entre otras cosas, a la incomprensión. Contemplando
la cruz de Jesús verificamos la seriedad del asunto. Por tanto, celebrar la
Santísima Trinidad es celebrar la voluntad divina de mostrarse sin regateo. Es
la audacia del amor que planta cara y no se resigna a la media luz. Lo juega
todo porque lo quiere todo (como bien entendió Teresita).[1]
La Trinidad conjuga en sí misma la riqueza de lo múltiple
y la armonía de lo simple. Una multiplicidad de personas donde no hay
distancias ni conflictos. Y una entrañable simplicidad que no tiene nada de
soledad ni de monotonía. Tres Personas, un solo Dios. En ella resplandece
nuestro anhelo más profundo: vivir integrados, es decir, reconciliar sin
descartar, asumir las tensiones, sanamente, vigorosamente, sin anular la
diversidad, sino distinguiendo para unir más y mejor. Esto vale tanto para
nuestra vida interior como para nuestra vida familiar, nacional y
eclesial.
Intentémoslo otra vez. La
Trinidad es para nosotros una impronta y una vocación. Estamos marcados por la
Trinidad y hacia ella nos encaminamos. Ella está detrás de todo y en el
horizonte de todo. Ella crea todas las cosas, las sostiene en el ser, y a la
vez las atrae hacia sí para llevarlas a plenitud. Es origen y consumación de
cuanto existe. Este dinamismo se nos ha revelado en el Hijo y el Espíritu, que
han salido de Dios para hacernos participar de su gracia. El Hijo y el
Espíritu, ya lo decía Ireneo, son las dos manos con las que el Padre nos
abraza. Dejarnos abrazar: ése es el secreto. Al misterio de la Trinidad no se
accede mediante una exigente reflexión especulativa sino involucrándose
afectivamente con ella. Eso mismo nos dice san Pablo: "Todos los que son conducidos
por el Espíritu de Dios son hijos de Dios". Creer de verdad es dejarse
arrastrar por ese remolino de gracia que es el Espíritu y que nos introduce en
Cristo Jesús para poder llegar así al Padre, que es la fuente de todo. Vivir en la Trinidad es tanto como ser habitado por ella. Hay una
fuente en mí... que está brotando, que está fluyendo... es un río de alabanza y
de adoración... recíbelo.