Dt 8, 2-3. 14b-16ª - Sal 147 - 1 Co 10, 16-18 – Jn 6,51-58
La eucaristía es un misterio muy grande, un misterio con muchas
aristas. La fiesta de hoy nos invita a acercarnos a ella poniendo especial
énfasis en la presencia. Jesús se ha quedado con nosotros en las formas humildes
de pan y vino.[1]
La primera lectura insiste en la necesidad de evangelizar la memoria: acuérdate y no olvides al Señor. En tiempos
de prueba y aflicción, de hambre y desierto, de serpientes y escorpiones, Dios
estuvo ahí, haciéndose sentir con su mano poderosa y providente (cf. Dt 8,2-16).
El maná permanece en la conciencia de Israel como el alimento inesperado que
hizo posible el camino a la libertad. Camino arduo pero feliz.
También nosotros tenemos nuestro desierto. Hoy experimentamos la
aridez de un mundo falto de horizontes, demasiado estrecho, mayormente
consumido por el aquí y el ahora, deliberadamente ciego y sordo a las
insinuaciones del Padre. En medio de estas pruebas Jesús se nos ofrece como don
totalmente gratuito. Él es el nuevo maná, el pan vivo bajado del cielo, “no
como el que comieron sus padres y murieron” (Jn 6,58). Pan de los peregrinos que marchan con
destino cierto de eternidad. Él está presente de muchas maneras pero hay
una muy especial: la eucarística. En el sacramento del pan Jesús se hace
alimento en sentido literal-carnal llevando hasta el extremo el realismo de su
entrega por nosotros. “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna
y yo lo resucitaré el último día. Porque mi carne es la verdadera comida y mi
sangre la verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en
mí, y yo en él” (Jn 6,54-56).
“En Cristo el grande se hizo pequeño”.[2] La
fiesta del Corpus quiere reavivar nuestra gratitud y nuestra admiración por un
amor tan audaz. Quizás ayude recordar qué significa propiamente “maná”. La
Biblia cuenta que cuando los israelitas encontraron por primera vez este
extraño alimento –una costra granulada, fina como la escarcha–, se preguntaron:
“¿Qué es esto?” (Ex 16,15). Los siglos pasan pero el
asombro sigue intacto. ¿Qué es esto? ¿Quién es este? La eucaristía es una
provocación, un escándalo que divide las aguas. Por eso, porque conocemos
nuestra debilidad, en esta fiesta rezamos para ser contados entre aquellos que
alegran el corazón de Jesús. “Te alabo Padre, Señor, del cielo y de la tierra,
por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado
a los pequeños” (Mt 11,25).
Una de las tentaciones de Israel fue despreciar el maná por su
insignificancia. También nosotros nos vemos tentados de olvidar a Jesús eucaristía
por su pobreza y su silencio. La oración colecta de la misa nos hace pedir el
don de “venerar” debidamente estos “sagrados misterios”. Esta veneración se
realiza de muchos modos. Ciertamente comulgando –bien dispuestos– pero no sólo.
Por lo pronto, reconocer la presencia real de Jesús en la eucaristía mueve a
que toda la misa sea vivida de un modo nuevo, como liturgia celeste que abre
sus puertas a la precariedad de nuestros sentidos. En el antes y el después de
la consagración se hace patente cuánto entendemos, o no, de esta gracia
inaudita. Y luego la adoración. Llegarnos a Jesús que tan delicadamente espera
por nosotros en el sagrario: horas, días y años. Celebrar la fiesta de Corpus
es renovar el compromiso de visitar a
Jesús escondido en el Belén de cada templo, en esa casita del pan cuya
lámpara arde discreta pero fiel, como signo elocuente del corazón amigo que
aguarda sin reproches. Finalmente, la genuflexión. Hagamos el propósito, de
ahora en más, de doblar la rodilla en serio, sin prisa, de manera sentida, como
quien expresa con su cuerpo la rendición de toda una vida.
“Glorifica al Señor Jerusalén” (Sal 147,12). En esta fiesta la Iglesia canta bien fuerte
su tesoro. Lo canta sin vergüenza porque es consciente de que el don se
vive sin complejo. Y de que la fuerza reconciliadora de la eucaristía debe
llegar a todos los rincones de la ciudad. Dios se hace pan en Jesús y cada uno
sabrá cómo nutrirse de él. Sí, Dios nos “sacia con lo mejor del trigo” (Sal 147,14),
ese trigo que primero ha caído y muerto para resurgir como espiga colmada de
vida eterna.[3] Sí, “glorifícalo cuanto puedas, porque él está sobre todo elogio y nunca lo
glorificarás bastante”.[4]
Te quedaste conciso,
te escondiste concreto,
nada para el sentido,
todo para el misterio.[5]
te escondiste concreto,
nada para el sentido,
todo para el misterio.[5]
[1]
Cf, Lc 24,29.
[2]
Documento conclusivo de Aparecida 393.
[3]
Cf. Jn 12,24
[4]
Secuencia de Corpus Christi, Lauda Sion
Salvatorem.
[5] Himno “Aquella noche santa”, escrito por el franciscano mexicano
Jerónimo Verduzco (1924-1996). Aparece en el Oficio de lecturas de la Liturgia
de las Horas en español.