El número doce remite a los apóstoles, el primer colegio
sacerdotal. Ellos recibieron el ministerio de manos del propio Jesús. Por eso
en esta oportunidad quisiera reflexionar sobre mi sacerdocio en relación a los
Doce.
Pido a Dios que mi vida esté al servicio de la fe apostólica,
esa fe sencilla y a la vez sublime. Tan sencilla como el credo de todos los
domingos, tan sublime como la Suma de
Tomás o la Trilogía de Balthasar. Tan
sencilla como un niño que reza de rodillas, tan sublime como una madre que
perdona a los verdugos de su hijo. Una fe recibida, no elucubrada. Incómoda por
momentos, pero siempre luminosa. Una fe que es la alegría más grande que se
pueda concebir, aunque no ahorre algunos dolores de cabeza.
Los obispos son los sucesores de los apóstoles, y los
presbíteros somos ordenados como colaboradores suyos. Pido a Dios vivir mi
sacerdocio en ese sentido, no como una ayuda meramente funcional, logística,
sino desde una comunión profunda. Lo mismo que en la primera hora, esos varones
elegidos tienen nombre, rostro, historia. Mi comunión con ellos quiere ser
concreta, efectiva, sincera. Hoy renuevo mi promesa de ordenación: respeto y
obediencia al obispo. Que mi sacerdocio madure en este espíritu filial, que no
exime del diálogo franco ni de la corrección fraterna. Y dentro de los
apóstoles está Pedro, la cabeza. También a él le renuevo mi adhesión, no tanto
en la carne cuanto en el Espíritu, o sea, en el misterio de la unción.
Eran doce. Y Jesús los eligió bien distintos: cultos y rudos,
colaboracionistas y sediciosos, mansos y coléricos. También mi sacerdocio tiene
sus tensiones, como las tiene cualquier ser humano. La diversidad es una gracia
que nos habla de la grandeza de Dios. Que el Espíritu armonice todo eso que
sembró en mí. Que Él integre las muchas facetas apostólicas que me habitan. Y
que perdone al traidor, al Judas que me gana más de lo que me gustaría. Mejor
dicho, que yo no desespere como Judas sino que llore arrepentido como Pedro.
Que pueda confiar siempre en la misericordia segura que se me ofrece a manos
llenas, como una escuela que me enseña a derramarla sobre los demás.
El número doce dice universalidad. Pido al Padre que mi
sacerdocio sea para todos. Que no haga nunca acepción de personas. En un mundo
tan dividido quisiera ser, en nombre de Jesús, signo de unidad. Que Él me
conceda el don de acortar distancias, permaneciendo firme en la brecha,
bregando por la reconciliación que tanto necesitamos. Y que no se pierda
ninguno de los que me confió. Que pueda salir en busca de la oveja extraviada,
la que reniega del amor del Padre. Prefiero tropezar en esa tarea antes que
bailar en la comodidad del corral.
Por último, una referencia al Evangelio de hoy. Sobre el fin del
mundo Jesús no responde cuándo ni dónde sino que describe el contexto. El
panorama es duro; algo así como un parto cósmico y eclesial. Pero las
tribulaciones, dice Jesús, sucederán “para que puedan dar testimonio de mí (eis martyrion)” (Lc 21,13). Las persecuciones son una ocasión
privilegiada para mostrar la verdad de nuestro amor. Eso mismo hizo Jesús en la
cruz. Y a doce años ratifico uno de mis lemas de ordenación, en clave de
súplica más que de realidad adquirida: “Para esto he nacido, para esto he
venido al mundo, para dar testimonio de la verdad (martyreso te aletheia)” (Jn 18,37).