-->
Ciclo A
La cuaresma es
el tiempo en que la Iglesia va con Jesús al desierto. El antecedente más claro
es Moisés con sus cuarenta días y cuarenta noches de silencio, ayuno y oración
en la montaña santa del Sinaí, antes de descender por segunda vez con las
tablas de la ley. Jesús se retira entonces como hijo de Israel, más aún como
hijo de Adán. El contexto es el de la humanidad caída. La serpiente sedujo con
mentiras a nuestros primeros padres, socavó su confianza en Dios y los hizo
pecar. Desde aquella tarde nada fue igual. En lugar del éxtasis prometido hubo
confusión y vergüenza, reproches y discordia. Adán y Eva dejaron de lado la voz
de Dios para dar crédito a la ilusión del diablo y a su propia percepción: “no,
no morirán… serán como dioses… el árbol era apetitoso para comer, agradable a
la vista y deseable para adquirir discernimiento”.
Por eso Jesús
va al desierto. No se trata de una ocurrencia personal sino de un paso hecho a
conciencia, en obediencia al Espíritu Santo que lo conduce allí. Jesús se
retira en cumplimiento de su misión. “Para esto he nacido, para esto he venido
al mundo, para dar testimonio de la verdad” (Jn 18,37). Jesús debe mostrar el
amor del Padre en su propia persona, con todo su ser, en su manera de hablar y
obrar, de pensar y de sentir. Debe mostrar qué significa ser Hijo, qué significa
ser libre, para que todos podamos en Él gozar de la “gloriosa libertad de los
hijos de Dios” (Rm 8,21).
Esa misión no
se entiende sin la presencia de un personaje oscuro, escurridizo e inteligente:
el diablo. La antigua serpiente se acerca a Jesús, el hombre de Dios por
excelencia para probarlo. Lo sondea con el fin de vencerlo. Quiere demostrar
que el amor no es fuerte. Quiere convencerse de que todo es mezquindad, que a
fin de cuentas todos tenemos un precio. Jesús, por su parte, no es ingenuo. Él
sabe que este enfrentamiento forma parte de su cometido. Por eso plantará cara.
El Buen Pastor no huye ante el lobo sino que da la vida por el rebaño. Para
vencer hay que luchar. La cuaresma es el tiempo en que recordamos esta batalla
elemental que se libra en cada corazón. En las cosas del espíritu no existe el
tiempo muerto: si no avanzamos, retrocedemos. El que se distrae, cede terreno.
El tentador
aguarda su momento. Espera cuarenta días y cuarenta noches hasta que Jesús, a
causa del ayuno, siente hambre. El ser humano es frágil, vulnerable. Y debe
aprender que hay tiempos y lugares en los que experimenta con mayor intensidad
su pobreza. El diablo además conoce la Escritura. La cita, es decir, la esgrime
como un señuelo, como un beso traidor. Por algo san Pablo dice que “Satanás se
disfraza como ángel de luz” (2 Co 11,14). Jesús también cita la Escritura. La
conoce, la reza, la vive. Él es la Palabra de Dios. El episodio nos enseña que
no basta la literalidad: “la letra mata, pero el Espíritu da vida”. Existen
falsas lecturas de la Biblia, por eso es tan importante abordar el texto
sagrado en la comunión de la Iglesia, que es el Cuerpo y la Esposa de Cristo.
La primera tentación apela al placer. Los panes
son un símbolo del alimento corporal. El riesgo es quedar enfrascado en la
dimensión física. Pero el hombre es más que biología. Es un animal que ama, que
piensa, que pregunta. Estamos hechos para las grandes respuestas que siguen a
las grandes preguntas. El diablo procura anular nuestra dimensión espiritual, o
sea, nuestra imagen divina. Es preciso entonces defender, como hace Jesús,
nuestra sed de Dios, de sentido, de verdad, de belleza. Tenemos vocación de
eternidad. Estamos hechos para algo más que comer, dormir y procrear. Sólo está
realmente vivo quien hace carne la sabiduría divina. “El hombre no vive
solamente de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”.
La segunda tentación apela al poder. El marco de
la ciudad santa, precisamente en lo más alto del templo, señala el cariz
religioso de esta prueba. La propuesta es jugar con Dios, no en el sentido
lúdico del término, sino en el sentido negativo de quien se abusa. En el fondo
es una confusión de roles. Muchas veces el hombre pretende usurpar el lugar de
Dios, jugar a Dios, o sea imaginar que es él quien establece las reglas. El
diablo promueve un estilo caprichoso e inseguro que exige signos que corroboren
de manera tangible el amor de Dios. Jesús responde con la madurez del Hijo que
no necesita pruebas. Él no duda ni siquiera en la hora más amarga. Confía.
Confía y acepta, no sólo la voluntad del Padre sino su propia humanidad. Porque
esta tentación se propone desafiar a Dios desafiando el propio límite. No está
bien tirarse de un barranco. Cuántos excesos. Cuánta irresponsabilidad de
nuestra parte. Dios puede rescatarnos con sus ángeles, y de hecho lo hace a
menudo, pero no es el hombre quien dice cuándo y cómo. Las condiciones las
establece Dios. “No tentarás al Señor, tu Dios”.
La tercera tentación apela al poseer. Las riquezas
pueden dar una falsa sensación de seguridad. Se trata de una cuestión más bien
psicológica. El diablo le muestra los reinos de este mundo y su gloria. El
horizonte se estrecha notablemente. El problema es que “la figura de este mundo
pasa” (1 Co 7,31). La creación es bella,
es maravillosa, pero no es Dios. Jesús no se detiene sino que va hasta el
hueso, hasta la raíz. “La avaricia es como una idolatría” (Col 3,5). El
príncipe de este mundo no conoce la gratuidad. Todo lo cobra. Cuántas almas
perdidas por la acumulación de bienes, materiales o espirituales. Pueden ser
monedas o aplausos, pero corren la mirada del único rey al que se debe servir.
“Adorarás al Señor, Dios, y a Él solo rendirás culto”.
Tres ámbitos
que hacen al hombre. En sí mismos buenos, queridos por Dios, pero expuestos a
la perversión. No se trata de anularlos sino de custodiarlos. Rige aquí la ley
de la poda que enseña Jesús con la imagen de la vid y los sarmientos (cf. Jn 15).
La cuaresma es el tiempo de la poda, de ciertos recortes en orden a una mayor
fecundidad. Por eso la Iglesia propone la receta de Jesús: ayuno, oración y
limosna (cf. Mt 6). Ejercicios de libertad para purificar nuestra manera de
vivir el placer, el poder y el poseer. Modos concretos de clarificar quiénes
somos en relación con nosotros mismos, en relación con Dios, en relación con las
cosas y los hermanos.
Bonus track
San Agustín, Sermón 60,2-3
Nuestra vida, en efecto, mientras dura esta
peregrinación, no puede verse libre de tentaciones; pues nuestro progreso se
realiza por medio de la tentación y nadie puede conocerse a sí mismo si no es
tentado, ni puede ser coronado si no ha vencido, ni puede vencer si no ha
luchado, ni puede luchar si carece de enemigo y de tentaciones.
Aquel que invoca desde los confines de la tierra está abatido,
mas no queda abandonado. Pues quiso prefigurarnos a nosotros, su cuerpo, en su
propio cuerpo, en el cual ha muerto ya y resucitado, y ha subido al cielo, para
que los miembros confíen llegar también adonde los ha precedido su cabeza.
Así pues, nos transformó en sí mismo, cuando quiso
ser tentado por Satanás. Acabamos de escuchar en el Evangelio cómo el Señor
Jesucristo fue tentado por el diablo en el desierto. El Cristo total era
tentado por el diablo, ya que en él eras tú tentado. Cristo, en efecto, tenía
de ti la condición humana para sí mismo, de sí mismo la salvación para ti; tenía
de ti la muerte para sí mismo, de sí mismo la vida para ti; tenía de ti
ultrajes para sí mismo, de sí mismo honores para ti; consiguientemente, tenía
de ti la tentación para sí mismo, de sí mismo la victoria para ti.
Si en él fuimos tentados, en él venceremos al
diablo. ¿Te fijas en que Cristo fue tentado, y no te fijas en que venció la
tentación? Reconócete a ti mismo tentado en él, y reconócete también a ti mismo
victorioso en él. Hubiera podido impedir la acción tentadora del diablo; pero
entonces tú, que estás sujeto a la tentación, no hubieras aprendido de él a
vencerla.
-->