viernes, 12 de diciembre de 2008

Cansancios

Promediando el adviento, la liturgia nos invita a reflexionar sobre una realidad muy humana: el cansancio. ¿Por qué? Porque puede pasar que con el andar de los días uno se vaya cansando de esperar al Señor que “está llegando”. En realidad, más que cansarse de esperar lo que suele ocurrir es que uno se cansa de preparar la venida. “Y bueh… es lo que hay. Que me encuentre como sea”.

Hay distintos niveles de cansancio. Pasemos revista: 1. Cansancio físico, el más evidente y tangible; 2. Cansancio psíquico, fruto del aturdimiento y las presiones; 3. Cansancio moral, propio de tropezar obstinadamente con la misma piedra (¡tantos años, y siempre la misma!); 4. Cansancio afectivo, como rebote de no sentirse reconocido, de hacer el papel del tonto: “me cansé de ser el bueno de la película”; 5. Cansancio espiritual, quizás el más grave-gravitante, difuso pero omnipresente, nos informa que no hay reservas.

No hacen falta muchas luces para darse cuenta de que todos ellos juegan entre sí. Para la Biblia, la unidad radical del hombre es fundamental. “Que el hombre no separe lo que Dios ha unido”. ¿Estamos diciendo que el cansancio es intrínsecamente malo? De ninguna manera. Lo que sí, es bueno saber es que hay un cansancio bueno y otro malo.

El cansancio bueno es el que surge de haberse dado sin regateo, de haber estado donde uno debía estar. La misión cumplida, el sentido de saber porqué o para quién hice lo que hice. Este cansancio se exhibe casi como un trofeo y pesa menos, porque trae aparejado una satisfacción que, paradójicamente, es descanso del alma. “Bien siervo bueno y fiel; entra a participar del gozo de tu Señor” (Mt 25,23).

Pero también está el cansancio malo. Malo porque estéril. Y esto no desde la medición eficientista del resultado visible, sino desde la conciencia de tiempo perdido, malgastado. A mayor egoísmo, a mayor encierro, mayor frustración. “No es bueno que el hombre esté solo” (Gn 2,18).

El cansancio malo se inscribe en el vicio madre que engendra todo pecado: no aceptar la realidad, el límite; no escuchar las propias necesidades; no reconocer que “dando se recibe”, no obedecer el mandato del amor. ¿No fue ésa la falta de Adán y Eva? El arrebato original tenía mucho de omnipotencia, de salirse de las reglas, de querer jugar en una liga que no era la propia. ¿Acaso no seguimos forzando muchas veces la “máquina”? Extra-limitarse es ex-terminarse. En este contexto, es significativo comprobar cuál es el elemento común entre el castigo de Adán y el de Eva: “Tantas serán tus fatigas cuantos sean tus embarazos”; “maldito sea el suelo por tu causa: sacará de él alimento con fatiga” (Gn 3,16-17). Alejarse de Dios causa un cansancio existencial.

El cansancio se presenta entonces como lugar de discernimiento. Una mirada honesta y reflexiva puede enseñarnos mucho sobre nuestras decisiones. Como los distintos niveles humanos se comprometen mutuamente, no nos es lícito descartar ninguna variable.

Anexo. En orden a estimular la reflexión y el debate, aquí sólo podemos enunciar problemáticas relacionadas: la degradación del domingo como “día del Señor” y la compleja “cultura week-end”; adicción al trabajo y trabajo alienante; sobreoferta de evasiones y compensaciones, grotescas y sutiles, etc.

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Dios es la Vida, el todopoderoso. Él “no se fatiga ni se agota, fortalece al que está fatigado y acrecienta la fuerza del que no tiene vigor” (Is 40,28-29). El adviento es tiempo de realismo, tiempo de reconocer nuestros cansancios y acudir al Uno (y Trino) que es capaz de rejuvenecernos.

Isaías constata: “los jóvenes se fatigan y se agotan, los muchachos tropiezan y caen. Pero los que esperan en el Señor renuevan sus fuerzas; corren y no se agotan, avanzan y no se fatigan” (40,30-31). Se trata de una ley espiritual. La juventud de espíritu está en la capacidad de responder a las mociones del Espíritu, a Quien la tradición llama, “suave alivio para el hombre” y “descanso en el trabajo”.

Hay jóvenes, y no son pocos, que viven anquilosados, acomodados (hace unas décadas se hablaba de aburguesamiento). Lo peor es que a veces este estado se camufla con mucho movimiento. Pero detrás de ese frenesí, de ese vértigo, se esconde una atrofia brutal. Por el contrario, hay viejos que apenas se mueven y ostentan un dinamismo interior, una alegría existencial que les permite afrontar desgracias y asumir nuevos desafíos. La Biblia nos ofrece dos ejemplos bien conocidos: la parálisis del joven rico por un lado, y la partida obediente del anciano Abrán a tierras extranjeras por otro.

En Jesús, Dios elige aliviar desde la carne humana que también sabe de cansancio (Jn 4,6). “Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados (sobrecargados), y Yo los aliviaré. Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrarán alivio” (Mt 11,28-30).

En último término, el descanso siempre será una relación personal. Nunca un lugar o una actividad. Estamos hechos para el amor, para el encuentro de miradas. Por eso, aunque mil veces repetida, sigue siendo válida la frase de Agustín: “Nos hiciste Señor para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”.

Podemos estar cansados de nosotros mismos, o de otros, o –mucho mejor- por otros. Jesús, dice Tomás de Aquino, no se cansó de nosotros sino por nosotros. Bueno sería que presentáramos todos nuestros cansancios –buenos y malos, lícitos y no tanto-, y le pidiéramos a Jesús que haga las veces de Cireneo de nuestra s vidas.

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