Esa contemplación explica lo que siguió. El amor es inquieto, es indomable. Siempre busca y encuentra la forma de seguir manifestando cariño. Ellas se mueven y compran los perfumes (algo no precisamente barato). Quieren ungir a Jesús. La unción es sinónimo de delicadeza y reverencia. Ellas no se siguen una lógica de conveniencia sino que dan rienda a las mociones del corazón.
Después de los preparativos se ponen en marcha. Salen bien temprano; el texto dice “muy de madrugada”.[1] Según los cómputos de la época, antes de la seis de la mañana.[2] Sin embargo, el texto dice también que “había salido el sol”. No se trata de una contradicción sino de un contraste. Marcos nos ofrece dos planos y nosotros sabemos que no miente. Las mujeres andan a oscuras porque creen que Cristo está muerto. Lo que no saben es que el sol, que es Cristo resucitado, ya brilla en lo alto. Todo el pasaje consiste en esa transición: en poder pasar de las sombras a la luz y de los ritos fúnebres a la celebración de la vida.
Llegan al sepulcro y reciben el anuncio. A Jesús no lo ven, sólo un anuncio. “Ha resucitado”. Tienen que confiar en la palabra de otro testigo… como nosotros. La resurrección no se prueba, se cree.
Ahora entramos en el corazón de la pascua. La resurrección pone en marcha el universo, enciende el motor de la historia. Porque con la muerte de Jesús no había muerto sólo un hombre sino todos los hombres y todas las cosas. En la muerte de Cristo todo se detuvo y todo parecía perder sentido.[3] Pero ahora que Él está vivo todo reverdece. Los nacimientos y las muertes, las alegrías y las angustias, los trabajos y las liturgias… todo se abre a nuevos horizontes y sabemos que la esperanza no defrauda.
Por el bautismo, cuya hora privilegiada es la de esta noche santa, somos sumergidos en este misterio de muerte y resurrección. Celebramos como nuestra la victoria de Jesús porque su resurrección es inclusiva –como todo lo suyo. Qué bien lo dice el salmo: “la trampa se rompió y escapamos” (Sal 124,7). Esa trampa evoca tanto la mentira de una doble vida como el engaño fantasioso del maligno. La trampa se rompió, se hizo pedazos. Nosotros escapamos con Cristo y conocimos la libertad.
La imagen de la trampa nos devuelve al relato de Marcos y a la clausura del sepulcro. Se trataba de una piedra “muy grande”.[4] Por eso, mientras iban de camino, las mujeres se preguntaban quién las ayudaría a correrla. Preocupaciones humanas que consumen mucho de nuestro tiempo y de nuestras energías. Nos angustiamos para nada, “inútilmente nos fatigamos” (Is 45,4). ¡Cuántos esfuerzos estériles, cuántas discusiones de más! Cristo se anticipa y lo hace fácil. “Vieron que la piedra había sido corrida”. Hay que despertar a la lógica de Dios que es providente.[5] El cristiano sabe contar con la variable de la sorpresa, de lo insospechado, del milagro.
La piedra removida y el sepulcro abierto dan lugar a una imagen poderosa: la de una inmensa boca abierta. En un sentido, son las fauces de la bestia que no pudo aprisionar la Vida. En otro, es la boca del cristiano. La que antes callaba amordazada por el fracaso y el dolor, ahora se ve liberada. Ya no hay impedimentos. Está despejada para cantar y reír y gritar a los cuatro vientos que Él está vivo.
La consigna del Maestro es ir a Galilea. Allí se dejará ver. ¿Por qué Galilea? Porque en Galilea comenzó todo. Se trata de releer la historia a la luz de Cristo resucitado. Él es la llave que abre los cerrojos, la clave que desentraña los enigmas, la pieza faltante que encaja en el rompecabezas.
Sin embargo, el pasaje nos depara otra sorpresa. Un final enigmático que desconcierta y sirve como advertencia. Las mujeres huyeron espantadas, corrieron “temblando y fuera de sí. Y no dijeron nada a nadie, porque tenían miedo”. Hasta en esto último podemos sentirnos identificados. Cuántas veces callamos el evangelio siendo que Jesús nos ha elegido para darlo a conocer. Quiera el Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo, que por la acción del Espíritu Santo, lleguemos a ser testigos convincentes de Jesús resucitado.
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[1] …lían prõï
[2] La última vigilia nocturna iba de 3 a 6 de la mañana.
[3] “¿Habéis pensado que si Dios muriese todas las cosas moriríamos con Él? ¿Puede acaso morir un Dios? Tengo miedo, algo está crujiendo en mis entrañas, algo como en el día primero en el que Dios, soplando, me arrojó al mundo (…) Si Él muriese, ¿para qué serviría vivir?”; J. L. Martín Descalzo, “Las cosas tuvieron miedo” en Id, Siempre es viernes santo, Madrid, Planeta Agostini, 1995, 110.
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