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U2
El domingo pasado nos preguntamos quién
es cristiano. Y respondimos que cristiano es uno que se encontró con Jesús y lo
cuenta a los demás por la sencilla razón de que no puede callarlo. Hoy
profundizamos esta identidad bautismal llevados por el Evangelio. Para ser
cristiano no basta con un encuentro excepcional sino que se requiere un
compromiso sostenido, cotidiano, al que denominamos seguimiento. Por eso cuando
rezamos el padrenuestro entendemos que el pan de cada día es el mismo Jesús,
cuya presencia necesitamos como el alimento indispensable para permanecer en el
Camino.
Seguir a Jesús es dejar que Él decida
por dónde hemos de andar. Y aún más. Porque Él no sólo marca sino que es el camino (Jn 14,6). Lo que para
muchos es una locura, para nosotros es la más sensata de la decisiones. Entregamos
nuestra libertad, sí, pero para recuperarla de un modo nuevo, para ser más
libres. “El que pierde su vida por mi, la encontrará” (Mt 10,39). Es una apuesta fuerte
pero estamos seguros de que no seremos defraudados (y de hecho, ya gustamos
algunos anticipos de esa vida nueva).
El caso es que Jesús recorre la orilla
del mar de Galilea en busca de discípulos. Primero llama a Pedro y Andrés,
quienes dejan las redes. Luego llama a Santiago y Juan, quienes dejan a su
padre. Seguir a Jesús siempre implica, tarde o temprano, una renuncia. “Si el
grano de trigo cae en tierra y no muere, queda solo, pero si muere, da mucho
fruto” (Jn 12,24). Las redes simbolizan el dinero, pero también el trabajo como aquello en
lo que uno se siente seguro. Pescar es lo que estos hombres sabían hacer. ¿Qué
podían esperar de esta nueva etapa? ¿Tenía sentido un cambio tan radical? En el
otro caso, el padre simboliza los afectos, la historia personal, el bagaje con
el que uno se planta en la vida. El discipulado puede exigir en algún momento
dejar de lado ámbitos no sólo legítimos sino entrañables. Es en esos momentos
donde queda manifiesto los que siguen a Jesús y los que en realidad caminan
por su cuenta.
Por todo eso el ministerio público de
Jesús se abre en Marcos con el llamado a la conversión y a la fe en la Buena
Noticia. Esta conversión no apunta tanto a un cambio de conducta (terreno
moral) cuanto a un cambio de mentalidad (terreno existencial). Creer significa
confiar. Pasar de lo que yo veo, a los que Él dice. Esa es toda la conversión:
aceptar el riesgo de confiar, de creer en la Buena Noticia. El Evangelio podría
sintetizarse en un puñado de frases: Dios es amor; este mundo tan maravilloso
fue creado como nuestro jardín; el hombre tiene la inmensa dignidad de ser hijo
de Dios; tanto amó Dios al mundo que envió a su Hijo para salvarnos; y la
muerte no tiene la última palabra sino que estamos llamados a la resurrección y
la vida. Entonces, ¿por qué cuesta tanto creer? Quizás porque nos duele dejar
tierra firme y lanzarnos al océano del amor eterno. Preferimos una propuesta
pequeña, mediocre pero conocida. Frente a ello Jesús insiste, una y otra vez:
“Conviértanse y crean en la Buena Noticia” (Mc 1,15). El que no arriesga, no gana.
Nuestro tiempo alardea de ser atrevido, transgresor. Pero detrás de toda esa arenga mediática emerge una sociedad tremendamente conservadora, estática, miedosa, donde sólo cuenta el aquí y ahora. Es la sociedad de la incredulidad que se refleja en Tomás: “si no veo… no creeré” (Jn 20,25). ¿Qué defiende Tomás? ¿Unas pocas monedas? ¿Un par de caricias? ¿Qué cosa lo ata tanto a este mundo como para no atreverse a dialogar con los santos y con la misma Trinidad? Señor, también yo tengo miedo. También yo tengo días en que me atrinchero en la barca o te sigo a la distancia, con reservas. Te pido ganes mi corazón, para que aun en mi confusión pueda rezar con humildad: “Creo pero ayuda mi poca fe” (Mc 9,22).
Nuestro tiempo alardea de ser atrevido, transgresor. Pero detrás de toda esa arenga mediática emerge una sociedad tremendamente conservadora, estática, miedosa, donde sólo cuenta el aquí y ahora. Es la sociedad de la incredulidad que se refleja en Tomás: “si no veo… no creeré” (Jn 20,25). ¿Qué defiende Tomás? ¿Unas pocas monedas? ¿Un par de caricias? ¿Qué cosa lo ata tanto a este mundo como para no atreverse a dialogar con los santos y con la misma Trinidad? Señor, también yo tengo miedo. También yo tengo días en que me atrinchero en la barca o te sigo a la distancia, con reservas. Te pido ganes mi corazón, para que aun en mi confusión pueda rezar con humildad: “Creo pero ayuda mi poca fe” (Mc 9,22).