You broke the bonds
and you loosened chains
carried the cross of my shame,
oh my shame, you know I believe it
U2, I still haven't found what I'm looking for
Frente a la muerte el hombre calla porque no sabe qué
decir. Pero en este caso es distinto. Hoy la Iglesia nos llama al silencio
porque lo dicho es demasiado denso. En el Calvario la Palabra hecha carne se ha
pronunciado hasta la última sílaba. Por eso necesitamos ir de a poco: para
asumir tanto amor. Por eso la liturgia indica que la homilía debe ser breve,
seguida de un tiempo de oración en silencio. Callamos superados por el exceso
de una Palabra que es luz en su misma noche.
“Estaba tan desfigurado que su aspecto no era el de un
hombre” (Is 52,14). Estas palabras de Isaías describen la suerte de un servidor
fiel a Dios, que en su obediencia lo pierde todo. Por la fe reconocemos con
claridad que ese servidor es Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre. Cómo no
conmoverse al contemplarlo hecho una piltrafa, con la carne bañada en sangre
por las heridas abiertas de tantos latigazos. Él, “el más bello de todos los
hombres” (Sal 45,3), el exponente más perfecto de la raza humana, reducido a la
impotencia extrema: “sin forma ni hermosura que atrajera nuestras miradas, sin
un aspecto que pudiera agradarnos. Despreciado, descartado por los hombres,
abrumado de dolores y habituado al sufrimiento, como alguien ante quien se
aparta el rostro. Tan despreciado que lo tuvimos por nada” (Is 53,2-3). Y, sin
embargo, este varón de dolores es Dios. Ese desecho humano es la imagen misma
de Dios.
Sin embargo, en otro sentido, quizás más profundo, la
pasión de Jesús nos muestra hasta qué punto es posible amar. En él
reencontramos nuestra dignidad perdida, el deseo de ser santos, el llamado a
sentir de una manera más noble. Suena extraño, sobre todo en un mundo donde la
belleza es tan superficial, pero esa humanidad rota nos revela la perfecta
humanidad: íntegra, sin defecto ni mancha alguna. La humillación de Jesús nos
habla de un amor consecuente, que no se echa atrás, un amor tan grande que no
teme ser vulnerable, sino que corre el riesgo y asume todas las implicancias. Por
eso calla en el juicio, porque no quiere defenderse, no quiere protestar, sino
ocupar el lugar del reo que nos correspondía (Jn 19,9). Y todo eso en sin
levantar la voz, discretamente, porque “el amor no hace alarde” (1 Co 13,4).
El misterio de Jesús no reside en lo que sufrió sino en
lo que amó. Todo su suplicio fue algo que aceptó libremente por amor. La cruz
no es un tropiezo, un equívoco, sino el sentido último de su misión. Dios se
hizo hombre para entregar su vida por nuestra liberación. “Es preferible que un
solo hombre muera por el pueblo, y no que perezca la nación entera” (Jn 11,
49-50; 18,14). El evangelista Juan insiste sobre estas palabras de Caifás
porque sabe que aquí está el gran secreto. Poco importa que el sumo sacerdote
pensara el asunto en términos políticos. En todo caso, eso nos recuerda que el
sentido de la historia excede nuestra lectura de los acontecimientos. Dios es
más grande. Él sabe, como dice el refrán, escribir derecho en renglones
torcidos. Dios saca bien del mal. Lo hizo aquella tarde en el Calvario y lo
sigue haciendo con cada uno de nosotros.
Jesús carga sobre sus espaldas el pecado de toda la
humanidad. Se hace responsable por cada ofensa, desde las más leves hasta las
más graves. Por tanto, no digamos que otros lo mataron, porque también nosotros
lo hemos llevado hasta el abismo. “Él fue traspasado por nuestras rebeldías y triturado por
nuestras iniquidades. El castigo que nos da la paz recayó sobre él y por sus
heridas fuimos sanados” (Is 53,5). Celebramos esta locura del amor divino
procurando asumir en nuestras vidas la lógica del cordero, la lógica del
intercambio, la lógica del que no se aferra celosamente sino que sabe
entregarse por los demás. “Si el grano de trigo cae en tierra y no muere, queda
solo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12,24).