Buenos Aires, 3 de julio
de 2018
Querido lector: Comparto estos pensamientos como
quien abre una puerta. Te pido que entres en confianza pero con respeto,
ponderando ideas, sin prisas, asumiendo a su vez el compromiso de hacerme saber
si en algo estoy equivocado.
Un debate
supone el intercambio de argumentos. Pero antes que eso requiere una búsqueda
honesta de la verdad. ¿Estamos todos empeñados en esa búsqueda? Es difícil
saberlo. Si así fuera no se habría descalificado tanto la mirada religiosa. ¿O
acaso la religión no puede aportar luz? ¿Cómo saberlo de antemano? Es curioso
que en nombre de la apertura se dé un cierre tan grosero.
Es cierto
que la participación ciudadana dentro y fuera del ámbito del Congreso ha sido
notable, pero sigue en pie la pregunta si en realidad nos hemos escuchado los
unos a los otros. Pienso que estas semanas han reflejado cuán poco ejercitados
estamos en el arte del diálogo. Sin duda hubo múltiples voces, pero
yuxtapuestas, sin que se diera un enriquecimiento mutuo. No obstante, todos coincidimos
en que no se trata de una discusión más. Por eso deberíamos, con mayor razón,
considerar todas las dimensiones de la cuestión: médica, jurídica, económica,
psicológica, moral, semántica, filosófica y teológica.
Ante todo,
el objeto. ¿Qué se está discutiendo? ¿la despenalización o la legalización? La
consigna “aborto seguro, legal y gratuito” no da lugar a dudas. La campaña no
busca la sola despenalización de la madre que decide abortar sino que procura
legalizar esa práctica. En otras palabras, lo que se pretende es que el aborto
sea reconocido como práctica no reprochable, no sólo para la madre –a quien se
presume desesperada– sino para la entera sociedad. El sentido de la
despenalización no sería ya el de contemplar a la mujer que aborta como una
persona necesitada de contención, sino el de garantizar una liberalización, un
presunto “derecho al aborto”, que, para colmo, debería ser facilitado, moral y
económicamente, por el conjunto de la sociedad. En este marco, ¿es honesto
insistir en la criminalización de las mujeres que abortan? Si sólo interesara
eso, ¿acaso no obtendríamos un consenso unánime? De lo dicho se puede concluir
que, en lo que hace a retórica, el discurso pro-aborto es audaz e ingenioso
pero ciertamente no consistente. Un ejemplo de despenalización que podría
servirnos de guía es el caso del suicida, a quien la ley no sanciona, cosa que sí
hace con sus instigadores o partícipes. ¿Y si exploramos este camino?
Pero el
objeto de la discusión permanece aún difuso. Para ello la pregunta crucial dice
así: ¿qué es un aborto? Es la interrupción de un embarazo. ¿Qué es un embarazo?
El proceso de gestación del ser humano. Por ende, el aborto procurado significa
terminar, deliberadamente, con el proceso por el cual se desarrolla la vida
humana. En otras palabras, el aborto es la eliminación de una vida humana en su
fase inicial. He aquí el meollo de la cuestión. La ciencia no tiene ya duda
alguna de que la vida humana en gestación es distinta de la de la madre. El
embrión posee un código genético propio y seguirá desarrollándose –cambiando–
ininterrumpidamente, no sólo hasta el nacimiento sino hasta su muerte, la cual
puede darse de manera natural o violenta.
El
argumento sintetizado en el slogan “es mi cuerpo” omite un dato elemental: el
cuerpo de la mujer alberga otro cuerpo, otro ser, sobre el cual ella no tiene
derecho de decidir. ¿Qué clase de sociedad es la que deja al libre arbitrio de
sus ciudadanos el avanzar impunemente contra la vida de otro ser humano?
Suele
ocurrir que, una vez sentada esta indiscutible verdad, la que nos dice que está
en juego una vida humana distinta de la madre, los partidarios de la
legalización del aborto pretenden pasar a considerar otros aspectos de la
cuestión. No hay problema con abordar otras perspectivas, pero ciertamente no a
costa de olvidar que lo que la madre lleva en su seno es una vida humana. Por
eso en estos días quedo pasmado al comprobar que no poca gente inteligente,
culta y de buen corazón habla a favor del aborto. ¿Cómo puede uno pensar que la
solución consiste en eliminar una vida humana? Y, para colmo de males, una vida
humana absolutamente inocente e indefensa. Tan indefensa que ni siquiera puede
gemir solicitando piedad. Lo que parece carecer de toda lógica es que muchas
personas presentan el aborto como una respuesta razonable ante el hecho de la
muerte. ¿Combatir la muerte con la muerte misma? Si en verdad importa la vida,
entonces cómo es que no se reconoce la vida intrauterina. Repitámoslo: que la
mujer embarazada alberga una vida humana es un dato científico irrefutable. La
religión podrá reconocer en esa gestación la obra de Dios y de ese modo una
dignidad que trasciende la mirada humana, pero no hace falta credo alguno para
constatar que el embrión es un ser vivo de nuestra misma especie, un miembro
más de la familia humana. ¿O acaso los abortos espontáneos no implican un
duelo?
Me pregunto
cuántos de los que militan a favor del aborto han presenciado uno. Es
relativamente fácil gritar en una plaza, elevar pancartas y portar pañuelos
verdes. Lo difícil, porque desgarrador, es asistir al macabro espectáculo de la
mutilación. Y aun cuando el proceso sea químico, el resultado sigue siendo el
mismo: los diminutos miembros hablarán de una identidad como la nuestra,
germinal, por supuesto, pero inequívoca. ¿Quién puede decir que eso no es
muerte? ¿Quién puede decir que eso es salud? Es preciso ser absolutamente
claros: el embarazo no es una enfermedad sino un proceso de vida, que puede
tener complicaciones, ciertamente, pero que en términos normales no requiere la
intervención médica. La medicina está por definición al servicio de la vida,
por eso busca siempre sanar. Pero si la medicina mata entonces no habrá que
esperar lo peor, porque lo peor ya habrá llegado.
Pasando al
campo jurídico he leído que una eminente jurista sostiene que los derechos son
progresivos. De allí concluye que “el embrión no tiene derecho absoluto a la
supervivencia, ni la madre tiene derecho absoluto a interrumpir el embarazo en
cualquier momento”. Lo que esta teoría no advierte, o no quiere advertir, es
que existe una jerarquía de derechos. En efecto, el derecho a la supervivencia
está por encima al derecho de interrumpir el embarazo. Porque la supervivencia del
embrión no se logra a costa de la vida de nadie, cosa que sí ocurre en la
interrupción del embarazo. Por otra parte, esta postura no explica con qué
criterio la sociedad debiera permitir e incluso facilitar el aborto hasta los
tres meses sin ningún tipo de explicación. ¿De dónde surge ese período? ¿Y por
qué debería dar explicaciones en el segundo trimestre? ¿Qué clase de
explicaciones resultarían válidas en ese caso? Te pido, lector, que me corrijas
si estoy equivocado, pero según mi modo de entender, lo que se pretende
consagrar es la ley del más fuerte. Pues no se trata de la concurrencia de dos
derechos iguales sino claramente asimétricos. Y en este contexto hay quienes
proponen ignorar esa jerarquía natural, homologada por las más diversas
culturas, a fin de proponer otra jerarquía igualmente antigua aunque sin duda vergonzosa,
la del que “puede más”, o, para hablar sin eufemismos –como prefiere la jurista–,
la del más violento. ¿Qué tipo de amenaza representa el embrión para la madre y
para la sociedad? El debate nos obliga a considerar qué sociedad queremos,
cuáles son sus pilares, sus valores; en última instancia se trata de expedirnos
sobre cómo entendemos la vida, ¿es un lastre o un gozo? ¿el niño por nacer es
un estorbo o una bendición? Quizás no esté de más recordar que todos nosotros
hemos sido alguna vez un embrión, un ser débil, enteramente dependiente. Y si
pudimos nacer no fue por mérito propio sino por la generosidad de nuestra
madre, que respetó y cuidó la vida como un auténtico milagro, sí, como algo
digno de admiración. La regla de oro dice: no hagas a los demás lo que no
quieres que te hagan a ti. Entonces no abortes, porque no te hubiera gustado
ser abortado, es decir, verte privado de la vida, que por momentos es
dramática, evidentemente, pero que conlleva tanto gozo, tanto cariño, tanta
fiesta… ¿Quién soy yo para negar a otros lo que no quisiera que me hubieran
negado a mí?
Más allá de
todo lo dicho, cabe repasar lo que dice la legislación argentina. En nuestro
régimen jurídico la persona es considerada como tal desde el momento de su
concepción. Esta doctrina no sólo tiene rango constitucional, por la
incorporación de los Tratados internacionales a la Carta Magna, sino que
también se encuentra consagrada en el Código Civil y Comercial recientemente modificado
(2014): “La existencia de la persona humana comienza con la concepción” (art.
19). Por eso llama la atención el empeño en aprobar el aborto por parte de
legisladores, jueces y políticos: gente que debería estar familiarizada con la
jerarquía del orden jurídico y con el respeto que las leyes merecen. Uno puede
comprender que la norma no guste, lo que no se puede entender es que se la
ignore, que se la violente, pretendiendo legislar en una manifiesta
contradicción con leyes de mayor jerarquía. ¿Qué tipo de ejercicio democrático
es ése? Cuando las cosas se complican hay que volver a los fundamentos, entre
los cuales se encuentra el célebre adagio del derecho romano: dura lex, sed lex – será dura la ley,
pero es la ley. Por último, respecto de las causales de aborto no punible
contempladas en el Código Penal, cabe decir: la primera no constituye
propiamente aborto, sino que se trata de una acción que procura la salud de la
madre (y que deriva en un aborto como consecuencia inevitable); la segunda
responde a una inaceptable mentalidad eugenésica, por lo que debería considerarse
sin vigencia. Si hay vida, se respeta, se acompaña y se tutela; sin preguntar
de dónde o cómo ha venido. Está claro que las circunstancias de la gestación
pueden ser espantosas, pero nada, absolutamente nada, justifica que el niño por
nacer sea eliminado. ¿Por qué habría de sufrir él las consecuencias de un
crimen que no cometió? ¿Por qué habría de ser rechazado ante la mera hipótesis
de una inteligencia disminuida? Como dice el refrán: lamentablemente, la cadena
se corta por el eslabón más débil. ¿Es ésta la sociedad que queremos? ¿Dé qué
sirve declamar derechos si a fin de cuentas esos derechos consagran la
inequidad? Cuando se representa la justicia como una mujer con los ojos
vendados se quiere dar a entender que ella no hace acepción de personas. Si esa
justicia existe en Argentina, entonces no hay forma de convalidar el aborto,
que significa la muerte de una persona jurídicamente reconocida como tal.
En relación
a la economía, debe preguntarse si se han contemplado las erogaciones que el
aborto presuntamente gratuito implicarían al Estado. ¿Es racional destinar
tanto dinero para un fin que no es el de sanar sino el de truncar un proceso de
vida? ¿Se habla acaso del costo que tendrá la contención psicológica de las
mujeres que aborten? El aborto no figura entre las principales causales de
muertes maternas, por eso lo más sensato sería que los recursos económicos se
orientaran principalmente a esas causales más relevantes para el conjunto de la
sociedad. Desde otro punto de vista es innegable que la campaña pro-aborto
cuenta con el beneplácito si no con el apoyo económico de importantes grupos de
poder. Mientras que unos ofrecen su acompañamiento por motivos ideológicos, otros
lo hacen por interés económico. Es así. Hacer dinero no es un pecado, al
contrario, el desarrollo económico es bueno para la sociedad. Pero lo que no es
bueno es lucrar, inescrupulosamente, con la muerte. Quien se acerca al aborto
libre sabe bien que en ese ámbito no sólo corre mucho dinero, sino que también
da lugar al abominable tráfico de órganos. Por eso no faltan laboratorios,
clínicas e incluso médicos que ejercen una fortísima presión para que el aborto
sea reconocido como práctica legal. Se trata de un dato no menor que suele ser
acallado, precisamente porque haría ver que existen intereses creados que condicionan
la mirada.
Sobre la
apelación a la política de salud pública hay que repetir, incluso hasta el
cansancio: nada justifica la eliminación de otra vida humana. Si hay muertes
por abortos clandestinos, el aborto legal no es la solución. Existe, en cambio,
una opción menos traumática, menos costosa, menos riesgosa, más responsable:
que no haya abortos. Que se pretenda matar en nombre de la salud lo deja a uno
sin palabras. La auténtica política de salud pública sería garantizar el
acompañamiento a las madres que por diversos motivos sienten que el embarazo
las supera. Nadie les pide que se hagan cargo de por vida sino tan sólo hasta
el día del parto. Por lo demás, política de salud pública es garantizar que la
mujer embarazada entienda lo que lleva dentro de sí. Que puede escuchar y ver
la criatura que crece en sus entrañas. Que alguien le cuente del dolor que
puede llegar a sentir quien libremente ha elegido abortar. Legalizar el aborto
en función de las muertes debidas a abortos clandestinos representa la
claudicación de la moral. Es el tácito reconocimiento de que los ideales no
cuentan, sino que impera el pragmatismo. Se elige no mirar el cuadro entero. Pretendemos
un objetivo sin que importe el modo. ¿No es éste el estilo propio de las
dictaduras?
Con lo
dicho no queda agotada la cuestión, pero sí queda expresado lo esencial. La
vida humana existe desde la concepción, tanto médica como jurídicamente. No hay
por qué elegir entre una y otra vida. Tal vez corresponda agregar una palabra
sobre la filosofía que sostiene la campaña pro-aborto. Cuando cierto feminismo
presenta el aborto como una conquista, lo hace según la creencia de que no existe
otra moral que la que uno mismo se da. La autodeterminación se erige entonces
en un criterio absoluto. La prueba está en que los partidarios del aborto no
retroceden ni siquiera ante la evidencia de que hay una vida humana en juego.
Ellos se asumen como racionales, a menudo incluso más racionales que aquellos
que creen en Dios; sin embargo, cuando la ciencia contradice su postura,
entonces eligen no escuchar. Por eso me da pena este debate, reflejo de una
sociedad que no sabe dialogar porque ya no sabe pensar. Las posturas no buscan
dirimirse a la luz de la razón sino del sentimiento. Echo de menos el rigor
intelectual, así como la precisión en el uso de la palabra. En fin, por más
triste que sea, para quien sigue el derrotero de ideas en el horizonte contemporáneo
no se trata de una novedad: el pensamiento débil (Vattimo) conduce a la derrota
del pensamiento (Finkielkraut); y, de modo semejante, la muerte de Dios
(Nietzsche) conduce a la muerte del prójimo (Zoja).
La
conciencia es algo maravilloso, un sello de la grandeza del hombre. Pero la
conciencia no es infalible, por eso debe educarse en una permanente confrontación
con la realidad. Y cuando ésta la desmiente, hay que saber corregirse. Por eso
es tan importante abrir el marco de nuestra comprensión: escuchar todas las
voces, mirar todos los ecógrafos, enjugar todos los llantos, poniendo lo mejor
de cada uno de nosotros para que no sea necesario mancharse las manos con
sangre.
Tal como
enseña la etimología, el “aborto” es la “privación del nacimiento”. Es una práctica invasiva que “saca de su
lugar” al embrión (como se saca a un pez del agua). El más fuerte expulsa caprichosamente al más débil. Me gustaría pensar que
estamos todos de acuerdo en que no queremos esto para nuestro país: no queremos
quitarle a nadie su lugar, porque tenemos un país con oportunidades para todos,
un país abierto, como siempre lo hemos sido.
Quien
escribe es cristiano católico. Pero no hizo falta argumentar desde la fe, sino
que bastó con la sola lógica, el solo sentido común. Sin embargo, quisiera
concluir con una cita paradigmática de un libro paradigmático. Pues ningún otro
libro ha influido tanto sobre la cultura universal como la Biblia. Y con ella,
millones y millones de personas han encontrado una hoja de ruta para el
misterio de su existencia. Por eso me parece que corresponde escuchar con
respeto lo que tiene para ofrecer, pues evidentemente ha sabido tocar las
fibras de muchos hombres. Cuando la Biblia narra el primer nacimiento, se nos
dice que la madre, Eva, exclamó: “He adquirido un varón con el favor de Yahvé”
(Gn 4,1). Es una mujer que contempla a su hijo como una bendición de Dios, en
la que le ha tocado un rol privilegiado. Todavía son muchas las que sienten de
esta manera, pero es obvio que hay otras, más de las que uno quisiera, que no
quieren ser servidoras de nadie, ni siquiera de la vida que se les confía.
Insisto lector. Quisiera escuchar tus
resonancias, incluso tus disidencias. Sólo pido respeto y lógica. Confío en la
capacidad del diálogo, de la inteligencia y de la empatía. La descalificación
no es buena para nadie. Somos argentinos todos y sé que queremos lo mejor para
nuestro país.
Andrés F.
Di Ció
andydicio@yahoo.com