Empezamos este domingo un paréntesis en nuestra lectura del Evangelio
según san Marcos. Durante cinco semanas nos abocaremos al capítulo 6 de san
Juan, que trae el llamado “discurso del pan de vida”.
Lo primero que llama la atención es el seguimiento masivo que suscita
Jesús. Hay algo en él, en su forma de predicar, de sanar, que arrastra. La gran
multitud estaba fascinada con sus “signos”. Pues entremos entonces en uno de
los más fuertes.
El pasaje que hoy escuchamos (Jn 6,1-15) es, en primer lugar, un canto a
la providencia. Nos habla del cuidado de Dios que, como Padre bueno, no olvida
a sus hijos sino que piensa siempre en ellos. Como dice el salmo: “Tú les das
la comida a su tiempo; abres tu mano y colmas de favores a todos los vivientes”
(Sal 145,15-16). Contar con la acción de Dios. Un milagro como el de la
multiplicación llama nuestra atención, ciertamente, pero lo importante no está
tanto en lo extraordinario del hecho como tal, sino en la certeza de que no
estamos solos. Por decirlo de otra manera, el realismo no es la mirada
escéptica, descreída, tecnócrata, sino todo lo contrario: la mirada de fe que
reconoce la presencia de Dios y su protagonismo en la historia; la mirada
poética que se deslumbra con el prodigio de la creación, la que cuenta con el
exceso porque sabe que no todo se puede medir. El signo de Jesús dando de comer
a cinco mil hombres habla del obrar de Dios, a menudo discreto pero siempre
decisivo en el curso de nuestras vidas.
Un segundo aspecto a considerar es el de la sobreabundancia, rasgo tan
característico de nuestro Dios. Si en Caná fueron litros y litros de vino,
aquí sobran canastas y canastas de pan. Jesús no quiso simplemente alimentar,
sino dar a conocer la generosidad del Padre, la desmesura de su amor, que no
tiene límites. Quien se acerca a Jesús, no pasa hambre. “Comerán y sobrará”
(2 Re 4,43), había dicho en su momento Eliseo, según escuchamos en la primera
lectura. En un mundo sembrado de falsas promesas es clave entender que “sólo
Dios sacia” (S. Tomás de Aquino). Y los que nos acercamos a él estamos
llamados a replicar su magnanimidad.
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No obstante, la sobreabundancia nace de lo pequeño. Incluso de un
pequeño, de un niño-muchacho (paidárion) que ofrece cinco panes y dos
pescados. Dios gusta valerse de lo insignificante, de lo que el mundo
desprecia. Es su estilo, el estilo del amor creador, que hace surgir la vida
-literalmente- de la nada. Que puede hacer un santo de un pecador. Pero que necesita
(porque respeta) el gesto mínimo de su libertad, de su compromiso, de su empeño
en salir adelante. Creer en Dios no es lo mismo que ser milagrero.
Jesús nos llama a colaborar en su obra, poniendo en juego nuestros talentos,
asumiendo el rol que se nos ha confiado. Sobre esto existe en la Iglesia un
antiguo adagio: la gracia supone la naturaleza.
El signo concluye con la cuestión de la identidad de Jesús. ¿Quién es
éste que da de comer a una multitud? La gente lo reconoce como el profeta
anunciado, como el mesías que debía venir; y en eso tienen razón. Pero su
lectura del signo no está exenta de cierta ambigüedad, pues además quieren
hacerlo rey. Entonces Jesús regresa a la montaña, frustrando la expectativa de
muchos. Él no ha realizado el signo como una fanfarronería sino como un
servicio, para darse a conocer. Puede que también nosotros a menudo nos hagamos
una imagen de Dios demasiado humana, como de bolsillo, la de un Dios que entra
en nuestros esquemas, acomodándose a nuestro afán de control. Por eso pidamos
hoy la gracia de reconocerlo como es, sin distorsiones ni falsas coloraturas,
como aquel que nos salva precisamente abriendo nuestros horizontes.
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