Hasta hace poco la inminente guerra en Siria ocupaba las tapas de
todos los diarios del mundo. Nada parecía detener la escalada agresiva.
Acusaciones y suspicacias recíprocas dominaban el ambiente, mientras los
canales políticos parecían haber agotado sus recursos.
En este contexto el Papa Francisco convocó a una jornada de ayuno y
penitencia. Con tal motivo, en la plaza San Pedro se realizó una vigilia sobria
y profunda. Primero el rosario frente a la imagen de la patrona de Roma, la Virgen Salus Populi Romani. Luego la adoración con textos bíblicos, cantos y meditaciones.
El clamor por la paz se elevó en la víspera romana con un buen gusto del todo
admirable. Qué capacidad tiene la Santa Sede para organizar encuentros de
oración. Cuánta experiencia. Logística y espiritualidad, sentido del tiempo y
del espacio, del afecto y de la mente, de la belleza y de la plegaria. Al
pedido del Papa se sumaron fieles de todas partes del mundo, cristianos no
católicos, miembros de otras religiones así como varones y mujeres de buena
voluntad.
Aquello ocurrió el 7 de septiembre. El tiempo pasó y los ánimos se
fueron aplacando. ¿Qué otro líder alzó tan decididamente la bandera de la paz?
El gesto de Francisco forma parte de la diplomacia vaticana. En su doble
dimensión, visible e invisible, humana y cristiana. Fue un llamado de atención
al mundo entero. Una manifestación contraria a la guerra que hizo saber cuántos
estaban en desacuerdo. Pero también fue una reacción propiamente creyente, una
apelación al poder de la oración en la certeza de que Dios es nuestro Padre. Y de
que a ciertos demonios “sólo se los expulsa con la oración” (Mt 9,29).
Estrategia terrena y celeste a la vez.
Pero nadie parece haber registrado demasiado esta paz al principio
frágil, pero cada día más estable. ¿Quién dio crédito alguno a este triunfo
ignorado? Triunfo en alianza. Del Espíritu que tocó los corazones y de los
hombres que se comprometieron. No lo hizo solo, pero hay que reconocer que el
Papa Francisco obró como buen capitán.
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