Prólogo
Todo nacimiento ha
de celebrarse. La vida irrumpe superando infinidad de obstáculos y en cada
retoño albergamos la esperanza de un mundo más inocente. Hoy celebramos el
nacimiento más decisivo de todos, ése que enciende una llama que no defrauda.
Jesús es el Salvador, el Mesías, el Señor: hijo de María e Hijo de Dios.
Cuerpo
El
relato de Lucas comienza refiriendo el censo decretado por el emperador
Augusto. Esto nos permite entender el insólito viaje de María y José, que dejan
su aldea más allá del embarazo avanzado. Ante todo, el evangelista quiere
destacar el hecho de que Jesús, hijo de José, es descendiente de David. Él es
el heredero esperado en quien se cumple la alianza profetizada por Natán. Pero
además, sutilmente, Lucas nos dice que la historia política está al servicio
del designio de Dios. A su vez, el designio divino se juega en medio de las
realidades temporales. En la multitud de hechos cotidianos, en medio del caos
aparente, el Señor de la historia va tejiendo el admirable tapiz de la
salvación.
Jesús
nace fuera. Fuera de Nazaret, porque había que inscribirse. Fuera del albergue,
porque no había lugar para ellos. Fuera de las previsiones de sus padres, que
habían imaginado recibir de otro modo al primogénito. El marco no es ideal pero
Jesús nace igual. Quizás ésa sea la enseñanza: nace no a pesar de nuestra
pobreza sino a causa de ella. El establo y los animales hablan de una humildad
que se abre de par en par. Son los márgenes por los que nadie disputa y donde
siempre hay cabida. Allí nace y espera con trémulos vagidos; en los tugurios
del alma y en los rincones insospechados de la ciudad. ¿Dejaremos al fin
nuestra triste madriguera? ¿Tendremos coraje suficiente para correr hasta el
pesebre? Fuera nació y fuera habrá de morir; en el monte Calvario, más allá de
las murallas de Jerusalén. Jesús abre caminos en la noche. Nace en un pesebre y
muere en un baldío, aventurándose como semilla primera que recrea el jardín de
Dios.
Jesús
nace para todos, también para aquellos que no le dieron lugar. El ángel es muy
claro al respecto: es una gran alegría para
todo el pueblo. No importa si fue mera
negligencia o egoísmo duro; Él se ofrece, incondicional como todo
lactante. En su tierno corazón no cabe el resentimiento ni los prejuicios. Sólo
cabe el deseo de ser amado y protegido. Qué astucia santa para ganar al hombre.
Y qué bien sabe Dios retribuir el favor. Pues quien acepta el reto, quien se
aboca al Niño, acaba renovado interiormente, alcanzado, conquistado, arropado por
una alegría sencilla pero real. Más real que todas las tristezas de este mundo.
Los
primeros en enterarse son los pastores. El privilegio les llega sin mérito
alguno, como pura gracia. En realidad, hay que reconocerles el mérito de estar
donde debían estar: vigilando sus rebaños durante la noche. La Buena Noticia
prefiere el cauce de la fidelidad oculta y rutinaria. Velar por turnos es
perseverar en comunidad, abiertos al Dios que viene a nosotros por encima de
toda previsión. Hoy somos nosotros los pastores que recibimos el anuncio del Mesías
anhelado. ¿Acaso nos envuelve el mismo santo temor? ¿O es que la Navidad nos resulta
una historia demasiado conocida? Renovemos la alianza. Que no se enfríe el
primer amor. En los planes de Dios, elección significa misión. Demos a conocer
pues, con alegría y audacia, el nacimiento de Jesús. Que todos sepan que Dios
está con nosotros.
Epílogo
Gloria
a Dios en las alturas, y en la tierra, paz a los hombres amados por Él. Jesús nos
muestra el camino de la integración: no hay paz verdadera donde Dios no es
prioridad. No perdamos tiempo en senderos inútiles: Jesús es el Camino, Él es
nuestra Paz.