En la mañana del 24 de diciembre la
Iglesia mira a Zacarías, el padre de Juan Bautista. Lo ve estallando de gozo
por la misericordia de Dios. La escena es conocida, aunque hoy menos que ayer.
Los parientes y amigos rodean a Isabel,
su esposa. Se alegran con ella y la felicitan por el niño recién nacido.
Entonces la elección del nombre da lugar a un cambio de opiniones y todos se
vuelcan a Zacarías para que defina el asunto. Debido a su mudez temporal, toma
una pizarra y escribe: su nombre es Juan (Lc
1,60). En ese instante, cumpliendo el mandato divino por encima de las
tradiciones humanas, la lengua se desata y lleno del Espíritu Santo bendice a
Dios. Bendito sea el Señor Dios de Israel
(Lc 1,68). Hagamos una pausa. No hay necesidad de avanzar; al menos no durante
todo el día de hoy.
Zacarías nos enseña cómo celebrar la
Navidad: bendiciendo. La comida, la bebida, las luces y los regalos quieren celebrar
la inmensa bendición de Jesús. En Él se cumplen todas las promesas y muy
particularmente la que recibió Abraham: De
ti haré una nación grande y te bendeciré. Por ti se bendecirán todos los
pueblos de la tierra (Gn 12,2a.d). Si falta este clima de bendición la
Navidad se vuelve farsa. Cuidémonos de profanar lo santo, cuidémonos porque
sería un sacrilegio. Quizás sea éste el más relegado de los mandamientos: No tomarás en falso el Nombre del Señor
(Ex 20,7). Que haya alegría, mucha alegría pero santa y cristiana. Que nazca de
Jesús y vuelva a Él. Bendigamos con los labios y con el corazón, con los cantos
y las risas, con la comida y la bebida, con rezos y cuentos, regalos y abrazos.
Lo dijo Pablo y también lo dijo Pedro: Bendigan
y no maldigan (Rm 12,14), bendigan
porque ustedes han sido llamados a heredar una bendición (1 Pe 3,9).
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