Sos muy linda, dijo el sacerdote. A Noemí le
brillaron los ojos y se le agrandó la boca. Pero sólo un instante; no es de las
que se dan importancia. Enseguida ya estaba en otra cosa.
El episodio fue toda una epifanía. El cuarto
estaba más bien oscuro pero lo que acontecía era puro resplandor. El teólogo
suizo Hans Urs von Balthasar, quizás el más grande del siglo XX, habló
largamente de la belleza de Dios manifestada en la cruz de Cristo. Una belleza
particular, la belleza del amor que supera los cánones de una estética
superficial y mundana que hoy invade casi todo. De eso se trataba: la
meditación teológica hecha realidad. Ya no había que entender la gloria de la
cruz porque ella irrumpía con la fuerza de lo evidente.
Noemí tiene noventa años.
Tremendamente lúcida, todavía conserva un impecable sentido de la vista y del
oído. Pero está postrada, menos por incapacidad física que por abandono. Pasa
largas horas del día en la soledad más absoluta. Siempre en posición
horizontal. Espero toda la semana que
llegue el domingo, cuando me traen la comunión. La persona encargada de
cuidarla hace mal su trabajo. Se aprovecha, la maltrata, la denigra. Vive con
Noemí como si fuera su casa, pero se comporta de manera cruel.
La anciana soporta la humillación sin rencor, pero
sufre. Y cómo. Llora tenue, sin amargura. La piel un poco ajada y los cabellos
blancos. Se siente cerca de Jesús en la cruz. Lo invoca mientras espera con la
mansedumbre de un cordero. El sufrimiento extremo no hizo mella en su nobleza sino
que logró pulirla. En ella refulge una integridad que no claudica ante el
desprecio. Por eso su cama es como una cátedra. Quien quiere oír, aprende que
la mayor dignidad es la santidad. De su cruz emerge una verdad; la verdad de la
ofrenda. Noemí no reniega de Dios, vive la alianza. Ésa es la belleza
auténtica, la que salva el mundo (Dostoyevski).
Felices los
pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos,
Felices los
mansos, porque poseerán la tierra en herencia
Felices los
que lloran porque serán consolados (Mt 5, 3-5)
Tiene razón el Papa Francisco cuando llama
la atención sobre los viejos. «Cuando un pueblo se olvida de cuidar a sus
ancianos, empezó a ser un pueblo en decadencia, es un pueblo triste. Cuando en
una familia se olvidan de acariciar al anciano, ya anida la tristeza en su
corazón». «Cuidá a los viejos, cuidá la vida de los viejos porque eso es ser
familia. Y no entrés en la moda de que a los viejos se los guarda y se los
desprecia».
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