Viernes
Santo 2105
El viernes santo es un día marcado por el silencio. Silencio que expresa nuestra pequeñez ante un misterio tan grande. Callamos para no estropear con palabras torpes la delicadeza de un amor sin límites. Callamos para encontrar nuestro lugar en el drama de la muerte del Hijo de Dios. Y del silencio emergen sentimientos encontrados que no deberíamos reprimir: tristeza y gratitud, compasión y vergüenza. Por eso el silencio nos ha llevado a la postración. Llegados al altar, caímos rostro en tierra, abrumados por tanto cariño, horizontalmente rígidos, un poco como queriendo morir con Jesús. Pero eso no es todo. Pues también caímos por el peso de nuestras culpas, doblados por la conciencia sucia, tan humillados como Adán el día ése en que escuchó: “Polvo eres y al polvo volverás” (Gn 3,19).
En medio de este silencio
refulge la Palabra de Dios, cuya sabiduría escondida nos pone de pie. Las
lecturas ayudan a entender. En Jesús se cumple la profecía insondable de
Isaías, tan bella como enigmática. Profecía de un servidor despreciado y
abatido que asume en su carne las culpas de los demás. "Él soportaba nuestros sufrimientos y cargaba con nuestras dolencias, y nosotros lo considerábamos golpeado, herido por Dios y humillado. Él fue traspasado por nuestras rebeldías y triturado por nuestras iniquidades. El castigo que nos da la paz recayó sobre él y por sus heridas fuimos sanados" (Is 53,4-5). Lo que nos conmueve no es
tanto el dolor sino el amor que lo lleva a ese extremo. Sin merecerlo, sólo por
amor, Jesús carga sobre sus hombros todas nuestras desobediencias. Se ofrece
sin alarde, sin levantar la voz: “como un cordero
llevado al matadero, como una oveja muda ante el que la esquila, él no abría su
boca” (Is 53,7bc). Tan discreto en su entrega, tan bajo en su servicio,
que no se lo reconoce. La pasión lo ha dejado "sin forma ni hermosura que atrajera nuestras miradas, sin un aspecto que pudiera agradarnos (...) como alguien ante quien se aparta el rostro, tan despreciado que lo tuvimos por nada" (Is 53,2-3). Misterio del mesías oculto. Transcurren
los siglos y la cuestión es la misma. ¿Qué vemos en ese varón exhausto hasta la
muerte? ¿Somos capaces de entrever en ese judío desfigurado la belleza de la
misericordia de Dios? Perdón Jesús, porque muchas veces pasamos de largo,
envueltos en nuestra superficialidad, no queriendo encontrar tu mirada,
sedienta de amor.
Con todo, estamos
aquí reunidos celebrando la pasión. El
tormento de esas horas amargas no fue en vano. Los “fuertes gritos y las
lágrimas” fueron escuchados, aunque no exactamente como Jesús lo hubiera
querido. Hubo muerte y vacío, es verdad, pero no como final desolador sino como
tránsito hacia la vida en plenitud. Porque en el fondo, la muerte de Jesús fue
menos un arrebato violento que una entrega voluntaria. “¿A
quién buscan? (...) Soy Yo” (Jn 18,4-5). “Padre en tus manos encomiendo mi
espíritu” (Lc 23,46). Pidamos la gracia, especialmente hoy, de morir
cristianamente: con ánimo resuelto y la mirada fija en el buen Pastor, sin
escondernos, sin desesperar, confiados en el abrazo cierto del Padre que disipa
todo temor.
Celebrar la
pasión del Señor implica reconocer en la muerte de Jesús el sacrificio de la
nueva alianza. Su muerte no es ruptura sino comunión. En el monte Calvario se
hace efectiva la entrega ritual de la última cena. La carne y la sangre de
Cristo se ofrecen para nuestra liberación, es decir, para que no seamos más
esclavos del pecado. ¡Cuánta necesidad tenemos de ser rociados con esa sangre
bendita! Y sin embargo, cómo nos resistimos. Muriendo
a las tres de la tarde Jesús instituye la hora de la misericordia, hora
correspondiente al sacrificio vespertino en el templo de Jerusalén. Las antiguas
normas de la pascua mandaban que el cordero no tuviera ningún defecto y que se
evitara romperle hueso alguno. Por eso san Juan destaca la inocencia de Jesús: inmaculado
en su corazón, perfecto en su espíritu, cubierto de llagas pero impecable en su
alma. Y por eso es tan significativo que los soldados no le hayan quebrado las
piernas. Como dice el mismo Juan: “esto sucedió
para que se cumpliera la Escritura” (Jn 19,36). Jesús es el verdadero cordero
pascual que reconcilia a los hombres con Dios. ¿Somos en verdad hijos de la reconciliación? ¿O todavía permanecemos bajo el signo del conflicto? ¿Qué dice nuestra vida al respecto? Conociendo la dureza del corazón humano san Pablo insiste: "En nombre de Cristo les suplicamos: déjense reconciliar con Dios" (2 Co 5,20).
“Si el grano de
trigo cae en tierra y no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn
12,24). Por más horrible que haya sido, hoy contemplamos la muerte de Jesús
como una inmensa bendición. Esa tarde se detuvo el corazón del mundo y el universo
entero palideció. Fueron unas pocas horas. Porque luego volvió a latir con
fuerza, sangre y vida nueva. Una sangre que lo irriga todo y que mueve a la
Iglesia a gritar bien fuerte el Evangelio. Una sangre que dilata nuestros
corazones mezquinos y los impulsa a interceder por todos los hombres, sin
ninguna distinción. Por todos murió Cristo, por todos reza la Iglesia. Hoy más
que cualquier otro día. Porque no olvidamos las palabras de Jesús: “Cuando yo
sea levantado en alto, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12,32).
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