Se acerca Dios en pilchas de loquero
J. Fijman
Domingo de sol en Buenos Aires. El calendario marca invierno pero el termómetro dicta primavera. Marcelo entra al santuario y enfila directo hacia la Virgen. Luego de un rato va hacia el Sagrado Corazón. Sólo Dios sabe qué pasa por su mente en esa contemplación devota. Finalmente acaba de rodillas a mi lado. Su delgadez delata que no está comiendo bien. Primero me besa y después me pregunta si tengo algo para que lea. Le entrego el Nuevo Testamento y él lo recibe delicadamente. Como un niño que necesita un cuento me pide que le lea Gálatas 6,1-10. Las palabras le llegan. "Si alguien se imagina ser algo, se engaña, porque en realidad no es nada".
La vida no le ha sido fácil a Marcelo y todavía hoy sufre mucho. Pero la Escritura le ha hecho bien, al menos por un rato. Ahora estamos de pie en la calle y el sol nos baña de la manera más cálida. Las lágrimas corren por sus mejillas. En unas pocas frases repasa su historia de abandono, segregación e insanía. Pero esta vez es distinto. Porque esta vez está feliz: llora de emoción. "Dios me ama". Y me cuenta cómo reza por el padre Gustavo, por mí... me pide que no lo olvide en la oración.
Al final pide la bendición, como siempre, y se marcha sereno. Un alma buena y pura que ni el dolor ni la injusticia pudieron doblegar. Quizás lo que más me asombre de Marcelo sea su falta de rencor y su alegre inocencia de niño. Qué misterio es el hombre y qué extraño ejército se ha escogido Dios para contrarrestar (y vencer) en silencio las tropelías estentóreas.
Porque la locura de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres y la debilidad de Dios es mas fuerte que la fortaleza de los hombres. Hermanos: tengan en cuenta quiénes son los que han sido llamados: no hay entre ustedes muchos sabios, hablando humanamente, ni son muchos los poderosos y los nobles. Al contrario, Dios eligió lo que el mundo tiene por necio, para confundir a los sabios; lo que el mundo tiene por débil, para confundir a los fuertes; lo que es vil y despreciable y lo que no vale nada, para aniquilar lo que vale (1 Co 1,25-28).
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