Navidad es Jesús. ¡Y Jesús significa
tantas cosas!
Quizás el primer aspecto de la navidad sea la alegría, una alegría
importante que no le teme a nada. El ángel dice a los pastores: les anuncio una gran alegría para todo el
pueblo. Todos estamos incluidos en la alegría de Jesús porque todos tenemos
necesidad de una ventana a la eternidad. Muy a menudo nuestras fiestas tienen
algo de opresivo, como los boliches, donde la falta de ventilación acaba por
sofocar el canto. La navidad, en cambio, nos trae la alegría que no defrauda,
la de una presencia fiel que conjura la soledad: Emanuel - Dios con nosotros.
El Señor se acuerda de su alianza y nos visita con su gracia. Sale de sí, de su
inefable plenitud, para compartir nuestro andar clueco. La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. Qué dignidad la
nuestra de sabernos elegidos por Dios. Sentir con orgullo santo que nuestra
carne ha sido desposada por el Creador. Como dice un antiguo himno: non horruisti virginis uterum – no, no
despreciaste el vientre de la virgen, no te avergonzaste de ser uno más, no
rechazaste el pasar escondido nueve meses como cualquier otro hijo de Eva.
Un segundo aspecto concierne el misterio de la Palabra, que se
dice ahora como nunca antes. En un mundo hiper-informado, consumido por la
curiosidad y saturado de micro-mensajes gozamos de la Palabra fundamental, sin
la cual todo se esfuma. La alegría cristiana crece al calor de esta Palabra que
transfigura nuestra existencia. El dolor físico, el agobio psíquico, la
angustia espiritual, toda noche humana gana sentido desde Jesús: las tinieblas no son tinieblas ante ti. Incluso
la alegría es más alegre cuando escuchamos desde dónde venimos y adónde vamos.
Celebrar la navidad es recordar el privilegio inmenso de caminar arropados por
la Palabra que nos dice, en un mismo movimiento, quién es Dios y quiénes somos
nosotros. La meta cristiana es no hablar por cuenta propia, no actuar por
cuenta propia, sino más bien dejarse decir por Jesús: ser auténtica palabra en
la Palabra, de modo que los que nos rodean puedan escuchar en nosotros el verbo
que Dios nos encomendó; precisamente ése, y no otro.
Un tercer aspecto es el del Hijo. ¿Por qué habría de importarme el
nacimiento de un judío en la ignota Belén del siglo I? Porque ese niño es Dios
Hijo. Y de ese modo tiene comienzo una nueva familia. Es gracias a Él que nos
llamamos y en verdad somos hijos de Dios: hijos en el Hijo. La Iglesia es un templo espiritual
cuya piedra angular es Jesús: Hijo de Dios y hermano de los hombres que nos
enseña la tremenda audacia de llamar a Dios Abbá.
¡Cómo nos gusta sabernos hijos de Dios! ¡Cómo lo repetimos mientras se nos
infla el pecho! Y, sin embargo, qué poco reconocemos que nada de eso tiene
sentido sin el pesebre.
La navidad es el misterio de una Alegría invencible, de una
Palabra incandescente, de un Hijo que abre para sus hermanos las puertas de la
casa del Padre.
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