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Mc 16,1-8
Egérthê. El anuncio entra raudo como un puñal.
“Resucitó”. Inicialmente la conmoción es demasiado grande como para entender
todo lo que eso implica. Como mínimo se trata de un cambio de planes. Las mujeres
habían ido dispuestas a completar los ritos fúnebres pero ahora parece que eso
no tiene sentido. ¿Dónde queda entonces la interminable angustia del sábado? ¿Dónde
el peligro de salir tan temprano de casa? ¿Qué hacer con los perfumes que tanto
costó conseguir? En un sentido es como si Dios rechazara su ofrenda. Y sí, la
rechaza no porque le desagrade sino porque ya no tiene razón de ser. El Padre propone,
en cambio, otra cosa, una alegría mayor, la alegría del reencuentro. ¿Querrán
entrar? Ocurre a menudo que somos como el hijo mayor de la parábola, demasiado
aferrados a nuestros usos y costumbres, incapaces de soñar con Jesús, incapaces
de confiar en el poder de la misericordia divina. Podemos entenderlo. Cuando
uno ha sufrido tanto, cuando la realidad nos desencanta sin atenuantes, es
difícil embarcarse de nuevo hacia horizontes de felicidad tan radiante como la
del Evangelio. Pero esa es la invitación y el único desafío que de verdad
importa. Hoy celebramos, más que cualquier otro día, que ningún drama humano
puede arrebatarnos la esperanza. Porque la esperanza vive por siempre en Jesús.
Qué luminoso es el canto de la Iglesia en labios de María Magdalena: Resucitó Cristo mi esperanza.
Por enésima vez cabe la pregunta. ¿Qué
significa la resurrección? Que Jesús es Dios. Que podemos fiarnos de sus
promesas. Que la muerte no tiene la última palabra. Que nuestros pecados han
sido efectivamente lavados. Que el Padre no abandona nunca, aunque nos haga
caminar por oscuras quebradas. Que está en marcha algo radicalmente nuevo,
inaudito, admirable; un germen, un esbozo de eternidad, una aurora de otro
cielo, una melodía tenue pero firme que despierta la entera creación, un eco santo
que reverbera de lado a lado, un aire fresco, limpio, salido de la entraña
misma de Dios, algo así como una fragancia que transporta; una mirada mansa que
disipa todo temor, una palabra que absuelve toda traición, un corazón que late
distinto, con ritmo divino, insinuando ya una inocencia blanca como jamás hemos
podido imaginar.
La resurrección es la brasa que prende
fuego los mares, el reverso luminoso de una historia frecuentemente amarga.
Pero esta abertura abisal se asoma con la cautela de una rendija. Reclama
nuestra fe porque, de hecho, Él “no está aquí”. Entonces caemos en la gran
paradoja: no encontrarlo resulta una buena noticia, aunque cueste sostener la
espera. La vida es inquieta, impredecible, por eso nos madruga una y otra vez
(incluso cuando creíamos haber madrugado). No obstante, el corazón insiste:
¿dónde está Jesús? Existen múltiples respuestas, pero quizás lo más sensato sea
hacer lo que el ángel dice a las mujeres, es decir, ir a Galilea. Jesús quiere
encontrarnos donde todo empezó, como invitándonos a releerlo todo desde esta
nueva clave de comprensión. La historia no es una mueca absurda sino derroche
de sentido. Pero ese exceso sólo se percibe de la mano del Resucitado, cuando
nos anima la certeza de que la muerte ha sido vencida.
El anuncio se torna responsabilidad y
misión. La fe es un don, un talento inmerecido llamado a dar fruto. Jesús no se
aparece a todo el pueblo sino, como dice Pedro, “a testigos elegidos de
antemano por Dios: a nosotros que comimos y bebimos con él después de su resurrección.
Y nos envió a predicar al pueblo”. En cada eucaristía tenemos parte en la cena
del Señor, pero siempre como gracia. “Ustedes no me eligieron a mí, yo
los elegí a ustedes”. Demos gracias por esta inexplicable predilección y
honremos la confianza de nuestro Padre, como testigos alegres de su Hijo, el
Señor Jesús Resucitado. Quiera Dios que la vida nueva brille en nuestros ojos,
perfume nuestros sentimientos y se delate en nuestras obras.
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