Este año quisiera rescatar el hecho de que, pese a todo, Jesús
nace. Como uno que está de paso, fuera de su aldea; como un rechazado, a quien
no se le abre la puerta; como un insignificante, a quien no se le presta
atención; como un perseguido, a quien se lo busca para darle muerte; Jesús nace
igual. Ocurrió así en Belén y así ocurre también hoy. ¿Y nosotros? ¿Dónde
estamos? ¿Qué registramos? Tal vez nos hemos dejado ganar por otros asuntos.
Pero Jesús nace igual. Esa es la Buena Noticia. Él viene a pesar de nuestra torpeza;
o tal vez mejor, debido a nuestra torpeza. Él viene no para ser servido sino
para servir. Pero qué triste si no logramos encontrarlo. ¿Dónde es que ha
nacido? Imposible decirlo desde fuera, porque cada corazón es Belén. Cada uno
deberá descubrir la gruta oculta en su interior, ese rincón insospechado, ese
recodo perdido donde nos espera la mayor de las alegrías. Para saber dónde
estaba Jesús los pastores debieron antes escuchar a Dios que les habló por medio
del ángel (Lc 2,10-12). No se trata de correr en vano sino de dejarse instruir.
Jesús puede nacer donde uno menos lo imagina. Entonces: silencio. Es preciso
callar. Es preciso escuchar. La Palabra se ha vuelto vagido. Pero en ese llanto
entrecortado sigue cantando el amor que mueve el sol y las estrellas.
La Navidad es un misterio de identificación. La Palabra se hizo
carne. Dios se hace hombre en Jesús. Como dice un antiguo himno latino: no despreciaste el útero de la virgen.
El que nace eternamente del seno del Padre divino ha nacido hoy temporalmente
del seno de una madre humana. Y no se escandaliza por ello. No se avergüenza. Por
eso el amor de Dios enciende en nosotros una alegría honda, como si nos
libráramos de una opresión en el alma. No somos malditos. No somos intocables.
No somos la lacra del mundo. Somos la niña de sus ojos. Somos la razón última
del universo. Somos la aventura loca de Dios. Por ti, lo hice por ti.
Jesús es la alianza en persona, la unión irrevocable entre Dios
y los hombres. Por Él y en Él se da el admirable intercambio de nuestra
salvación: el Hijo de Dios se hizo hombre para que los hombres llegásemos a ser
hijos de Dios. Jesús es el “rostro humano de Dios y el rostro divino del
hombre” (J. Pablo II). Estábamos
perdidos como ovejas sin pastor. Ignorantes de nosotros mismos. Irreconocibles
de tanto lastimarnos con falsas promesas. Y entonces llega Él, como cualquier
niño: desnudo, frágil, indefenso, ignorante de nuestras maldades, incapaz de
articular palabra. Lo único que hace es nacer. De momento le basta con hacerse
presente en medio de la noche. Y ya. Eso es todo. Pero ese niño que es Dios
sabe bien lo que ha hecho. Él sabe bien lo que puede un pequeño mofletudo. La
ternura de su carne y de su alma pueden hacer llorar a las piedras. El niño en
el pesebre podría despertar en nosotros el amor dormido. Podría. Tremendo
misterio de libertad. Podemos ser más humanos, tan humanos como hijos de Dios.
¿Querremos?
Navidad es Novedad. Navidad
es Jesús.
1 comentario:
No todos creemos en el Jesús del Cristianismo. Sin embargo, al menos para mí, es imposible no agradecer la verdad de quien transformó en compasión y Fe, el mayor misterio, a aquellos que tocó con su amor incontenible, con su virtud y juramento al Creador. El Servicio hacia una humanidad, que aún hoy, pide a gritos más unión, más consciencia. Somos totalidad, hermanos de todos los Reinos, hijos de la Madre Tierra, pequeñas caras del Ojo de la Providencia. Como usted ha escrito, somos Belén, la oportunidad de nacer a la vida y el mensaje del Maestro Jesús. Gracias por su texto.
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