San Juan evangelista nos dice que, llegada la hora, Jesús amó a los
suyos “hasta el fin”, hasta el extremo, hasta el colmo. Nos amó de un modo
insuperable, como nadie pudo jamás haber imaginado. Él mismo dice que “no hay
mayor amor que dar la vida por los amigos”. En el centro de la pascua está la
libertad del Hijo de Dios. “Nadie me quita la vida sino que la doy por mí
mismo. Tengo poder para darla y poder para recobrarla”. Celebramos
el amor fuerte de Jesús que no sólo es muerte sino también resurrección. Y el
desafío de la vida es entender que su pascua es mi pascua. Como dice san Pablo:
“me amó y se entregó por mí”.
La noche bendita de la última cena Jesús nos dejó dos signos. Nos hizo
dos regalos para que pudiéramos entrar en su misterio. El primer signo es el
lavado de pies. En un gesto por demás elocuente el Maestro se despoja de sus
vestiduras, de su dignidad, y se inclina para limpiar los pies a sus
discípulos. El hecho parece sencillo, ordinario, y en verdad lo es. Pero a la
vez supone una revolución. La autoridad es servicio, es amor humilde que se
abaja para cuidar de los demás. El Creador se ubica a los pies de la creatura
para devolverle su inocencia. Jesús no especula. Se da por entero. El lavado de
pies es el bautismo que todos necesitamos: purificación y consagración. Jesús
no se escandaliza de nuestra suciedad, de nuestros malos olores, sino que se
aboca con infinita ternura sobre nuestros pies llagados. [Como cuando éramos
chicos y papá o mamá nos bañaban. Era uno de los momentos más lindos del día y
lo disfrutábamos tanto nosotros como ellos]. Pedro se resiste porque no
entiende. Y la verdad es que nosotros tampoco entendemos mucho. Cuántas veces
reaccionamos como él, un poco altivos, como si supiéramos, como si fuéramos
suficientemente grandes, como si no necesitáramos de un buen baño de perdón.
Jesús hace la tarea del esclavo, realiza el trabajo ingrato de pagar en
silencio, con su propia vida, por nuestros pecados. Ocupa el lugar del maldito,
del excomulgado, muere como un delincuente, para que nosotros podamos volver a
sentarnos a la mesa del Padre.
El segundo signo es la eucaristía. Jesús se hace comida y bebida por y
para nosotros. Él anticipa su ofrenda en el pan y el vino. La anticipa y la
perpetúa. Desde esa noche y por siempre Jesús está presente en el sacramento
del amor. Él se entrega libremente, sin oponer resistencia. Él es el cordero
sin mancha ni defecto. En la intimidad de la cena desnuda el sentido último de
su misión: cuerpo entregado, sangre derramada. Y el sacrificio sigue vigente.
La ofrenda no caduca sino que permanece fresca en cada altar. Celebrar la misa
es entrar en la pascua, comulgar con Jesús, con su amor generoso, que no sabe
de mezquindades. Pero eso compromete. Por eso nos mandó: “Hagan esto en memoria
mía”. Celebrar la eucaristía es entrar en la dinámica pascual de vivir para los
demás, es renunciar a ser el centro, morir al egoísmo, entendiendo que sólo
encuentra su vida quien la pierde por Jesús.
El lavado y la cena son dos puertas por las cuales entramos a un mismo
misterio. Por un lado, el amor fraterno sólo persevera si come y bebe a Jesús.
Por otro, el culto verdadero sólo es real cuando se prolonga en la caridad
cotidiana. Por eso que el hombre no separe lo que Dios ha unido. Que podamos
siempre contemplar estos dos regalos como una invitación a un amor sin fisuras,
o sea, a una comunión que mira al cielo con los pies bien anclados en la
tierra.
Qué bien nos hace meditar el misterio de la cena del Señor. ¡Cuánto nos
quiere Dios! Sin embargo, todavía no hemos dicho algo fundamental. La entrega
de Jesús se da en un marco de gratitud. Jesús no simplemente toma el pan y lo
parte, signo de su propia muerte, sino que antes da gracias. Y eso lo
celebramos en cada misa. En el centro de la pascua de Jesús no está el
sufrimiento, sino la alabanza al Padre. La agonía en el huerto es dura, los
latigazos duelen horriblemente, las burlas causan tristeza… pero nada supera la
misteriosa alegría de estar en conformidad con la voluntad del Padre. Ese es el
secreto de Jesús. Un secreto que Él sigue gritando a los cuatro vientos. Por eso
una ofrenda sólo es propiamente cristiana cuando nace y culmina en la acción de
gracias, en la eu-caristía.
Señor Jesús gracias por lavarnos los pies. Gracias por quedarte en
nosotros en la eucaristía. Gracias por hacernos sentir tu misericordia que nunca
se avergüenza de nuestros pecados. Gracias por hacerte alimento y bebida.
Gracias por rescatarnos. Gracias por ser el sentido de nuestras vidas. Gracias
por ocupar nuestro lugar. "¿Con qué pagaré al Señor todo el bien que me
hizo? Alzaré el cáliz de la salvación e invocaré el nombre del Señor".
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