Entre las grandes pasiones del hombre encontramos la religión y la política. Basta saber algo de Historia para comprender que la relación entre ambas no es nada fácil. Y esto vale también para muchos cristianos que, a lo largo de los siglos, no han sabido asumir la novedad de Cristo en esta cuestión. En efecto, los hechos muestran la recurrente confusión de planos.
Con ánimo de aporta algo de luz, se transcriben a continuación un par de párrafos de Hans Urs von Balthasar.
Pero, en el Nuevo Testamento, es esencial el hecho de que sobre las estructuras estatales no cae ni un solo rayo de aquella gloria divina que rozaba la teocracia veterotestamentaria y que parecía inseparable de las estructuras de la antigua polis. No existe ni las más mínima sugerencia en el sentido de que el estado pueda configurarse como una especie de reflejo terrestre, de reverbero, de representación de la Jerusalén celeste y de su gloria escatológica. Las estructuras del ordenamiento de la civitas terrestre (como la llamará Agustín) no son nunca «transfiguradas»; por muy fuerte que en la historia de la Iglesia se haga sentir el deseo de una copia terrena del cielo -desde la primitiva teología política que desembocará en Constantino, a las concepciones orientales y occidentales de la Edad Media, y a los intentos recientes de una teología política-, este deseo está desacreditado en el Nuevo Testamento: «La ruptura con cualquier "teología política" que abuse del mensaje cristiano para justificar una situación política, (es) radicalmente un hecho consumado. Sólo en el campo del judaísmo y del paganismo puede darse algo parecido a una "teología política"» [E. Peterson].
Balthasar, Gloria 7, Madrid, Encuentro 1998, 404.
En sí mismo el estado es neutral, pero debe impregnarse de espíritu cristiano. Sus estructuras pueden ser honradas, pero no amadas. No obstante, debe tenerse presente que esa neutralidad puede degenerar en algo monstruoso, o más bien diabólico.
Ahora bien, es muy posible que esta autoridad [estatal] lleguen a ejercerla impíos como lo muestra la situación del Apocalipsis: los reyes de la tierra fornican con la «gran Babilonia, la madre de las rameras y de las abominaciones de la tierra», «y los mercaderes de la tierra se han enriquecido con su lujo desenfrenado» (Ap 17,5; 18,3). En las estructuras de la política y de la economía se instala el anti-dios y la anti-gloria: «cuyo dios es el vientre y cuya gloria es la vergüenza» (Flp 3,19). Lo que en la neutralidad podía aun reconocerse como autoridad de Dios se ha vuelto irreconocible por los sentimientos totalmente antidivinos de los poderosos. Es la hora del martirio de los cristianos; con su sangre dan testimonio de su libertad intangible. En el Apocalipsis se describen «las últimas posibilidades del mundo, la profundidad de las cosas que comienza a desvelarse con Cristo»; aquí «el estado, que aparece como bestia, ocupa el último lugar. Se le pone al desnudo como posibilidad del mundo que se autoglorifica» [Schlier]. Es la personificación en esa bestia del colectivo inhumano y la perversión sin más de la Iglesia celeste humano-divina, cuya «cabeza» personal configura como persona a todo el cuerpo.
Balthasar, Gloria 7, Madrid, Encuentro, 405.
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