La fiesta de la Inmaculada no se termina de
entender sin el trasfondo que nos ofrece la primera lectura. El libro del Génesis
nos trae un relato triste. Es el relato de la caída; una caída que afecta a
todos los hombres. En cada línea se percibe un aire a frustración que podemos
sintetizar en tres palabras: miedo, desnudez, escondite. La Biblia deja
constancia de que algo se rompió: ahora reina la turbación, la vulnerabilidad y
el disfraz. No se trata sólo de un evento pasado, sino de una realidad que llega
a nuestro hoy.
En todo este episodio Eva juega un rol muy
particular. Ella dialoga con la serpiente y es la primera en ceder. Ella ofrece
a Adán el fruto prohibido. Desde entonces Eva es la madre de una familia
lastimada. No se le quitó la alegría de engendrar, pero carga con el peso de
ser madre transmisora de una enfermedad hereditaria.
A la luz de este panorama sombrío, captamos
mejor la figura de María. Ella es la nueva Eva, la llena de gracia; la madre de
santidad, la madre portadora de anticuerpos. Basta contemplar el Evangelio.
Donde reinaba temor, el ángel anuncia “alégrate” y “no temas”. Donde había
desnudez, la vemos cubierta con la “sombra
del Altísimo”; es decir, vestida de Dios. Donde había escondite, la vemos disponible
y generosa: “He aquí la servidora del Señor, hágase en mí…”. María significa un
nuevo comienzo, una existencia libre, sin mancha, sin el lastre de nuestros
padres (porque la culpa pesa).
En este tiempo de Adviento, preparatorio a
la Navidad, dejemos que la Inmaculada nos hable. Señalamos tres aspectos de
entrecruzamiento.
1. María es inmaculada, llena de gracia y
de la presencia del Señor, no por mérito propio sino por puro regalo. Dios la
elige en su misteriosa gratuidad. Pero no sólo eso. Ella es inmaculada, no desde
la anunciación sino desde la concepción. Aquí hay algo muy propio del Adviento.
La concepción siempre es un evento oculto. Tiene que ver con la intimidad de un
varón y una mujer; y tan oculto es que ni siquiera ellos mismos lo saben. Pues
la concepción nunca es un evento cierto sino una gracia a descubrir. Hablar de
concepción es mirar la germinación. Hoy celebramos la discreción de Dios que
obra en lo secreto algo que se va a manifestar mucho después. Frente a nuestra
ansiedad que lo quiere todo ya y de modo rutilante, frente a nuestra desazón
que no sabe discernir la acción sutil de Dios, el Adviento nos invita a confiar
en la mano silenciosa del Señor: “Miren, yo estoy por hacer algo nuevo, ya está
germinando, ¿no se dan cuenta?” (Is 43,19).
2. María es en Cristo el cumplimiento de
las promesas de Dios. En el momento mismo de la caída, en las palabras que el
Señor dirige a la serpiente, escuchamos un vagido de esperanza: “Pondré
enemistad entre ti y la mujer, entre tu
linaje y el suyo”. María es la descendencia que triunfa sobre el tentador,
la mujer que aplasta al dragón ávido de corromper hijos. El Adviento es el
tiempo en que acariciamos la promesa de Dios; y al contemplar a María
inmaculada, sabemos con certeza que no seremos defraudados.
3. Celebrar a María inmaculada es celebrar
lo que Dios ha hecho en ella. Porque se dejó trabajar por el Espíritu del
Padre. Qué bien lo dijo Dante en la Divina
Comedia: “Virgen Madre, hija de tu Hijo” (Paraíso, XXXIII). Sí, hija de tu hijo; María es sin pecado por
el rescate de Jesús. Cristo no había nacido pero en la mente de Dios ya estaba
salvando a su madre. De ese Hijo bendito brota toda santidad y por eso decimos
que María inmaculada es hija de Jesús. Madre en la carne, hija en la gracia.
También nosotros tenemos que nacer de Jesús.
Y para eso avanzamos hacia la Navidad. De modo que, junto con María, “cantemos al
Señor un canto nuevo, porque él hizo maravillas” (Salmo 98).
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