domingo, 8 de diciembre de 2013

Inmaculada Concepción de María

La fiesta de la Inmaculada no se termina de entender sin el trasfondo que nos ofrece la primera lectura. El libro del Génesis nos trae un relato triste. Es el relato de la caída; una caída que afecta a todos los hombres. En cada línea se percibe un aire a frustración que podemos sintetizar en tres palabras: miedo, desnudez, escondite. La Biblia deja constancia de que algo se rompió: ahora reina la turbación, la vulnerabilidad y el disfraz. No se trata sólo de un evento pasado, sino de una realidad que llega a nuestro hoy.



En todo este episodio Eva juega un rol muy particular. Ella dialoga con la serpiente y es la primera en ceder. Ella ofrece a Adán el fruto prohibido. Desde entonces Eva es la madre de una familia lastimada. No se le quitó la alegría de engendrar, pero carga con el peso de ser madre transmisora de una enfermedad hereditaria.

A la luz de este panorama sombrío, captamos mejor la figura de María. Ella es la nueva Eva, la llena de gracia; la madre de santidad, la madre portadora de anticuerpos. Basta contemplar el Evangelio. Donde reinaba temor, el ángel anuncia “alégrate” y “no temas”. Donde había desnudez, la vemos cubierta con la “sombra del Altísimo”; es decir, vestida de Dios. Donde había escondite, la vemos disponible y generosa: “He aquí la servidora del Señor, hágase en mí…”. María significa un nuevo comienzo, una existencia libre, sin mancha, sin el lastre de nuestros padres (porque la culpa pesa).


En este tiempo de Adviento, preparatorio a la Navidad, dejemos que la Inmaculada nos hable. Señalamos tres aspectos de entrecruzamiento.

1. María es inmaculada, llena de gracia y de la presencia del Señor, no por mérito propio sino por puro regalo. Dios la elige en su misteriosa gratuidad. Pero no sólo eso. Ella es inmaculada, no desde la anunciación sino desde la concepción. Aquí hay algo muy propio del Adviento. La concepción siempre es un evento oculto. Tiene que ver con la intimidad de un varón y una mujer; y tan oculto es que ni siquiera ellos mismos lo saben. Pues la concepción nunca es un evento cierto sino una gracia a descubrir. Hablar de concepción es mirar la germinación. Hoy celebramos la discreción de Dios que obra en lo secreto algo que se va a manifestar mucho después. Frente a nuestra ansiedad que lo quiere todo ya y de modo rutilante, frente a nuestra desazón que no sabe discernir la acción sutil de Dios, el Adviento nos invita a confiar en la mano silenciosa del Señor: “Miren, yo estoy por hacer algo nuevo, ya está germinando, ¿no se dan cuenta?” (Is 43,19).

2. María es en Cristo el cumplimiento de las promesas de Dios. En el momento mismo de la caída, en las palabras que el Señor dirige a la serpiente, escuchamos un vagido de esperanza: “Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo”. María es la descendencia que triunfa sobre el tentador, la mujer que aplasta al dragón ávido de corromper hijos. El Adviento es el tiempo en que acariciamos la promesa de Dios; y al contemplar a María inmaculada, sabemos con certeza que no seremos defraudados.



3. Celebrar a María inmaculada es celebrar lo que Dios ha hecho en ella. Porque se dejó trabajar por el Espíritu del Padre. Qué bien lo dijo Dante en la Divina Comedia: “Virgen Madre, hija de tu Hijo” (Paraíso, XXXIII). Sí, hija de tu hijo; María es sin pecado por el rescate de Jesús. Cristo no había nacido pero en la mente de Dios ya estaba salvando a su madre. De ese Hijo bendito brota toda santidad y por eso decimos que María inmaculada es hija de Jesús. Madre en la carne, hija en la gracia. También nosotros tenemos que nacer de Jesús. Y para eso avanzamos hacia la Navidad. De modo que, junto con María, “cantemos al Señor un canto nuevo, porque él hizo maravillas” (Salmo 98).


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