En esta Solemnidad de la Ascensión
celebramos la subida de Jesús a los cielos. Como bien dijera santo Tomás (siglo
XIII), no es una cuestión espacial.[1]
Jesús entra definitivamente en la gloria y ya no se aparece a los suyos como en
los últimos cuarenta días. El tiempo de la asimilación
de la resurrección llega a su fin.
La ascensión es separación. Hay un
corte. Algo se rompe. Tanto los discípulos como Jesús experimentan el término
de sus relaciones tal como las venían manteniendo. En definitiva se trata de
aceptar el límite de toda vida humana aquí en la tierra. Somos peregrinos. Es
verdad que ya no es el corte violento de la cruz, pero sigue siendo un corte.
Por eso esta fiesta invita a contemplar mi hora y la hora de todos aquellos a
quienes quiero mucho. Querer mucho no siempre significa querer bien. Llegará el
día en que tengamos que decir A-Dios. ¿Cómo ensayo esa despedida?
“¿Quién nos
dirá de quién, en esta casa,
sin saberlo, nos hemos despedido?
(…)
Para siempre cerraste alguna puerta
y hay un espejo que te aguarda en vano”.
J. L. Borges, Límites
Lucas nos dice que los discípulos se
postraron en señal de adoración, y que una vez consumada la partida se llenaron
de alegría y alababan al Señor (Lc 24,52-53). Supieron entrar en el designio del Padre. Renunciaron
al capricho, al ánimo posesivo, y se entregaron a su voluntad. ¡Feliz el que
deja ir cuando llega el momento!
La ascensión implica a su vez la
inminencia del Espíritu Santo (Lc 24,49). Los discípulos no saben bien de qué se trata ni
cómo ha de venir. Ciertamente han escuchado al Maestro en diversas
oportunidades, pero de momento no entienden demasiado. Se les pide que
“permanezcan” en Jerusalén y ellos obedecen. El Espíritu se hace presente en la
docilidad, no en la rebeldía. Permanecer en Jerusalén significa permanecer
fieles a la promesa aún en medio de la incógnita.
Por último, la Carta
a los Hebreos presenta la ascensión como el ingreso de Cristo Sacerdote en
el Santuario celestial. Es la Casa del Padre, no un Templo erigido por mano
humana. Y el Hijo vuelve no para estar ocioso sino para interceder por sus
hermanos (Hb 9,24). El cielo no es distancia sino una comunión distinta, acaso más
intensa. De ese servicio, de esa liturgia celeste participamos en la Iglesia, al
modo sacramental: hasta que vuelvas.
Se fue pero volverá. De hecho, ya está viniendo. Permanezcamos en Jerusalén a
la espera del Pentecostés definitivo, del día que nadie conoce (Mc 13,32), el
de la consumación de la historia, cuando Cristo venga a buscarnos y Dios sea,
al fin, “todo en todos” (1 Co 15,28).
[1] Cf. STh III 57,2 ad2: Así como el descenso no debe entender como
movimiento espacial (secundum motum
localem), sino como anonadamiento; lo mismo vale para la ascensión.
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