Unos días atrás, recostado en mi
cama, el silencio de la noche se cortó con un grito furioso de gol.
Comprensiblemente, el padre Gustavo no había podido contener sus sentimientos.
Y enseguida supe que Boca ganaba el partido. Me valgo de esta imagen como un reflejo
pálido, muy pálido, de lo que hoy celebramos. En la oscuridad de la historia,
en el silencio exasperante de la derrota moral, los cristianos pegamos un grito
que rasga la noche como se rasgó en dos el velo del templo (Mt 27,51). ¡Cuánta
angustia contenida! Con Jesús había muerto mucho más que un hombre. La suya fue
la más dramática de las muertes; no tanto por la crueldad del ensañamiento sino
por lo que esperábamos de él. Por eso nuestra euforia.
Tan solo una palabra, “resucitó”,
pero una palabra que no decae nunca (Lc 24,6). Contra viento y marea ella sigue
en pie, firme, serena, con la seguridad mansa del ganador. El mundo suele
alardear de sus alegrías pero la experiencia nos enseña qué poco duran sus
encantos. Sin Jesús toda fiesta es apenas un paréntesis, un destello que acaba
en amargura. Es que en realidad, alegría verdadera sólo hay una, la que hoy
volvemos a cantar: la resurrección de Jesús. Y todas las demás alegrías tienen
sentido en tanto arraigan en esta alegría madre que a veces perdemos de vista.
Y esta alegría es tan grande que no hay mala noticia que pueda quitarnos la paz
(Jn 16,22). Porque si Jesús resucitó, está todo bien. La misma muerte queda
como debilitada. “¿Dónde está muerte tu victoria, dónde tu aguijón?” (1 Co
15,55).
La entrega de Jesús no fue en
vano. Su sangre derramada es vida eterna que llega a nuestras venas por la
gracia del bautismo. Esa vida eterna es mucho más que inmortalidad. Es el
Espíritu latiendo en nuestros corazones, que nos mueve a amar como Dios ama. Junto
con la muerte Jesús también vence el pecado. El llamado a la santidad es un
escándalo, una locura, pero los que conocemos a Jesús sabemos que Él puede y
quiere hacerlo realidad. Su Pascua es una nueva creación, tanto o más admirable
que la primera. ¿Tendremos el coraje de vivir al compás de semejante don?
¿Seremos al fin la imagen bella que soñó en el seno de nuestras madres? No lo
olvidemos: en el bautismo ya hemos muerto y resucitado con él, ahora sólo resta
desplegar el misterio (Rm 6,3-11).
Jesús resucita en la noche, es
decir, la vida surge en las entrañas mismas de la muerte. Por eso lleva las
marcas en su cuerpo: los clavos, las espinas, los azotes. Toda pascua
cristiana, no sólo la de Jesús, tiene que descender primero al abismo de los
infiernos. Puede que sea doloroso pero es necesario. La vida nueva nace de la
verdad, no de la mentira. Podemos reconocer nuestras miserias y nuestros
temores porque no estamos solos. (Nunca estamos solos). Jesús mordió el polvo
de nuestras caídas y bebió el cáliz de la soledad última. Y desde allí nos hace
la misericordia de cargarnos sobre sus hombros de Buen Pastor, devolviéndonos a
la fiesta de la casa del Padre.
La pascua es hoy. Es esta noche santa que nos
congrega sumergiéndonos en el corazón de Dios, de la Iglesia y del mundo. Pero
la pascua también es mañana y el desafío de seguir muriendo para resucitar cada
día un poco más. Decíamos al principio que lo nuestro es un grito en la noche.
Un grito que no todos llegan a escuchar. Por eso pidamos al Padre, especialmente
por los nuevos bautizados, que toda nuestra vida –con palabras o sin ellas–
siga gritando la Buena Noticia de la resurrección.
ἠγέρθη
26.03.2016
A. F. D. C.
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