Paz, paz, sobre los días y las noches cansadas/
de recoger voces falsas*
El hombre es un animal que habla. Y en su capacidad de proferir palabras va tejiendo historias que lo expresan. Lo hace por gusto pero también por necesidad. Necesita espejarse en ciertos relatos que le recuerden –y acaso clarifiquen– el misterio de su identidad. Es por eso que toda cultura tiene sus grandes relatos (y la cultura deriva del culto).
La particularidad judeocristiana está en la pretensión de que su
relato no sea ascendente sino descendente. Esto significa que en las grandes
cuestiones como el origen y el fin, el bien y el mal, la palabra no procede del
hombre sino del mismo Dios. Entonces, como Dios habla, el hombre no adivina sino
que escucha. La pretensión se vuelve más atrevida en tanto restringe la
revelación de Dios en sentido propio a un solo pueblo. La hazaña de Israel consiste
en haber permanecido obstinadamente fiel –a pesar de muchas caídas– al don nada
fácil de la Palabra.
La fe cristiana dice aún más. Dios habla porque es Palabra. Dios
es diálogo, es una eterna comunicación trinitaria. Pero en su inescrutable
libertad ha decidido abrir el juego de ese diálogo amoroso. La apertura ha sido
gradual: primero la creación, luego Israel en sus diversas etapas, y ahora,
finalmente, Jesús. Como dice san Juan, la Palabra se hizo carne y habitó entre
nosotros.
Dijimos antes que el hombre es un animal que habla. Pero hay
momentos en los que calla abrumado por la noche del dolor. Es entonces cuando
percibe la pobreza de su relato y se vuelve especialmente ávido de una Palabra luminosa.
Cansado de los fragmentos anhela la Palabra definitiva, esa Palabra que nunca
declina sino que es capaz de encender la esperanza en la prueba. El cristiano
cree –en el sentido fuerte del término– haber escuchado esa Palabra de Vida que
sostiene el universo entero. Dios mismo se ha dado a conocer, sin velos ni
misterios, sin reservas; Él, la Razón, el Orden, el Sentido, el Amor.
El escándalo se consuma en tanto Dios ha querido decirse en un
hombre. La Palabra se hizo carne. Jesús. El Todopoderoso en un niño. Lo máximo
en lo mínimo. Lo eterno en el tiempo. La transparencia del espíritu en la
opacidad de la materia. La luz de la verdad en la oscuridad del sufrimiento. La
vida en abundancia en el cansancio del peregrino. El Rey en un pesebre. El
Inocente en la cruz.
La Navidad es una historia sencilla, un cuento, el de una mujer
que da a luz. Pero en esa sencillez se esconde una grandeza insuperable. Porque
en ese niño están guardadas todas las demás historias. Él es la Palabra que es
origen y término de toda palabra. En Jesús Dios no sólo nos enseña a hablar su
propio idioma, que es el amor, sino que también nos descubre qué significa propiamente
ser hombre. Creer en Jesús es dejarse introducir en el diálogo trinitario como hijos en
el Hijo. Creer en Jesús es dejarse ensanchar el corazón para sentirnos más hermanos. Por eso el niño del pesebre es todo lo que necesitamos contemplar.
Dios se hace hombre para que su Palabra esté al alcance todos. Y
tanto se acerca que a menudo no lo reconocemos. Por eso la Iglesia alterna en
su liturgia navideña la sencillez del pesebre y la solemnidad del himno teológico. Para que no
olvidemos nunca quién es ese niño. Y para que nuestro hablar, que es nuestro vivir,
tenga una referencia segura y estimulante en el hombre-Palabra, que nació de
María y que se llama Jesús.
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* Jacobo Fijman, Poema X, Hecho de estampas, en: Id., Obra Poética 1, Bs. As., Leviatan, 1991.
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* Jacobo Fijman, Poema X, Hecho de estampas, en: Id., Obra Poética 1, Bs. As., Leviatan, 1991.
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