Una tarde corrió sangre, y desde entonces no ha
cesado de correr. Una tarde la vida y la muerte se enfrentaron... ganó la
amargura y la soledad. Por primera vez hubo homicidio, y fue –de modo
aleccionador– crimen entre hermanos. Ocurrió en los suburbios, porque intuía la
conciencia humana que lo prohibido busca la complicidad del secreto. Es que en
el descampado la fiereza se siente como en casa y el baldío, estéril, cobija
la matanza cual partera. Hubo arrebato y luego vacío. La tierra pareció ensancharse, y por vez primera conoció el hombre lo que es el eco. ¡Qué solo se sintió Caín
esa noche! Siguió lo que nadie cuenta: el llanto y la culpa, el peso de su
propia cárcel. Si tan sólo hubiéramos discutido. Pero el mutismo de esa
acción posee su elocuencia. La daga fue la estocada final. La trama había
comenzado con la incapacidad para dialogar, nutrida por la envidia y el
resentimiento.
Una tarde corrió sangre y desde entonces no ha
cesado de correr. Roja quedó la maleza y subió un clamor poderosamente agudo.
Fue un grito de guerra, reinaba la confusión, y mientras el sol moría se
escuchaban voces que pedían vida y venganza. Llega el Señor e inicia (como
siempre) el diálogo. Cuando hay ruptura aparece el Dios-comunión que abre el
juego. No acusa, no levanta el tono, simplemente pregunta. ¿Dónde está tu
hermano? Caín recuerda el diálogo que sus padres le narraron, y se dice: su
nombre ha de ser ‘Buscador’. Olvida sus lágrimas y se cree valiente; no se
ocultará. Pero ha matado, su inocencia ha sido violada y por ello todo le
representa una amenaza. La amistosa pregunta lo asusta más de la cuenta, y con
su mentira se esconde más vilmente. Con todo, lo peor está por llegar. ¿Es que
hay algo más grave que el fratricidio? Sí: justificarlo. ¿Soy yo acaso el guardián
de mi hermano? Entonces la verdad de Dios (tautología), que apenado invita
a la reflexión. ¿Qué has hecho? La magistral oratoria divina domina la
polisemia; pregunta simultáneamente, y con igual intensidad, por víctima y
victimario.
Desde ese instante se abrió
un espacio para la reflexión, para indagar el misterio de la libertad y del pecado,
para sondear al hombre y su vocación. ¡Tan alto el llamado y tan profunda la
caída! De profundis clamo ad te Domine. Desde lo hondo a ti grito Señor
(Sal 129), comenzó a escucharse una y otra vez. Hasta que en la noche de Caín
brilló una gran luz (Is 9,1), porque nosotros –todos homicidas– recibimos la
visita de ese sol que nace de lo alto (Lc 1,78). Amanecía, se levantaba nuestra
esperanza y llegaba a nuestros oídos el gozoso preludio de nuestra salvación.
Otra tarde volvió a correr
sangre, y desde entonces no ha cesado de correr. Fue, como siempre y como
nunca. Se trataba de la misma batalla pero ahora con distinto resultado.
Sentados a la misma mesa y comiendo del mismo plato... los protagonistas eran
hermanos. Mas no hubo forcejeo sino dolorosa traición: ‘Salve, Rabbí’, y le
dio un beso. Del otro lado, mansa aunque amarga aceptación: Amigo, a
lo que has venido. Trance difícil y rebosante de angustia, pero trance
amoroso y lleno de sentido. En el anonimato del vulgo asistimos a la lección
suprema, la ofrenda de la vida; y en la intimidad del cenáculo accedemos a su
clave de lectura: por ustedes.
Otra tarde volvió a correr
sangre, y desde entonces no ha cesado de correr. Es que esa tarde volvió a
correr la vida, y los peregrinos se amontonan en torno al escondido manantial
que brota de la cruz. Brota de las llagas y del costado traspasado, se prolonga en las heridas de tantos sufrientes,
se hace presente en los altares del mundo entero. Esta sangre también trae su
mensaje y, en efecto, habla más fuerte que la de Abel. La veo impregnar
el leño, recorre palmo a palmo el madero pero nunca toca el suelo. No hay
derroche porque presurosos acuden de mil partes distintas a la sobria ebriedad
de la Salvación. Y mientras, indigno, veo en sus brazos abiertos el perdón que
no merezco, y la voluntad infinita de abrazarme, recuerdo su enseñanza: mi
sangre es la verdadera bebida. Pues entonces, Maestro, te pido que ella
nunca deje de correr.
A. F. D. C.
1/1 - 22/2 de 2005
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