La Iglesia nos introduce en el triduo
pascual celebrando la Cena del Señor. El estilo de san Juan evangelista nos
hace mucho bien. Su tono es cálido y solemne a la vez; quizás por eso su mirada
puede revelarnos la intimidad del cenáculo sin perder un sano sentido del pudor. Por
él nosotros estamos allí, con los discípulos, participando de sus sentimientos,
que son los nuestros, algunos torpes y otros sublimes.
En el centro de esta tarde está el amor. "Sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin" (Jn 13,1). Qué admirable es la conciencia que Jesús tiene de su
hora. Qué lucidez para mirar de frente el tramo final de su existencia. El amor
es ojo, decía un cristiano medieval. Pidamos como primera gracia no negar la
realidad sino asumirla con humildad y coraje, sabiendo que no estamos solos –nunca
estamos solos– sino siempre bajo la mirada cariñosa del Padre eterno.
El lavado de los pies es una escena
ordinaria y majestuosa, como el mismo Jesús, que es hombre y es Dios. Con un
gesto sencillo y profundo el Maestro nos enseña la lección suprema del amor.
Hablamos tanto del amor y, sin embargo, qué poco entendemos. Por eso vale la
pena contemplar a Jesús que en medio de la cena se levanta. Se levanta para
abajarse. Y se quita el manto como quien renuncia libremente a lo que el mundo
entiende por dignidad. Se quita el manto obligándonos a mirar más allá de las
apariencias. “El que quiera ser el primero, debe hacerse el último de todos y
el servidor de todos” (Mc 9,35). Jesús predica con el ejemplo. En el reino de
los cielos el más grande es el que sabe ser el más pequeño. La verdadera autoridad
no sigue la lógica de la fuerza ni la del prestigio sino la del amor, que se
inclina sobre las llagas en silencio, sin alarde, sin preguntar quién, ni cómo
ni por qué. Cuánto necesitamos todos de la medicina del amor paciente,
generoso, humilde y sincero.
Jesús condensa su misión en el lavado de
los pies, que es tarea propia de los esclavos. “El Hijo del hombre no vino a
ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate por una multitud” (Mc
10,45). Recordémoslo una vez más: su servicio no reside en el sufrimiento como
tal sino en ese amor suyo tan insólito, que genera primero incomprensión, luego
escándalo y finalmente rechazo. No pensemos solamente en Pilato, los escribas y los sumos sacerdotes. ¿Acaso no somos todos un poco como Pedro que resiste el
amor humilde de Jesús? Perdón, Señor, por las veces en que te hacemos frente,
por las veces en que nos defendemos de tu amor cuando en verdad lo necesitamos
tanto. Hoy queremos dejar de lado nuestro orgullo y aceptar agradecidos tu
amistad tan delicada, la que nos rescata una y otra vez de todas nuestras
locuras.
Junto con el ejemplo del amor fraterno
Jesús nos regala en esta cena la eucaristía. Es el mismo abajamiento, el mismo misterio
de amor servicial pero ahora expresado de forma ritual. En el pan y el vino se
hace presente la entrega de Jesús; su cuerpo partido y su sangre derramada. Esa
sangre que nos lava el alma porque es la del cordero inocente, la de aquel que
se ofrece manso y libre como ninguno. Ese cuerpo que nos da pertenencia y nos
hace familia porque nos saca de la auto-referencialidad que tanto nos daña y
nos arraiga en el corazón de la Iglesia y de la misma Trinidad.
El signo eucarístico es fuerte: Jesús se
hace alimento para dejarse comer en la certeza de que su muerte es vida para
los demás. Por eso acercarse a la mesa del altar es entrar en la escuela de la
eucaristía como escuela de renuncia al egoísmo. Comulga bien quien entiende que
ya no vive para sí; ni siquiera comulga para sí, sino por y para otros, para el
Cuerpo de Cristo que es la Iglesia y que sufre en tantos hermanos. Comulga bien
quien entiende que comulgar es dejarse asimilar por Cristo, asumiendo su estilo
despojado al punto de llegar a ser lo mismo que consumimos: cuerpo que se parte
como pan que fortalece y sangre que se derrama como vino que sabe a fiesta.
En la cena está la clave de la pascua: el
amor es sin doblez. Jesús nos llama a ser discípulos de una sola pieza: en la
calle y en el templo, en el trabajo y en el culto. “Cada vez que lo hicieron
con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo” (Mt 25,40). Hoy
recibimos un doble mandato: servir en silencio y celebrar con gratitud. “Que el
hombre no separe lo que Dios ha unido” (Mc 10,9).
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