Magdalena se adelanta a todos y va de
madrugada al sepulcro. Ella simplemente va; no para cumplir una tarea en
particular sino sólo por estar. El amor reclama presencia. Y evita la
postergación. “Temprano, temprano despierta mi oído, para escuchar, igual que
los discípulos” (Is 50,4).
El evangelista nos dice que ella avanza
en la oscuridad, envuelta en las tinieblas que evocan las amargas sombras del rechazo
de Dios (Jn 1,5). Es una mujer indefensa, una luz humilde que brilla movida por
el instinto. Suficiente para Dios, porque a Él le gusta honrar la ofrenda del
pobre. “Mecha mortecina no apagará” (Is 42,3).
En un contexto donde se supone que ya
está todo dicho, Magdalena asiste a un concierto de novedades: la piedra
corrida, el sepulcro vacío, las vendas en el suelo y el sudario prolijamente
enrollado en un lugar aparte. Indicios de que algo nuevo está en marcha. Pero
ella no se percata. La escena es ambigua y lleva a confusión. Por eso
Magdalena, perpleja, desbordada, sin mucha claridad, corre en busca de Pedro y
del discípulo amado. Corre al seno de la Iglesia madre para confiar la
inquietud que le acelera el corazón.
Pedro entra y ve. Juan entra, ve y cree.
Pero el evangelista agrega: “Todavía no habían entendido que, según la
Escritura, debía resucitar de entre los muertos”. ¿Es que se puede creer sin
entender? Quizás estemos ante un itinerario espiritual: ver, creer, entender.
El ojo ve, el corazón cree, la inteligencia entiende. El ojo registra, el
corazón intuye, la inteligencia articula. El mismo Jesús le había advertido a
Pedro: “No puedes entender ahora lo que estoy haciendo, pero más tarde lo conocerás”
(Jn 13,7). En otro contexto san Agustín recuerda la traducción griega de Isaías
7,9: si no creen, no entenderán. “No
entiendes para creer, sino que crees para entender. La fe es la tarea, el
entenderlo es la recompensa” [1].
Podemos pensar la Pascua como un camino de progresión en la fe que culmina en
la gracia de Pentecostés. El Señor Jesús hará el intento de convencer nuestros
corazones duros, pero necesita que nos pongamos en camino, que deseemos eso que
nos quiere enseñar. El principio del Evangelio ya anticipa el final: “ven y lo
verás” (Jn 1,39). Conocer la intimidad del Maestro supone una apuesta. Sólo quien
suelta amarras y se adentra en el misterio llega a ver lo que ningún ojo pudo
ver (cf. 1 Co 2,9). Por eso, tienen razón Los Piojos cuando cantan “desde lejos no se ve”. ¿Querremos
acercarnos en la fe, sin demasiadas luces pero en la certeza de que no seremos
defraudados?
[1] Agustín, Sermón 229G,4. Curiosamente, en el pasaje que nos ocupa
san Agustín interpreta la acotación del evangelista en el sentido de que el
discípulo le creyó a María Magdalena que se habían llevado a Jesús. “Así, pues,
vio y creyó. ¿Qué creyó? ¿Qué creyó sino lo que había dicho la
mujer, a saber, que habían llevado al Señor del sepulcro? Ella había dicho: Han llevado al Señor del sepulcro y no sé
dónde lo han puesto. Corrieron ellos, entraron, vieron solamente las
vendas, pero no el cuerpo, y creyeron no que había resucitado, sino que había
desaparecido” (Serm.
229L,1).
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