25.XII.2019
Isaías
52,7-10. Salmo 97,1-6. Hebreos 1,1-6. Juan 1,1-18
Isaías
da la nota inicial de esta fiesta grande. La Navidad es hermosura y es alegría.
Es la celebración del amor de Dios que se arrima hasta nosotros de un modo
inaudito. Sabemos cuántas locuras hace el mundo, nosotros mismos, por encontrar
la hermosura y la alegría. También sabemos que si las buscamos lejos de Jesús
quedamos defraudados. Isaías grita la verdad de todos nuestros deseos: Dios
reina. Dios salva. Dios consuela. Entonces corremos al encuentro del Gran Rey.
Pero ¿qué vemos? Un niño en una gruta. No es precisamente la imagen que
teníamos en mente. Pensábamos de otro modo la gloria de Dios. En verdad es todo
un camino aceptar a Jesús en su sencillez, en su desvalimiento, en su pobreza.
Cuántas veces quisiéramos una presencia más contundente, menos vulnerable. Pero
Él llega así, y así habita entre nosotros: como uno de tantos, humano hasta la
médula, tan humano que es la Imagen del Padre; o más bien al revés. En Jesús se
encuentran de un modo admirable el misterio de Dios y el misterio del hombre.
Se encuentran para no separarse nunca jamás.
La
alegría de la Navidad es la alegría de la nueva alianza. Jesús es la comunión
en Persona, la reconciliación total, el amor divino en carne humana. Celebramos
este escándalo para levantarnos de tantos otros escándalos que nos humillan.
Escándalos que desfiguran el rostro de
la Iglesia. Miramos a Jesús en Belén, junto con María y José, para limpiar el
alma. Entre tantas corridas y angustias, en medio de tantas tareas fútiles que
nos hacen sentir importantes, queremos detener la marcha y callar ante lo
único, El Único, que merece nuestra máxima atención. Queremos, necesitamos
imperiosamente, reconocer la grandeza de ese Pequeño. La paz es el fruto de la
adoración. Pidamos al Espíritu Santo que nos enseñe a estar en silencio, de
rodillas, rendidos ante el Hijo, que no sólo nos abre al misterio del Padre
sino que también nos dice quiénes somos.
En
cada uno de nosotros late un dilema. Es el drama de toda sociedad: escuchar o
no al Niño. Una parte nuestra quiere hacer oídos sordos a la razón. Y así nos
va. Otra parte nuestra reconoce estar perdida. Por eso pide luz. Pide una
palabra. Jesús es esa Palabra que Dios nos regala para volver a casa. Es la
Palabra más tierna que se haya oído jamás. Y sin embargo no es fácil
escucharla. Porque desarma. Porque exige cambiar. Quizás por eso nos gusta el
ruido. Por no escuchar el llanto de Belén que nos llama a la cordura. Cuántas
veces la furia ciega de los adultos cede ante la inocencia de los niños. Eso
mismo ocurre cuando contemplamos a Jesús. Desnudo nos desnuda. En su presencia
se disipan nuestras tinieblas. Él es la Sabiduría más alta en el lenguaje más
llano. Sí, lo más importante dicho del modo más ordinario, más universal, más
accesible. La Palabra se hizo carne. Dios habló nuestro idioma para enseñarnos
el suyo. O sea, el Hijo de Dios se hizo hombre para que el hombre pudiera ser hijo
de Dios.
Jesús
es todo lo que tenemos que saber, de nosotros mismos y de Dios. La felicidad no
son libros, ni dinero, ni poder, ni placer. La felicidad es una Persona. En Él,
como dice el salmo, “los confines de la tierra han contemplado el triunfo de
nuestro Dios”. La Navidad es Buena Noticia porque celebramos que nada es más
fuerte que el amor de Dios. Existe la tristeza de la incomprensión, la soledad
del abandono, el sufrimiento de la enfermedad, la vergüenza del pecado, la
devastación de la muerte. Existe todo eso, pero en medio y por encima de eso,
existe Jesús.
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