En
la Iglesia el día de Navidad dura ocho días. El “siete más uno” nos dice que en
Jesús el tiempo se abre a nueva dimensión. Primero por la encarnación, luego por
la resurrección. Él hace nuevas todas las cosas. Y así como en Jesús comienza
una nueva historia, en Él también comienza un nuevo año. Por eso hoy queremos
dejar a los pies del pesebre el año 2019 que se va y el año 2020 que llega.
¿Qué será del 2020? La respuesta no depende tanto de la futurología sino de
esta otra pregunta: ¿Qué lugar le daré a Jesús en los próximos doce meses? La
clave del año que empieza no está fuera sino dentro, en nuestro corazón, en
nuestro deseo de caminar en alianza con el Niño de Belén.
La
bendición está servida. Sólo resta inclinar la cabeza y dejarse bañar por la
gracia. Porque en el fondo, ¿qué es la maldición sino la propia incapacidad de
abrirse a Dios? Todo es gracia, dice santa Teresita. Sí, todo es gracia aunque
sea una cruz. O mejor dicho: toda gracia nace de la cruz de Cristo y tarde o temprano
nos une a ella.
Si
la octava de Navidad culmina en la contemplación de María es porque nadie como
la Madre de Dios para adentrarnos en el misterio de la Palabra hecha carne. Te
pedimos, María, que nos enseñes a sostener en brazos a tu Hijo, al Pequeño, y
que no nos asustemos ante tanto don, ante su delicada respiración. Que tampoco
nos asustemos de nuestro pasado, de la torpeza que hiere nuestra memoria
diciéndonos que una vez más lo estropearemos todo. Madre necesitamos paz. Paz
para el mundo pero antes paz en el propio corazón. Una cosa no viene sin la
otra. Danos el gustar de tu presencia, que siempre nos remite a Jesús. Porque,
como escribe Pablo, Él es nuestra Paz.
El
Evangelio según san Lucas cuenta que al nacer Jesús unos pastores de la región
recibieron la visita de un ejército de ángeles. Qué curioso: ¡un ejército de
paz! ¿Y qué cantaban? Gloria a Dios en el
cielo y en la tierra paz a los hombres amados por Él (Lc 2,14). La paz no
es principalmente una conquista sino un don. La paz surge cuando nos dejamos
querer por Dios. Dicho de otro modo: la paz humana pende de la gloria divina. En
Jesús la gloria de Dios tiene rostro humano. Por eso la antigua bendición de
Israel nos resulta ahora más cercana: Que
el Señor te descubra su rostro y te conceda la paz (Nm 6,26).
En
este comienzo de año pedimos la gracia de hablar con Jesús cara a cara, como
hacen los amigos. Y de contemplar en silencio su misterio, que nos confirma en
el amor de los hijos de Dios. En definitiva, si la Iglesia celebra hoy a María
es para seguirla en su actitud de discípula, por la que conservaba y meditaba estas cosas en su corazón (Lc 2,19). Ella nos
muestra así el camino a Jesús. Pues, como enseña san Ignacio, “no el mucho
saber harta y satisface el ánima, mas el sentir y gustar de las cosas
internamente” (EE 2).
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