Gn 18, 20-21. 23-32; Sal
137, 1-3. 6-7a. 7c-8 ; Col 2,12-14; Lc 11,1-13
La escena evangélica de este domingo empieza de un modo que aparenta
intrascendente. “Un día, Jesús estaba orando en
cierto lugar, y cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: «Señor,
enséñanos a orar, así como Juan enseñó a sus discípulos»” (Lc 11,1). Lo que
parece un detalle anecdótico nos sumerge de lleno en el centro de la cuestión. Se
trata de la santa inquietud que todo cristiano debiera sentir frente a la oración.
Preguntarse una y otra vez cómo hay que rezar. Con humildad, con actitud de
discípulo, como verdadero aprendiz. Porque quien siente que ya lo entendió
todo, en realidad no entendió nada. Prestemos atención a san Lucas cuando dice:
“un día”, todos los días; “en cierto lugar”, cualquier lugar; “un discípulo”,
todos nosotros.
En la
tradición judeocristiana rezar supone una comunicación auténtica, un encuentro
personal. De hecho, la palabra griega proseujomai
hace referencia a una salida de sí: no sólo súplica sino también atención,
dedicación, adoración. Lo mismo se refleja en nuestro idioma castellano: ‘orar’
viene del latín os/oris, que
significa ‘boca’. Orar es hablar a alguien que me escucha y que a su vez
responde. No es una técnica de respiración, ni una postura corporal ni un
estado espiritual. Todo eso puede quedar incluido, pero lo esencial siempre
será el encuentro. No cedamos a la tentación de instrumentalizar la oración ni la confundamos con una gratificación anímica. La oración verdadera busca el encuentro y por
eso, cuanto más auténtica, más gratuita; es decir, menos funcional.
Esto nos
muestra que, detrás de algo tan concreto como la oración, late la pregunta
crucial sobre la identidad de Dios. Pues uno reza según la imagen de Dios que
tenga. A un ‘Dios mostrador’ le corresponde un determinado modo de oración. Por
eso cuando a Jesús le preguntan cómo rezar, su respuesta es: “Digan: Padre” (Lc
11,2). Jesús empieza destacando la identidad de Dios, que orienta toda la
plegaria cristiana. Él es Padre. Debemos relacionarnos con Dios como un hijo lo
hace con su papá. Y en eso se nos va la vida. Uno puede permanecer largos ratos
con esa sola invocación: Padre… Padre. Dejar que se haga carne en nosotros la
experiencia de la paternidad de Dios.
El riesgo de
olvidar el padrenuestro existe. Se podría pensar que la mística más sublime va más allá de estas fórmulas casi infantiles. Y sin embargo, de eso se trata; de ser niños. En el padrenuestro está todo lo que
necesitamos. Es un verdadero tesoro, un concentrado exquisito que resume todas
nuestras búsquedas. Él basta para campear experiencias muy difíciles
en la vida. Meditar una a una sus partes significa transitar el camino de
aquello único que cuenta: Padre, hágase
tu voluntad, danos hoy nuestro pan, perdónanos… Muchas veces preferimos un
fárrago de palabras y no entendemos que más valdría animarse a calar hondo en
esta oración elemental.
Es que rezar bien supone perseverancia. “Yo les
aseguro que aunque él no se levante para dárselos por ser su amigo, se
levantará al menos a causa de su insistencia y le dará todo lo necesario” (Lc
11,8). ¿Por qué somos tan inconstantes? Porque confundimos el deseo con las
ganas. Las ganas son volátiles, pasajeras, van y vienen. El deseo en cambio,
reposa en el corazón. Es preciso conectar con nuestros deseos profundos y
permanecer en el ámbito de los anhelos esenciales. Y cuando no encontramos
respuesta, aprender a perseverar. San Agustín enseña que la dilación de Dios
ensancha nuestra capacidad de recibir. Pero sólo si perseveramos. Si somos
pusilánimes, si somos estrechos de corazón y nos retiramos, nos quedamos sin nada.
También el pasaje de Abraham nos muestra la
perseverancia (Gn 18). Pero además, el regateo audaz del patriarca nos enseña que la oración verdadera se
abre a las necesidades del prójimo. Tanto Abraham como el vecino de la parábola
piden por otros. Quien se abre sinceramente a Dios, aprende a sentir con los
demás. Pues reconocer a Dios como Padre implica reconocer a los hermanos.
Después de todo esto uno vuelve al inicio y se pregunta cómo rezar.
Ahora somos más conscientes del camino; conocemos su atractivo pero también su
desafío y su dificultad. ¿Cómo hacerlo bien? ¿Cómo no tropezar aquí y allá?
Jesús mismo nos da la clave: invoquen al Espíritu Santo. “Si
ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más el
Padre del cielo dará el Espíritu Santo a aquellos que se lo pidan!» (Lc 11,13).
Sí. El Espíritu es el “maestro interior” (S. Agustín). Qué bien lo dijo san
Pablo: “El Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad porque no sabemos orar
como es debido; pero él intercede por nosotros con gemidos inefables” (Rm 8,26).
Él nos mueve a llamar a Dios: Abbá,
Padre (Rm 8,16). No necesitamos más. Démosle protagonismo al Espíritu y él nos
guiará en el arte de rezar. Hagamos la prueba y veremos hasta qué punto es
capaz de gestar la comunión, no sólo en la intimidad del corazón sino
ayudándonos a desplegar por entero una vida propiamente cristiana.