domingo, 16 de septiembre de 2007

Cuestión de lenguaje

Escribo las siguientes líneas no tanto como un manifiesto apologético sino como una herramienta, un intento de respuesta para todos aquellos a quienes tanto quiero y me/se preguntan por la postura católica ante las relaciones (genitales) prematrimoniales.



No tengo cuerpo. Soy cuerpo. Lejos de ser un sofisma, se esconde aquí una de las claves de comprensión para la propuesta bíblica. En efecto, la visión del hombre que emana de la Biblia es la de una unidad radical: unidad corpóreo-espiritual. Esta antiquísima verdad heredada del pueblo hebreo se ve hoy corroborada –cuánta agua bajo el puente- por la ciencia. Habrán escuchado hablar de “somatización”. Es un neologismo, una palabra nueva que proviene del griego y quiere decir algo muy viejo. Soma (swma) significa cuerpo, y por tanto sería algo así como “corporización”; el diccionario lo explica como un “transformar problemas psíquicos en síntomas orgánicos de manera involuntaria” (RAE). Lo que queda implícito es que hay una conexión entre cuerpo y espíritu, no son dos magnitudes independientes; y prueba de esto son tantas malas contestaciones asociadas a dolores de cabeza, u otras tantas úlceras fruto de conflictos emocionales alejados de gérmenes y bacterias. Del mismo modo sabemos que el buen o mal ánimo es decisivo en cuanto a las defensas y convalecencias.

Por todo lo dicho: no tengo cuerpo, soy cuerpo. Es hora de abandonar los usos y comportamientos dualistas, que nos desgarran y nos engañan creando una suerte de esquizofrenia interior. El cuerpo no es algo extrínseco, algo ajeno de lo cual dispongo asépticamente sino que me afecta íntimamente. Nuestra manera de expresarnos es corporal: desde las palabras hasta las caricias, todas nuestras manifestaciones se valen del cuerpo. Y al decir esto damos gracias a Dios y nos gozamos. Aquí no cabe la vergüenza ni el desprecio a la materia. ¡Cuánta riqueza de otros nos llega de este modo (y no hay otro)! Mucho ayudaría, pienso, tomar más conciencia y reflexionar sobre el lenguaje corporal.

Y aunque este tema podría seguir siendo desarrollado con eventuales comentarios para las relaciones humanas y la pedagogía, nos preguntamos ¿qué nos dice esto a la hora de pensar las relaciones prematrimoniales?

Supongamos primero que alguien quiere honestamente buscar la verdad, descubrir un orden, una ética que guíe su conducta. Porque muchos hay que todo esto les tiene sin cuidado, y entonces el diálogo carece de sentido. Supongamos también que el cuestionamiento es sincero y se enmarca en una relación que quiere ser seria: “¿Por qué no podemos tener relaciones prematrimoniales sin nos queremos?” ¿Estás dispuesto a pensar mi visión?

Fenomenología del acto conyugal
Creo que una aproximación interesante sería pensar la coherencia. Así como se puede mentir con las palabras, también se puede hacerlo con el cuerpo. De hecho, la mentira más triste de toda la Historia fue muda: “¡Judas, con un beso entregas al Hijo del hombre!” (Lc 22,48). Lo que entra en juego es la distancia que se abre entre lo que se expresa corporalmente y lo que se vive.
De los posibles accesos al acto conyugal –ciertamente limitados por la no-experiencia- hay uno que sin ser el principal me parece el más fuerte y expresivo a nivel simbólico: la desnudez. Se trata de un despojo, de una revelación, de una epifanía. Es una mostración que debiera estar corroborada por la desnudez espiritual; transparencia que suele ser ardua. El lenguaje corporal de la desnudez -todo yo ante todo vos- implica (por supuesto no ipso facto) la abolición de los secretos y las máscaras. Ya no hay reservas. Ahora bien, mientras no haya matrimonio habrá más o menos reservas, pero reservas al fin.

Otro acceso, quizás el principal, es el carácter definitivo. Hay en la vida hechos que dejan huella indeleble. Aunque queramos minimizarlos están allí con toda su fuerza, y siguen vigentes en nuestro historial. La primera relación conyugal es uno de esos casos, y por ende supone un tesoro a custodiar. Una experiencia única que no estoy dispuesto a regalar, que no quiero que sufra la frustrante inconstancia del picaflor. Y no sólo por mí. Deseo decirle a mi cónyuge que lo estuve esperando y me he reservado. Sólo para él. La fenomenología del acto conyugal nos dice que es una relación de exclusividad. No hay lugar para terceros. Pero mientras no haya matrimonio, habrá reservas al respecto.

El tercer aspecto es el de la unión fruto de la mutua entrega; “se hacen una sola carne” (Gn 2,24). Para la mentalidad bíblico-hebrea (que es la cristiana) “carne” es la persona toda, y no sólo su cuerpo. Dado lo evidente de la cuestión seremos breves. ¿Se corresponde esta unión íntima y puntual con lo que la pareja vive cotidianamente? ¿Están sus proyectos así de indisolublemente unidos? Mientas no haya matrimonio, está claro que quedan cosas por entregar.

En el caso de quienes no conviven el doble mensaje es notorio: ni siquiera comparten el techo y pretenden compartir el misterio mismo de sus personas. Pero también para quienes conviven hay una invitación a la reflexión. Si se objetara que tales reservas no existen, yo me permito preguntar porqué entonces no se da el paso final. Si para tantos enamorados el matrimonio es motivo y fuente de alegría, porqué este enamorado en particular no acierta a manifestar su amor irrevocable. ¿Asomará quizá algún temor? Si se trata sólo de papeles, ¿por qué tanta historia en firmarlos? Es curioso que no se ratifique de puño y letra lo que se pretende expresar corporalmente. Pareciera más bien que lo que no se quiere entregar es la palabra, el compromiso, el futuro, la vida… reservas.

* * *

Hablemos ahora en positivo (aunque sean dos líneas). ¿Qué es el matrimonio? Es atarse libremente a alguien, es afirmar tan rotundamente el mutuo amor al punto de desafiar al futuro. Es no reservarse ninguna carta, y eso es ciertamente una aventura; yo diría que es una jugada mucho más osada que cualquier flirteo ocasional. También es soñar y pensar a largo plazo dejando que otros –los hijos- se aprovechen de ese amor. “Eso también pueden los no casados”. Sí, pero no pueden darles a los hijos la seguridad, la certeza de que se han jurado, en matrimonio, amor hasta la muerte.

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