jueves, 25 de diciembre de 2014

Lucas 2

Prólogo
Todo nacimiento ha de celebrarse. La vida irrumpe superando infinidad de obstáculos y en cada retoño albergamos la esperanza de un mundo más inocente. Hoy celebramos el nacimiento más decisivo de todos, ése que enciende una llama que no defrauda. Jesús es el Salvador, el Mesías, el Señor: hijo de María e Hijo de Dios.

Cuerpo
            El relato de Lucas comienza refiriendo el censo decretado por el emperador Augusto. Esto nos permite entender el insólito viaje de María y José, que dejan su aldea más allá del embarazo avanzado. Ante todo, el evangelista quiere destacar el hecho de que Jesús, hijo de José, es descendiente de David. Él es el heredero esperado en quien se cumple la alianza profetizada por Natán. Pero además, sutilmente, Lucas nos dice que la historia política está al servicio del designio de Dios. A su vez, el designio divino se juega en medio de las realidades temporales. En la multitud de hechos cotidianos, en medio del caos aparente, el Señor de la historia va tejiendo el admirable tapiz de la salvación.


            Jesús nace fuera. Fuera de Nazaret, porque había que inscribirse. Fuera del albergue, porque no había lugar para ellos. Fuera de las previsiones de sus padres, que habían imaginado recibir de otro modo al primogénito. El marco no es ideal pero Jesús nace igual. Quizás ésa sea la enseñanza: nace no a pesar de nuestra pobreza sino a causa de ella. El establo y los animales hablan de una humildad que se abre de par en par. Son los márgenes por los que nadie disputa y donde siempre hay cabida. Allí nace y espera con trémulos vagidos; en los tugurios del alma y en los rincones insospechados de la ciudad. ¿Dejaremos al fin nuestra triste madriguera? ¿Tendremos coraje suficiente para correr hasta el pesebre? Fuera nació y fuera habrá de morir; en el monte Calvario, más allá de las murallas de Jerusalén. Jesús abre caminos en la noche. Nace en un pesebre y muere en un baldío, aventurándose como semilla primera que recrea el jardín de Dios.

            Jesús nace para todos, también para aquellos que no le dieron lugar. El ángel es muy claro al respecto: es una gran alegría para todo el pueblo. No importa si fue mera  negligencia o egoísmo duro; Él se ofrece, incondicional como todo lactante. En su tierno corazón no cabe el resentimiento ni los prejuicios. Sólo cabe el deseo de ser amado y protegido. Qué astucia santa para ganar al hombre. Y qué bien sabe Dios retribuir el favor. Pues quien acepta el reto, quien se aboca al Niño, acaba renovado interiormente, alcanzado, conquistado, arropado por una alegría sencilla pero real. Más real que todas las tristezas de este mundo.


            Los primeros en enterarse son los pastores. El privilegio les llega sin mérito alguno, como pura gracia. En realidad, hay que reconocerles el mérito de estar donde debían estar: vigilando sus rebaños durante la noche. La Buena Noticia prefiere el cauce de la fidelidad oculta y rutinaria. Velar por turnos es perseverar en comunidad, abiertos al Dios que viene a nosotros por encima de toda previsión. Hoy somos nosotros los pastores que recibimos el anuncio del Mesías anhelado. ¿Acaso nos envuelve el mismo santo temor? ¿O es que la Navidad nos resulta una historia demasiado conocida? Renovemos la alianza. Que no se enfríe el primer amor. En los planes de Dios, elección significa misión. Demos a conocer pues, con alegría y audacia, el nacimiento de Jesús. Que todos sepan que Dios está con nosotros.


Epílogo
            Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra, paz a los hombres amados por Él. Jesús nos muestra el camino de la integración: no hay paz verdadera donde Dios no es prioridad. No perdamos tiempo en senderos inútiles: Jesús es el Camino, Él es nuestra Paz.

miércoles, 24 de diciembre de 2014

Zacarías da el tono

En la mañana del 24 de diciembre la Iglesia mira a Zacarías, el padre de Juan Bautista. Lo ve estallando de gozo por la misericordia de Dios. La escena es conocida, aunque hoy menos que ayer.

Los parientes y amigos rodean a Isabel, su esposa. Se alegran con ella y la felicitan por el niño recién nacido. Entonces la elección del nombre da lugar a un cambio de opiniones y todos se vuelcan a Zacarías para que defina el asunto. Debido a su mudez temporal, toma una pizarra y escribe: su nombre es Juan (Lc 1,60). En ese instante, cumpliendo el mandato divino por encima de las tradiciones humanas, la lengua se desata y lleno del Espíritu Santo bendice a Dios. Bendito sea el Señor Dios de Israel (Lc 1,68). Hagamos una pausa. No hay necesidad de avanzar; al menos no durante todo el día de hoy.


Zacarías nos enseña cómo celebrar la Navidad: bendiciendo. La comida, la bebida, las luces y los regalos quieren celebrar la inmensa bendición de Jesús. En Él se cumplen todas las promesas y muy particularmente la que recibió Abraham: De ti haré una nación grande y te bendeciré. Por ti se bendecirán todos los pueblos de la tierra (Gn 12,2a.d). Si falta este clima de bendición la Navidad se vuelve farsa. Cuidémonos de profanar lo santo, cuidémonos porque sería un sacrilegio. Quizás sea éste el más relegado de los mandamientos: No tomarás en falso el Nombre del Señor (Ex 20,7). Que haya alegría, mucha alegría pero santa y cristiana. Que nazca de Jesús y vuelva a Él. Bendigamos con los labios y con el corazón, con los cantos y las risas, con la comida y la bebida, con rezos y cuentos, regalos y abrazos. Lo dijo Pablo y también lo dijo Pedro: Bendigan y no maldigan (Rm 12,14), bendigan porque ustedes han sido llamados a heredar una bendición (1 Pe 3,9).

lunes, 17 de noviembre de 2014

2007 - 17 de noviembre - 2014

Siete años como sacerdote. Fue un sábado, el séptimo día de la semana, día que recuerda la alianza primera. El aceite consagrado bañó mis manos y las hizo brillar. Y oler bien. La piel estaba húmeda, fresca, joven, vigorosa. Era el inicio de una misión, el sello de una entrega. El crisma se esparció, generoso y audaz.

Aquella mañana ocurrió algo nuevo, propiamente indecible. El signo exterior como anuncio de una realidad interior. El aceite tiene densidad y la carne le ofrece resistencia. Uno se deja impregnar pero lleva tiempo asimilar toda la unción. Lo mismo ocurre con el sacerdocio. Soy sacerdote desde el primer instante, lo mismo que un padre. Pero la identidad crece con los años. Siete años, ¿y qué? No se trata de hacer cosas de sacerdote sino de serlo hasta la médula. Pienso que algo se avanzó pero el dilema sigue en pie: el Espíritu se sigue derramando sobre mi humanidad y yo, aun a mi pesar, demoro la gracia.


Hay quienes ven al cura como un tipo arriesgado. Pero hoy quiero recordar que el verdaderamente atrevido es Jesús. Nuestra entrega es nada en comparación con la suya: dejarnos entrar en su sacerdocio, querer hacerse presente a través de nuestros límites, permitirnos perdonar y consagrar en Él: Yo te absuelvo… esto es Mi cuerpo. “¿Quién soy yo…?” (Lc 1,43).

El siete simboliza la plenitud. A siete años de mi ordenación quiero remitir a Jesús en su sacerdocio desbordante. Quiero mirarlo tal como lo describe el Apocalipsis en la liturgia de hoy: “El que tiene en su mano derecha las siete estrellas y camina en medio de los siete candelabros de oro” (Ap 2,1). Soy en la medida en que participo de la riqueza de su gracia. Sólo pido vivir por siempre de ese amor fontal, correspondiendo tanto don. Falta mucho. Por eso acepto el reproche equilibrado, tierno y sentido que recibiera un día la Iglesia de Éfeso: “Conozco tus obras, tus trabajos y tu constancia (…) Pero debo reprocharte que hayas dejado enfriar el amor que tenías al comienzo. Fíjate bien desde dónde has caído, conviértete y observa tu conducta anterior” (Ap 2,2.5).


                 Un sacerdote deber ser,
                 Grande y pequeño a la vez,
                 Noble de espíritu, como de sangre real,
                 Simple y natural, como de raíces campesinas
                 Un héroe en la conquista de sí,
                 Un hombre vencido por Dios,
                 Una fuente de santificación,
                 Un pecador que Dios ha perdonado.


Extracto de un poema medieval

domingo, 28 de septiembre de 2014

Sobre mandatos y (des)obediencias

Mt 21,28-32

La parábola de hoy nos habla por contraste. Un padre tenía dos hijos… A Jesús le gusta presentar el Reino de Dios en clave de familia. Es un marco que no hay que perder de vista: somos todos hijos y hermanos de un mismo Padre.


El contraste nos resulta conocido: algunos cambian para bien y otros cambian para mal. La vida es dinámica y la naturaleza humana es inestable. Sin embargo, hay una pregunta sencilla que disipa toda ambigüedad. ¿Cuál de los dos hizo la voluntad del Padre? Esta es la pregunta a la que hay que volver una y otra vez. En medio de la confusión y más allá de las palabras, ¿quién hace carne el deseo de Dios?

La libertad nos abre muchas oportunidades pero también tiene sus riesgos. Lo que uno será mañana ni uno mismo lo sabe. San Agustín dice: “Aquel de quien desesperábamos, en el momento menos pensado, súbitamente se convierte y llega a ser el mejor de todos. Aquel, en cambio, en quien tanto habíamos confiado, en el momento menos pensado, cae súbitamente y se convierte en el peor de todos” (Serm. 46,25).

En la vida del espíritu no existe el punto muerto, siempre estamos avanzando o retrocediendo. Hasta último momento se nos presenta la alternativa: conversión o perversión. Por eso san Pablo llama a la humildad: “El cree estar de pie, cuídese de no caer” (1 Co 10,12).

La parábola nos ayuda a ser conscientes de nuestra fragilidad. En este contexto cobra relieve la figura de Jesús. Se trata de un nuevo contraste superador. Él es el Hijo verdaderamente fiel que realiza, plenamente, sin fisuras, la voluntad del Padre. Su corazón no vacila nunca sino que está firme en el Señor. Acepta el mandato paterno sin regatear y desciende a la viña para entregarse por entero a la obra de la salvación. “Mi alimento es la hacer la voluntad del Padre” (Jn 4,34). Jesús no sólo es el de Dios a los hombres sino que también es el de los hombres a Dios.


            Hacia el final los sumos sacerdotes y escribas reciben una dura lección. Publicanos y prostitutas los precederán en el Reino de Dios. Jesús no hace sino revelar un hecho repetido. Los grandes pecadores suelen ser más sensibles al llamado a la conversión porque saben bien de sus miserias. Recuerdo un hombre que había sido un gran pecador y lo asumía sin rodeos. Hasta que un día cambió. “Mi padre era burrero y me enseñó que la carrera se gana en los últimos 100 metros. Ahí es cuando hay que largar el caballo”. Sabiendo que le quedaba menos tiempo había decidido ordenar su vida. ¿Acaso Dios es injusto? ¿O será que no comulgo con su misericordia? Profesar la fe es una gloria pero también un compromiso serio. Pidamos la gracia de la coherencia a la luz de los sentimientos de Cristo Jesús (Flp 2,5).


A fin de cuentas, todos somos mendigos. En relación al pasado: “Señor no recuerdes nuestros pecados y nuestras rebeldías de juventud” (cf. Sal 25). En relación al futuro: “No nos dejes caer en la tentación”.

domingo, 21 de septiembre de 2014

Calvary (2014)

Qué reconfortante saber que la fe cristiana sigue inspirando belleza. Anoche tuve oportunidad de ver una película del todo singular. El cine es arte y el arte expresa nuestra condición espiritual.

Calvary es una producción irlandesa de notable fotografía y sólidas actuaciones que sigue el hilo de un relato intenso. El guionista y director John Michael Mc Donagh logra adentrarnos en la piel de un sacerdote que avanza en medio del trigo y la cizaña de su feligresía y de su propio corazón. La vida emerge compleja como es, fascinante y densa, sin necesidad de aditivos que distraigan. 

Las grandes preguntas surgen por sí mismas, no de manera forzada sino por las circunstancias de los diversos protagonistas. La existencia humana es cosa seria. Me refiero a la seriedad de la ternura y la integridad, de la virilidad y la abnegación, pero también de la tentación y la frivolidad, de la ruindad y la muerte.


Calvary ofrece la oportunidad de (re)pensar la vida y la fe desde una mirada profunda, nada superficial. Me detengo en particular en la vocación sacerdotal, tan bien retratada: cotidiana, trabada, por momentos incomprendida y solitaria, dialogando con lo más excelso y lo más miserable.

La trama es espesa pero dinámica a la vez. Tiene mucho de suspenso humano pero en el fondo es un itinerario místico. Dios quiera que muchos puedan saltar a este segundo nivel, porque vale la pena. De todas maneras, la película hiere en el mejor de los sentidos. Nos lleva a la entraña, suscita sentimientos de empatía, sosiega y perturba. La belleza conmueve y nos despierta invitándonos a una mayor lucidez. Qué sublime es la vocación humana.   







domingo, 1 de junio de 2014

Ausencia que es Presencia

En líneas generales, nuestra imagen de Jesús sufre un cierto desequilibro. Tenemos muy presente la pasión, la muerte y la sepultura, pero nos cuesta asumir la resurrección, la ascensión y la parusía (segunda venida en gloria). Nuestra mirada se queda mayormente en el Cristo terreno, quizás por eso no terminamos de despegar. Porque nuestro horizonte no levanta vuelo.

Al celebrar la Ascensión de Cristo afirmamos con alegría su ingreso definitivo en la gloria. La resurrección llega a la instancia de exaltación. Todo esto significa que su humanidad accede a una plenitud insospechada, la plenitud misma de Dios. Así se cierra el período ventana en que el resucitado solía aparecerse a sus discípulos. En adelante, no se dejará ver sino muy excepcionalmente.

Una de las características salientes de este nuevo estado de Cristo es su soberanía universal. El libro de los Hechos lo dice con la imagen del ascenso: Jesús sube hasta desaparecer cubierto por la nube, que en la Biblia representa el misterio de Dios. El salmo por su parte, ofrece la imagen del Señor que con autoridad, se sienta en su trono sagrado. La Carta a los Efesios presenta a Cristo "por encima de todo": todas las cosas están a sus pies. Finalmente, en el Evangelio de Mateo, Jesús afirma que ha recibido todo poder en el cielo y en la tierra. Distintas formas de expresar un mismo misterio, insondable. 


Las puertas eternas se abren y el Rey de la gloria ocupa su lugar. Ante semejante acontecimiento, los ángeles reconocen atónitos, con dificultad, al Hijo que ahora vuelve en la debilidad de la carne. Cristo es además el Sacerdote, el único válidamente consagrado, que ingresa al Santuario del Cielo. Celebrar la ascensión es celebrar al Señor de la Historia, a quien todo está sometido.

¿En qué medida abrazamos a Jesús como Juez universal? Solemos relegar este aspecto a un futuro remoto y difuso. Pero Cristo es Juez hoy. Eso significa que rige: mide y es la medida misma. Cristo es el criterio con el cual libremente elijo confrontar. La medida no la doy yo mismo, ni el mundo y sus pompas. Él es la referencia, la verdadera vara de mi humanidad.  

Pero curiosamente, sin negar lo anterior, Jesús afirma que está con nosotros hasta el fin del mundo (Mt 28,20). Así como viniendo a nosotros no dejó de estar unido al Padre y al Espíritu, del mismo modo, retornando al cielo no nos abandona. Ya lo había dicho: no los dejaré huérfanos. Y "donde dos o tres se reúnan en mi Nombre, Yo estaré en medio de ellos". Y "cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo". La Cabeza no se olvida de su cuerpo, sino que hace propias sus aventuras (y desventuras). Qué pensamiento más consolador: nunca estoy solo. El Todopoderoso está de mi lado. Verdaderamente.


El Evangelio nos dice que los discípulos se postraron, clara señal de adoración y reconocimiento. Pero algunos dudaron. En toda asamblea se da esta tensión y lo mismo ocurre en cada corazón. La postración y la duda pujan más de lo que quisiéramos. Está claro que la Ascensión no es una fiesta fácil. 

La Iglesia lo sabe y por eso en cada eucaristía nos invita a dar un paso más. El sacerdote invita a levantar el corazón y todos respondemos: lo tenemos levantado al Señor. Hacemos una profesión fuerte: en Cristo ya hemos llegado al cielo. Vivimos por y para Él. Pidamos que esta respuesta no sea una frase rutinaria sino una honda realidad.





domingo, 20 de abril de 2014

Surrexit Christus spes mea

Prólogo
Es un jugador distinto. Resucitó, es decir, volvió de la muerte. No por un rato sino definitivamente. Es lo más decisivo que podemos decir. Es aquello que lo distingue y lo acredita. Si en verdad resucitó, y de eso no dudamos, todo cambia.

Cuerpo
Resucitó Cristo mi esperanza.  Esta sencilla afirmación lo define todo. Celebrar la pascua es contemplar el acontecimiento puntual (resucitó Cristo) y sus implicancias (mi esperanza). Pero antes que nada debemos preguntarnos si aquellas palabras expresan realmente una convicción interior. La fórmula por sí sola no alcanza; somos cristianos únicamente si la abrazamos con todo nuestro ser. 

Para entender la magnitud de la resurrección hay que reparar en la seriedad de la muerte. San Mateo es claro al respecto: la tumba no sólo lleva una gran piedra, sino que está sellada y custodiada por guardias (Mt 27,57-66). El sepulcro de Jesús pretende ofrecer la imagen de un final contundente, literalmente lapidario. Humanamente, lo es. Pero Dios también juega. “La piedra que desecharon los constructores es ahora la piedra angular” (Sal 118,22). 

Creer en la resurrección es contar con el Dios de la sorpresa. Así ocurrió a las piadosas mujeres en la mañana de aquel primer día. La certeza de la resurrección no es fruto de una conclusión sino de un anuncio: “No teman, yo sé que ustedes buscan a Jesús, el Crucificado. No está aquí, porque ha resucitado” (Mt 27,5-6). De cara a este anuncio se encuentra nuestra libertad. Dios no fuerza; no es su estilo. 


Las mujeres aceptan la invitación. Con sentimientos encontrados, todavía un poco confundidas, se ponen en camino porque el anuncio incluye el mandato misionero. Y es en la obediencia apostólica que Cristo se les manifiesta de modo pleno. El encuentro con Jesús Resucitado viene a confirmar una fe activa por la caridad (Ga 5,6). La fe crece a medida que se comunica y recibe así el don inmenso de una alegría que nadie nos puede quitar (Mt 27,9; Jn 16,22).

El domingo de ramos pudimos ver cómo la ciudad se conmovía ante la presencia de Jesús (Mt 21,10). Ese mismo verbo vuelve a la hora de la muerte y de la resurrección (Mt 27,51; 28,2). Por un lado, la tierra tiembla delatando el alcance cósmico de la pascua. Por otro, la tierra tiembla porque muy en lo profundo está ocurriendo un parto. En su descenso a los infiernos, Cristo rescata a la entera humanidad cautiva y abre para todos las puertas de la vida. Como dice una antigua homilía anónima sobre el sábado santo: “El Dios hecho hombre ha muerto y ha puesto en movimiento a la región de los muertos”. Pero ese movimiento no es sólo telúrico sino existencial. Ante la resurrección caen los demonios y también los falsos dioses. Cristo nos mueve el piso obligándonos a una conversión (Col 3,1-4). Hoy es un día para dejarse estremecer por el Señor. Día para aceptar su irrupción gloriosa y permitirle que barra “mis pequeños sueños de orangután civilizado” (J. Fijman). Día para renovar la dignidad de hijo de Dios. “Éste es el día que hizo el señor, alegrémonos todos en Él” (Sal 118,24). 


Epílogo
Recapitulemos. Del jueves al viernes fue el amor abriendo el juego, mostrando su intimidad, descubriendo intenciones. Del viernes al sábado fue la avanzada del amor: exponiéndose, manso pero firme, sin detener la marcha. Así lo vimos naufragar en una derrota sin consuelo. Ahora, del sábado al domingo es el amor que emerge victorioso. Resurge insospechado, sin rencor, exhalando paz y alegría. Por ello, en medio de todas las prepotencias mundanas, tan altisonantes como perecederas,
no hay más que admitir: el Cordero manda.

viernes, 18 de abril de 2014

Nacido

"Un niño nos ha nacido" (Is 9,6). Cumplir años en viernes santo es una gracia. Suena raro pero lo es. Es verdad que la vida se celebra en medio de un clima sobrio por la muerte de Jesús. Pero eso mismo permite entenderse uno mismo como fruto de esa entrega insondable. Lo suyo no fue en vano. Heme aquí. Y mi vida está llamada a honrar su muerte. 

Celebrar la vida en viernes santo es anticipar el domingo reconociéndose fruto precioso de la pascua.


Postal de la Pasión según san Mateo

¿Qué duele más? ¿Un latigazo o una injuria? Es díficil decir. La noche de pasión junto a Jesús revela un nuevo episodio de amargura. Jesús, el Testigo fiel (Ap 1,5), soporta en silencio las mentiras de numerosos testigos falsos (Mt 27,59). A la Verdad no sólo le repugna la mentira, sino que le lastima. 

Se ve que los impostores eran tan lamentables que no lograban su cometido. Al final, Jesús mismo abrió paso a su condena, ya que, interpelado sobre su identidad, no negó la condición de Mesías. La respuesta que registra san Mateo esconde una ironía trágica: "Ha blasfemado. ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? Ustedes acaban de oír la blasfemia" (Mt 27,65). 


Etimológicamente, blasfemia significa "palabra torpe", "hablar mal"; de allí faltar el respeto y ofender con el lenguaje. A Jesús se lo condena por blasfemo cuando en realidad es la Palabra misma de Dios, el único que ha visto al Padre y el único que sabe hablar bien de Él. 

Qué tristeza y qué mansedumbre la de Jesús. Cuánto amor para soportar, ya no digamos disparates sino maldades. Reparar en los sufrimientos espirituales de Jesús en su pasión (Newman: mental sufferings) parece ser un camino bien fecundo: por un lado nos aleja del morbo sangriento, y por otro, nos lleva a interiorizar -por empatía- con el corazón de Jesús. Ahí está el partido.

jueves, 17 de abril de 2014

Misa de la Cena del Señor 2014

Cuando leemos los evangelios, vemos que la vida de Jesús gira en torno a su Hora. Para nosotros, “hora” suena a reloj, a agenda. Vienen a nuestra mente actividades y compromisos, probablemente cargados de una cierta ansiedad. Pero en el Evangelio se trata de una hora vital: lo que se quiere señalar es el vértice de la existencia, el sentido de todo y la conciencia de la propia misión. En definitiva, cuando Jesús habla de su Hora responde al “¿para qué nací?” (cf. Jn 18,37).  

Desde el principio él está orientado hacia su Hora. La espera, la deja madurar y hasta por momentos se contiene por respeto a los tiempos de Dios. Pero hoy sabe que la Hora llegó. San Juan nos lo dice y así entendemos la atmósfera de la última cena: grávida de una solemnidad gozosa pero también de una responsabilidad para nada ingenua. Sí, llegó la Hora de amar. “Él, que había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin”. Acá está la síntesis del misterio de Jesús: amó (y nos sigue amando) hasta el extremo, es decir, sin reservas de ningún tipo. 

La pascua empieza con la cena, que nos revela el amor como clave de lectura de todo lo demás. No es una introducción prescindible sino pieza esencial. Si falta el jueves santo no es raro que la pasión degenere en un dolorismo patético. La pascua es amor. Jesús es amor. Pero un amor mayúsculo que “supera todo lo que podemos pensar” (Ef 4,7). Éste es el amor que queremos contemplar y celebrar en estos días santos.

M. I. Rupnik

Hoy Jesús anticipa su pascua en dos gestos bien expresivos: el lavado de pies y la eucaristía. El lavado descoloca. Jesús, el Maestro, se levanta de la mesa y realiza una acción propia de los esclavos. De este modo nos enseña que el amor es despojarse y abajarse en libertad, es decir, de corazón. Pero hay más. Porque lo de Jesús es mucho más que un servicio doméstico. Su lavado va más allá del polvo de las calles de Jerusalén. Su lavado es un bautismo en el que se ahogan nuestros pecados. No confundamos ese gesto sublime con un amor meramente horizontal: a nuestros pies está el Hijo de Dios. Su lavado es servicio de santificación. Es el baño de bodas que el Esposo regala a su novia, la Iglesia, para que sea “santa y pura, sin mancha ni arruga” (Ef 5,27). El diálogo con Pedro nos enseña que sólo será discípulo quien se deje lavar: “Si yo no te lavo, no tienes parte conmigo”.

A la purificación del baño sigue la mesa de la eucaristía. Aquí Jesús se torna más explícito. Anticipa su entrega en el pan y en el vino: se hace alimento por nosotros, por amor. Lo mismo que el cordero pascual, también su carne pasa por el fuego. Sí, es el fuego de amor del Espíritu quien perfecciona su sacrificio. Y su sangre, que sella la Nueva Alianza, blanquea nuestros corazones (Ap 7,14). Hace siglos dijo un poeta: “Lávate en la sangre de Cristo, que, siendo roja, tiene la virtud de teñir a las rojas almas de blanco” (J. Donne).  Misterio de una entrega descomunal que llegó para quedarse. La eucaristía es permanencia de una entrega cuya fecundidad quiere seguir vigente “hasta el fin”. Presencia abreviada y escondida, muchas veces ignorada. 


Uno y otro gesto culminan con un mandato: “Hagan esto”. La cena no es teatro ni nosotros espectadores. Somos discípulos: contemplamos y celebramos porque queremos “tener parte”. Queremos involucrarnos y Jesús cuenta con nosotros. Él espera que a través nuestro siga vivo el anuncio del misterio del amor de Dios. Hagan esto en el templo y en la calle; en la misa y con los pobres. Sirvan al Cristo de la hostia pero también al Cristo que sufre en el hermano. Hoy lavamos los pies a nuestros ancianos, como signo de veneración hacia una generación que merece mucho aunque a menudo recibe poco. En ellos honramos a todos los hombres, en especial a los sufrientes, cuya carne es la de Cristo mismo: “cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo” (Mt 25,40).

Lavado y eucaristía hablan de un amor escandaloso, ciertamente “locura de Dios”. ¿Tiene sentido tanta entrega? ¿Era necesario un descenso tal? Aquí también vale la frase de san Agustín: “Dame un corazón que ame y entenderá lo que digo”.  Agua y sangre que purifican y dan vida. Agua y sangre que horas más tarde brotarán del costado del Salvador (Jn 19,34). Jesús: no permitas que jamás nos apartemos de esta fuente bendita de misericordia. Amén.


viernes, 4 de abril de 2014

Von Balthasar en Villa Urquiza

Sos muy linda, dijo el sacerdote. A Noemí le brillaron los ojos y se le agrandó la boca. Pero sólo un instante; no es de las que se dan importancia. Enseguida ya estaba en otra cosa.

El episodio fue toda una epifanía. El cuarto estaba más bien oscuro pero lo que acontecía era puro resplandor. El teólogo suizo Hans Urs von Balthasar, quizás el más grande del siglo XX, habló largamente de la belleza de Dios manifestada en la cruz de Cristo. Una belleza particular, la belleza del amor que supera los cánones de una estética superficial y mundana que hoy invade casi todo. De eso se trataba: la meditación teológica hecha realidad. Ya no había que entender la gloria de la cruz porque ella irrumpía con la fuerza de lo evidente.

Noemí tiene noventa años. Tremendamente lúcida, todavía conserva un impecable sentido de la vista y del oído. Pero está postrada, menos por incapacidad física que por abandono. Pasa largas horas del día en la soledad más absoluta. Siempre en posición horizontal. Espero toda la semana que llegue el domingo, cuando me traen la comunión. La persona encargada de cuidarla hace mal su trabajo. Se aprovecha, la maltrata, la denigra. Vive con Noemí como si fuera su casa, pero se comporta de manera cruel.

La anciana soporta la humillación sin rencor, pero sufre. Y cómo. Llora tenue, sin amargura. La piel un poco ajada y los cabellos blancos. Se siente cerca de Jesús en la cruz. Lo invoca mientras espera con la mansedumbre de un cordero. El sufrimiento extremo no hizo mella en su nobleza sino que logró pulirla. En ella refulge una integridad que no claudica ante el desprecio. Por eso su cama es como una cátedra. Quien quiere oír, aprende que la mayor dignidad es la santidad. De su cruz emerge una verdad; la verdad de la ofrenda. Noemí no reniega de Dios, vive la alianza. Ésa es la belleza auténtica, la que salva el mundo (Dostoyevski).

Felices los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos,
Felices los mansos, porque poseerán la tierra en herencia
Felices los que lloran porque serán consolados (Mt 5, 3-5) 

Tiene razón el Papa Francisco cuando llama la atención sobre los viejos. «Cuando un pueblo se olvida de cuidar a sus ancianos, empezó a ser un pueblo en decadencia, es un pueblo triste. Cuando en una familia se olvidan de acariciar al anciano, ya anida la tristeza en su corazón». «Cuidá a los viejos, cuidá la vida de los viejos porque eso es ser familia. Y no entrés en la moda de que a los viejos se los guarda y se los desprecia».