domingo, 31 de mayo de 2015

Ssma. Trinidad 2015


El domingo pasado, en Pentecostés, vimos que la Iglesia existía para proclamar las maravillas de Dios. Hoy pretendemos ir de las obras al ser mismo de Dios. ¿Quién es en definitiva Aquel al que anunciamos? 

La Santísima Trinidad es "lo más cristiano del cristianismo" (Hugo Rahner). Sin embargo, poco hablamos de ella. Su misterio nos excede permanentemente aunque, paradójicamente, también nos envuelve desde el inicio hasta el fin. Jesús se despide con un mandato: "Vayan y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado". El bautismo recibido supone un sello, una marca. ¿En qué Dios me he sumergido? ¿A quién pertenezco? En última instancia, ¿quién soy?


El Deuteronomio llama a renovar el asombro por el Dios que sale al encuentro del hombre, revelándole su intimidad, su entraña. Nosotros que podemos ser excesivamente celosos de nuestras cosas haríamos bien en aprender algo de la transparencia del Dios de Israel. Darse a conocer es abrir el juego y exponerse, entre otras cosas, a la incomprensión. Contemplando la cruz de Jesús verificamos la seriedad del asunto. Por tanto, celebrar la Santísima Trinidad es celebrar la voluntad divina de mostrarse sin regateo. Es la audacia del amor que planta cara y no se resigna a la media luz. Lo juega todo porque lo quiere todo (como bien entendió Teresita).[1]


La Trinidad conjuga en sí misma la riqueza de lo múltiple y la armonía de lo simple. Una multiplicidad de personas donde no hay distancias ni conflictos. Y una entrañable simplicidad que no tiene nada de soledad ni de monotonía. Tres Personas, un solo Dios. En ella resplandece nuestro anhelo más profundo: vivir integrados, es decir, reconciliar sin descartar, asumir las tensiones, sanamente, vigorosamente, sin anular la diversidad, sino distinguiendo para unir más y mejor. Esto vale tanto para nuestra vida interior como para nuestra vida familiar, nacional y eclesial. 


Intentémoslo otra vez. La Trinidad es para nosotros una impronta y una vocación. Estamos marcados por la Trinidad y hacia ella nos encaminamos. Ella está detrás de todo y en el horizonte de todo. Ella crea todas las cosas, las sostiene en el ser, y a la vez las atrae hacia sí para llevarlas a plenitud. Es origen y consumación de cuanto existe. Este dinamismo se nos ha revelado en el Hijo y el Espíritu, que han salido de Dios para hacernos participar de su gracia. El Hijo y el Espíritu, ya lo decía Ireneo, son las dos manos con las que el Padre nos abraza. Dejarnos abrazar: ése es el secreto. Al misterio de la Trinidad no se accede mediante una exigente reflexión especulativa sino involucrándose afectivamente con ella. Eso mismo nos dice san Pablo: "Todos los que son conducidos por el Espíritu de Dios son hijos de Dios". Creer de verdad es dejarse arrastrar por ese remolino de gracia que es el Espíritu y que nos introduce en Cristo Jesús para poder llegar así al Padre, que es la fuente de todo. Vivir en la Trinidad es tanto como ser habitado por ella. Hay una fuente en mí... que está brotando, que está fluyendo... es un río de alabanza y de adoración... recíbelo. 



[1] Historia de un alma, Manuscrito A, 10.

domingo, 24 de mayo de 2015

Pentescostés 2015

Hch 2,1-11; Jn 20,19-23
El mismo Espíritu Santo, Espíritu septiforme, canta las Gestas de Dios 
H. de Lubac


En Pentescostés celebramos no tanto la venida del Espíritu Santo sino su presencia entre nosotros. Pentecostés es un acontecimiento vivo y nuestra manera de celebrarlo es suplicar una presencia cada vez más intensa. 

En cuanto culminación de la Pascua, esta fiesta bien puede entenderse como el súmmum de la reconciliación. Según Juan, junto con el Espíritu Jesús comunica la paz y el perdón. La reconciliación se abre camino y alcanza nuestros vínculos otrora lastimados. 

Sin embargo, como siempre, Dios apela a nuestra libertad. "Reciban el Espíritu Santo". Es un mandato, no una imposición. Casi como si pidiera permiso, el Espíritu espera nuestra venia para llegar a ser "el dulce huésped del alma". La Secuencia nos ayuda a ceder, cayendo en la cuenta de nuestras necesidades: pobreza, cansancio, llanto, pasiones, frialdad, desvíos, heridas... ¡Ven Espíritu Santo! Vale recordar aquí lo que le dijo una vez Jesús a santa Catalina: "Hazte capacidad y yo me haré torrente". Descubrir nuestros vacíos, hacernos cuencos para que el río de la gracia colme nuestras vidas. 


En el libro de los Hechos el Espíritu llega como una ráfaga de viento y como lenguas de fuego. Los discípulos quedan atravesados por una presencia que, en una suerte de desborde, los mueve a hablar. Pero ¿qué dicen? Todos los oían proclamar las maravillas de Dios. Lo propio de la Iglesia y del cristiano es anunciar las grandezas de Dios. No tanto eventos pasados sino realidades presentes e incluso futuras, que por la fe y la esperanza ya se disfrutan anticipadamente. No obstante, quizás más importante que el contenido sea el tono. El Espíritu suscita testigos, es decir, gente que narra experiencias más que doctrinas. En este registro poco importa la humana inteligencia: "De la boca de los niños de pecho has sacado una alabanza Señor" (Sal 8,3; Mt 21,6).


El Espíritu rompe con la auto-referencialidad del pecado -cor incorvatum in se- y nos abre a la misión, que es simultáneamente reconocimiento de Dios y de los hermanos. La reconciliación de Cristo toca el corazón despertando una entrega delicada y radical. Pero ello, digámoslo otra vez,  según nuestra libertad. Porque también podemos callar, sea por temor o por comodidad. "No entristezcan al Espíritu de Dios" (Ef 4,30). La exhortación paulina es un llamado a la reflexión ¿Cuánto hay en mí de autosuficiencia? ¿Acaso no me doy cuenta de que mis pretendidas "riquezas" espantan al Espíritu? ¿Cuánto y cómo hablo de Dios?


Recibir el Espíritu y proclamar las maravillas de Dios. Nadie como María para ver plasmado el programa de Pentecostés. Nadie como ella para ver en acción la fuerza del Espíritu. Lo recibió en la Anunciación, dejándose fecundar por la Sombra del Altísimo. Y en el Magnificat, exultante de alegría, proclamó cantando las grandezas de Dios. Ciertamente era ella, la humilde esclava del Señor, pero en ella, el Gran Discreto, el Paráclito, el Tenor de Dios. 

miércoles, 6 de mayo de 2015

Juan 15,8

El pasaje del Evangelio de hoy, que es el del domingo pasado, termina con estas palabras de Jesús: "La gloria de mi Padre consiste en que ustedes den fruto abundante, y así sean mis discípulos" (Jn 15,8).

La primera reflexión surge al examinar la versión original, escrita en griego. "En esto fue glorificado mi Padre...". El verbo está en pasivo (aoristo): Dios no sólo glorifica sino que se deja glorificar; no sólo da sino que también recibe. La expresión corre en paralelo con la del Padrenuestro: "santificado sea tu nombre". 

De allí nace una segunda reflexión: la gloria del Padre, la santificación de su nombre, está ligada a nuestra suerte. Somos imágenes de Dios y todo lo nuestro habla de Dios, para bien o para mal. Tremenda responsabilidad que alcanza sobre todo a los bautizados.

Dios no quiere rivalizar con el hombre: ¡es su Padre! Bajemos la guardia y confiemos de una vez en sus mandamientos. Él no quita nada y lo da todo. No la dialéctica, sino la inclusión; no la ruptura sino la circularidad.


Nadie lo ha dicho mejor que el gran Ireneo (siglo II): La gloria de Dios es el hombre viviente, y la vida del hombre es la visión de Dios (AH IV,20,7).

Gloria enim Dei vivens homo,
vita autem hominis visio Dei.