domingo, 17 de noviembre de 2013

2007 - 17 de noviembre - 2013

Un día como hoy, hace ya seis años, el cardenal Bergoglio ordenaba 15 sacerdotes.
Uno de esos era yo.

Seis años no son una enormidad pero tampoco son poca cosa. Seis años de servicio intenso a Jesús y su Iglesia: consagrando y confesando, bautizando y ungiendo; seis años de homilías y breviarios, de responsos y casamientos. El sacerdote participa como nadie de los secretos del corazón humano, tanto de los más sublimes y gozosos como de los más oscuros y desgarradores.

Ser sacerdote es lo más, no cabe duda. Aunque tenga su cruz. Pienso que de las muchas cruces posibles, la más dolorosa es la del propio pecado. Como bien dice Pablo, “llevamos este tesoro en vasijas de barro” (2 Co 4,7). Al principio uno adhiere a esta frase de una forma más bien teórica. Pero después, con los años, uno se rinde ante la evidencia y la acaba sufriendo en carne propia. Cuántas veces fui Pedro que decía: “Aléjate de mí que soy un pecador” (Lc 5,8). Sin embargo, cuántas otras pude escuchar con fe al Maestro, que lleno de misericordia me confirmaba: “Apacienta mis ovejas” (Jn 21,17).


Hoy reflexiono sobre la pobreza de mi sacerdocio porque en la Biblia el número 6 es sinónimo de imperfección. Seis es siete menos uno; es decir, lo incompleto. En mi casulla de ordenación aparecen bordadas seis tinajas. Las mismas que precisó Jesús en Caná de Galilea (Jn 2). Tinajas de agua sucia de las que nadie pensaría beber, y que sin embargo bastaron para el milagro. Te pido Jesús que te apiades de nosotros los sacerdotes, tantas veces miserables, y que a través del agua espuria de nuestra humanidad herida surja el vino nuevo de tu gloria. Que sean muchos los que se acerquen a nuestro ministerio, no para beber de nuestra mezquindad sino de tu abundante y exquisita misericordia. Y que por intercesión de María, la Madre siempre atenta, la fiesta de la vida no decaiga sino que se prolongue hasta que lleguemos al cielo.