viernes, 9 de octubre de 2015

Vicente y Newman

Seguimos celebrando los 170 años de la conversión del cardenal, ahora Beato, John Henry Newman. La Iglesia, a través de Benedicto XVI, propuso esta fecha para su memoria litúrgica (9 de octubre). No el día de su muerte sino el de la conversión, orientando nuestra mirada hacia ese paso decisivo que no debe interpretarse aisladamente sino como culminación de un proceso, o mejor, como consigna de toda su vida, antes y después de su comunión plena con Roma. En Newman la conversión es un estado permanente de búsqueda de la verdad, de Dios y de su voluntad en nuestras vidas. "Aquí abajo, vivir es cambiar y ser perfecto es haber cambiado con frecuencia".


Es bien conocida la confianza newmaniana en la Providencia. Por eso hay que destacar esta feliz coincidencia. Hoy, 9 de octubre de 2015, el Oficio de lecturas corresponde al viernes XXVII. Ergo, la segunda lectura es la de Vicente de Lerins (+450), aquel Padre de la Iglesia que describió de manera sencilla y certera el desarrollo eclesial-doctrinal no como traición a la identidad sino precisamente como su garantía. Lo que admira es que fue justamente éste el argumento decisivo en la conversión de Newman, que terminó de con-vencerse de la verdad católica tras escribir su Ensayo sobre el desarrollo de la doctrina cristiana. Demos la palabra a Vicente y que sonría complacido el cardenal inglés:


    "¿Es posible que se dé en la Iglesia un progreso en los conocimientos religiosos? Ciertamente que es posible y la realidad es que este progreso se da.
    En efecto, ¿quién envidiaría tanto a los hombres y sería tan enemigo de Dios como para impedir este progreso? Pero este progreso sólo puede darse con la condición de que se trate de un auténtico progreso en el conocimiento de la fe, no de un cambio en la misma fe. Lo propio del progreso es que la misma cosa que progresa crezca y aumente, mientras lo característico del cambio es que la cosa que se muda se convierta en algo totalmente distinto. Es conveniente, por tanto, que, a través de todos los tiempos y de todas las edades, crezca y progrese la inteligencia, la ciencia y la sabiduría de cada una de las personas y del conjunto de los hombres, tanto por parte de la Iglesia entera, como por parte de cada uno de sus miembros.
    Pero este crecimiento debe seguir su propia naturaleza, es decir, debe estar de acuerdo con las líneas del dogma y debe seguir el dinamismo de una única e idéntica doctrina. Que el conocimiento religioso imite, pues, el modo como crecen los cuerpos, los cuales, si bien con el correr de los años se van desarrollando, conservan, no obstante, su propia naturaleza. Gran diferencia hay entre la flor de la infancia y la madurez de la ancianidad, pero, no obstante, los que van llegando ahora a la ancianidad son, en realidad, los mismos que hace un tiempo eran adolescentes. La estatura y las costumbres del hombre pueden cambiar, pero su naturaleza continúa idéntica y su persona es la misma.
    Los miembros de un recién nacido son pequeños, los de un joven están ya desarrollados; pero, con todo, el uno y el otro tienen el mismo número de miembros. Los niños tienen los mismos miembros que los adultos y, si algún miembro del cuerpo no es visible hasta la pubertad, este miembro, sin embargo, existe ya como en embrión en la niñez, de tal forma que nada llega a ser realidad en el anciano que no se contenga como en germen en el niño.


    No hay, pues, duda alguna: la regla legítima de todo progreso y la norma recta de todo crecimiento consiste en que, con el correr de los años, vayan manifestándose en los adultos las diversas perfecciones de cada uno de aquellos miembros que la sabiduría del Creador había ya preformado en el cuerpo del recién nacido.

    Porque si aconteciera que un ser humano tomara apariencias distintas a las de su propia especie, sea porque adquiriera mayor número de miembros, sea porque perdiera alguno de ellos, tendríamos que decir que todo el cuerpo perece o bien que se convierte en un monstruo o, por lo menos, que ha sido gravemente deformado. Es también esto mismo lo que acontece con los dogmas cristianos: las leyes de su progreso exigen que éstos se consoliden a través de las edades, se desarrollen con el correr de los años y crezcan con el paso del tiempo.
    Nuestros mayores sembraron antiguamente en el campo de la Iglesia semillas de una fe de trigo; sería ahora grandemente injusto e incongruente que nosotros, sus descendientes, en lugar de la verdad del trigo legáramos a nuestra posteridad el error de la cizaña.
    Al contrario, lo recto y consecuente, para que no discrepen entre sí la raíz y sus frutos, es que de las semillas de una doctrina de trigo recojamos el fruto de un dogma de trigo; así, al contemplar cómo a través de los siglos aquellas primeras semillas han crecido y se han desarrollado, podremos alegrarnos de cosechar el fruto de los primeros trabajos" (Primer ConmonitorioCap. 23: PL S0, 667-668).


jueves, 8 de octubre de 2015

La paciencia del converso

Esta noche se cumplen exactamente 170 años de la conversión de John Henry Newman. El 8 de octubre de 1845 Newman empezó su confesión con el padre pasionista Dominic Barberi, lo que habría de concluir el día siguiente, el 9 de octubre. El episodio es una parábola elocuente de toda su vida: avanzar progresivamente de la noche a la luz, a Cristo, Sol de justicia (Mal 4,2). De hecho, eso es lo que expresa su epitafio: una peregrinación ex umbris et imaginibus in veritatem - desde las sombras e imágenes hacia la verdad.


Mucho podría y debería decirse de este hombre de Dios, íntegro, abnegado, veraz, sensible, sufrido y leal. Recordémoslo con un párrafo de sus Letters & Diaries. El contexto es el de la oposición del arzobispo Manning y la cuestión de si corresponde o no una autodefensa. Su postura es que ésta sólo se impone cuando se impugna la fe o la propia integridad. Por ende, en este caso, resta esperar, confiando en el Señor de la historia. 

"Considero que, en cuanto a este mundo, el tiempo es el gran remedio y el vengador de todos los males. Si somos pacientes, Dios trabaja en nuestro favor. Trabaja para quienes no trabajan para sí mismos. Claro, un rumiar interior sobre las injusticias no es paciencia, pero recordarlas con miras al futuro es paciencia" (LD XXIII, 16, citado en: I. Kerr, John Henry Newman, Palabra, 2011, 605).
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Post data. Cuán cerca está de este pensamiento von Balthasar. "El tiempo es tan largo como la gracia. Entrégate a la gracia del tiempo” (Das Herz der Welt, Johannes, 2002, 13).

domingo, 4 de octubre de 2015

Luján 2015

Otra peregrinación a Luján. Ya van 41 de estas masivas. Sobre esto propongo cuatro puntos breves.

1. La peregrinación es un testimonio contundente de fe. Decir testimonio es referir una publicidad. La fe sale a la calle: se hace ver y oír. Deja la reserva propia de los templos y las habitaciones para manifestarse sin complejos en la vía pública. En lo visible del hecho se revela una cuestión más profunda. La dimensión religiosa está presente y tiene su peso. Efectivamente, en silencio, sin levantar la voz, a manera de incontables hormigas, los peregrinos derriban hora tras hora el muro de exclusión que tiende a marginar la fe de la cosa pública. (Y de ese muro habla la tibia cobertura de los medios).

Como todo acontecimiento propiamente religioso, la peregrinación es un fenómeno irreductible. La sociología podrá describirla con cierto asombro pero nunca explicarla. Y allí está; desafiando nuestros cánones, refutando nuestros prejuicios, alzándose como signo de contradicción (Lc 2,34). Es el Cuerpo de Cristo hablando: "El que tenga oídos para oír, que oiga" (Mc 4,23).


2. La peregrinación es una expresión de identidad. Cuántas veces cantamos: "somos un pueblo que camina". Lo nuestro es progresar, paso a paso, sin desesperar, asumiendo que todavía no llegamos, que no somos lo que quisiéramos ser. Se camina como quien desea llegar a Dios, anhelando un cambio, una configuración más plena con Jesús. Pero no de manera calculadora sino inmersos en un cariño profundo, con gran sentido de gratitud. Desde aquí podemos captar mejor el lema de este año 2015: Gracias Madre por estar siempre, ayudanos a cuidar nuestra patria.

3. María está. Siempre. Lo sabemos en la fe. Lo experimentamos cuando la buscamos. Aunque es verdad que ella no pierde su estilo discreto. "Junto a la cruz de Jesús, estaba su madre" (Jn 19,25). Estar es la forma primera de amar. En un mundo tan pendiente de los resultados podemos pasar por alto la presencia sutil pero firme de la Virgen. Peregrinamos para encontrar algo de su consuelo de madre. Para contarle en qué andamos y para agradecerle su fidelidad tan gaucha. Por eso nos embarga el entusiasmo. Queremos llegar para verla nomás. Y en eso también seguimos su ejemplo, como cuando ella fue meta spoudes, con una cierta prisa alegre, al encuentro de Isabel (Lc 1,39). 

4. Cuidar la patria, la tierra de los padres, la herencia que el Creador nos legó. Asumir la república, la cosa pública, como don de Dios y tarea de todos. Es nuestra. El Padre nos lo dice: "todo lo mío es tuyo" (Lc 15,31). Cuidar es un verbo mayúsculo en la Sagrada Escritura. Es la tarea principal que Dios le encarga al hombre en el Edén (Gn 2,15). No seamos mezquinos, no nos traicionemos. Seamos lo que estamos llamados a ser, personalmente y como nación. Llegan las elecciones como una instancia evidente en que nos proponemos cuidar la patria. Pero bien sabemos que el cuidado se concreta en mil y un detalles cotidianos, ocultos, aparentemente intrascendentes. 

Madre: ayudanos a ponerlos la patria al hombro, ayudamos a cuidarla y a cuidarnos, renunciando a los falsos atajos de las soluciones mágicas y trabajando para ser cada día más hermanos.