miércoles, 25 de diciembre de 2019

Existe Jesús


25.XII.2019
Isaías 52,7-10. Salmo 97,1-6. Hebreos 1,1-6. Juan 1,1-18

Isaías da la nota inicial de esta fiesta grande. La Navidad es hermosura y es alegría. Es la celebración del amor de Dios que se arrima hasta nosotros de un modo inaudito. Sabemos cuántas locuras hace el mundo, nosotros mismos, por encontrar la hermosura y la alegría. También sabemos que si las buscamos lejos de Jesús quedamos defraudados. Isaías grita la verdad de todos nuestros deseos: Dios reina. Dios salva. Dios consuela. Entonces corremos al encuentro del Gran Rey. Pero ¿qué vemos? Un niño en una gruta. No es precisamente la imagen que teníamos en mente. Pensábamos de otro modo la gloria de Dios. En verdad es todo un camino aceptar a Jesús en su sencillez, en su desvalimiento, en su pobreza. Cuántas veces quisiéramos una presencia más contundente, menos vulnerable. Pero Él llega así, y así habita entre nosotros: como uno de tantos, humano hasta la médula, tan humano que es la Imagen del Padre; o más bien al revés. En Jesús se encuentran de un modo admirable el misterio de Dios y el misterio del hombre. Se encuentran para no separarse nunca jamás.

La alegría de la Navidad es la alegría de la nueva alianza. Jesús es la comunión en Persona, la reconciliación total, el amor divino en carne humana. Celebramos este escándalo para levantarnos de tantos otros escándalos que nos humillan. Escándalos que  desfiguran el rostro de la Iglesia. Miramos a Jesús en Belén, junto con María y José, para limpiar el alma. Entre tantas corridas y angustias, en medio de tantas tareas fútiles que nos hacen sentir importantes, queremos detener la marcha y callar ante lo único, El Único, que merece nuestra máxima atención. Queremos, necesitamos imperiosamente, reconocer la grandeza de ese Pequeño. La paz es el fruto de la adoración. Pidamos al Espíritu Santo que nos enseñe a estar en silencio, de rodillas, rendidos ante el Hijo, que no sólo nos abre al misterio del Padre sino que también nos dice quiénes somos.


En cada uno de nosotros late un dilema. Es el drama de toda sociedad: escuchar o no al Niño. Una parte nuestra quiere hacer oídos sordos a la razón. Y así nos va. Otra parte nuestra reconoce estar perdida. Por eso pide luz. Pide una palabra. Jesús es esa Palabra que Dios nos regala para volver a casa. Es la Palabra más tierna que se haya oído jamás. Y sin embargo no es fácil escucharla. Porque desarma. Porque exige cambiar. Quizás por eso nos gusta el ruido. Por no escuchar el llanto de Belén que nos llama a la cordura. Cuántas veces la furia ciega de los adultos cede ante la inocencia de los niños. Eso mismo ocurre cuando contemplamos a Jesús. Desnudo nos desnuda. En su presencia se disipan nuestras tinieblas. Él es la Sabiduría más alta en el lenguaje más llano. Sí, lo más importante dicho del modo más ordinario, más universal, más accesible. La Palabra se hizo carne. Dios habló nuestro idioma para enseñarnos el suyo. O sea, el Hijo de Dios se hizo hombre para que el hombre pudiera ser hijo de Dios.

Jesús es todo lo que tenemos que saber, de nosotros mismos y de Dios. La felicidad no son libros, ni dinero, ni poder, ni placer. La felicidad es una Persona. En Él, como dice el salmo, “los confines de la tierra han contemplado el triunfo de nuestro Dios”. La Navidad es Buena Noticia porque celebramos que nada es más fuerte que el amor de Dios. Existe la tristeza de la incomprensión, la soledad del abandono, el sufrimiento de la enfermedad, la vergüenza del pecado, la devastación de la muerte. Existe todo eso, pero en medio y por encima de eso, existe Jesús.

lunes, 9 de diciembre de 2019

Gestos que hacen bien

Nobleza obliga. Si alguna vez expresé la perplejidad de muchos por cierta confusión eclesial en su relación con la política, hoy corresponde reconocer el acierto. La Misa de ayer en Luján con motivo de la Inmaculada Concepción de María es una brisa renovadora tanto para la Iglesia como para la sociedad civil. Dios quiera que sea el primero de muchos otros gestos en esa línea. Gestos en los que la Iglesia sea para todos casa y escuela de comunión. Gestos en los que los políticos y demás dirigentes puedan encontrarse sin agravios, lejos de la estridencias, como hombres de a pie, falibles pero a la vez razonables. Qué bien hace al país que el Presidente saliente y el entrante se unan en la plegaria por la República, a la que ambos procuran servir desde sus respectivas convicciones. Hago votos para que lo de ayer sea el inicio de una sana tradición en la que el traspaso oficial del Poder Ejecutivo sea precedido por una Misa compartida en Luján, donde no sólo quede claro que todos somos hermanos sino también que ningún Presidente es el Mesías.

domingo, 17 de noviembre de 2019

2007 - 17 de noviembre - 2019


El número doce remite a los apóstoles, el primer colegio sacerdotal. Ellos recibieron el ministerio de manos del propio Jesús. Por eso en esta oportunidad quisiera reflexionar sobre mi sacerdocio en relación a los Doce.

Pido a Dios que mi vida esté al servicio de la fe apostólica, esa fe sencilla y a la vez sublime. Tan sencilla como el credo de todos los domingos, tan sublime como la Suma de Tomás o la Trilogía de Balthasar. Tan sencilla como un niño que reza de rodillas, tan sublime como una madre que perdona a los verdugos de su hijo. Una fe recibida, no elucubrada. Incómoda por momentos, pero siempre luminosa. Una fe que es la alegría más grande que se pueda concebir, aunque no ahorre algunos dolores de cabeza.

Los obispos son los sucesores de los apóstoles, y los presbíteros somos ordenados como colaboradores suyos. Pido a Dios vivir mi sacerdocio en ese sentido, no como una ayuda meramente funcional, logística, sino desde una comunión profunda. Lo mismo que en la primera hora, esos varones elegidos tienen nombre, rostro, historia. Mi comunión con ellos quiere ser concreta, efectiva, sincera. Hoy renuevo mi promesa de ordenación: respeto y obediencia al obispo. Que mi sacerdocio madure en este espíritu filial, que no exime del diálogo franco ni de la corrección fraterna. Y dentro de los apóstoles está Pedro, la cabeza. También a él le renuevo mi adhesión, no tanto en la carne cuanto en el Espíritu, o sea, en el misterio de la unción.

Eran doce. Y Jesús los eligió bien distintos: cultos y rudos, colaboracionistas y sediciosos, mansos y coléricos. También mi sacerdocio tiene sus tensiones, como las tiene cualquier ser humano. La diversidad es una gracia que nos habla de la grandeza de Dios. Que el Espíritu armonice todo eso que sembró en mí. Que Él integre las muchas facetas apostólicas que me habitan. Y que perdone al traidor, al Judas que me gana más de lo que me gustaría. Mejor dicho, que yo no desespere como Judas sino que llore arrepentido como Pedro. Que pueda confiar siempre en la misericordia segura que se me ofrece a manos llenas, como una escuela que me enseña a derramarla sobre los demás.

El número doce dice universalidad. Pido al Padre que mi sacerdocio sea para todos. Que no haga nunca acepción de personas. En un mundo tan dividido quisiera ser, en nombre de Jesús, signo de unidad. Que Él me conceda el don de acortar distancias, permaneciendo firme en la brecha, bregando por la reconciliación que tanto necesitamos. Y que no se pierda ninguno de los que me confió. Que pueda salir en busca de la oveja extraviada, la que reniega del amor del Padre. Prefiero tropezar en esa tarea antes que bailar en la comodidad del corral.

Por último, una referencia al Evangelio de hoy. Sobre el fin del mundo Jesús no responde cuándo ni dónde sino que describe el contexto. El panorama es duro; algo así como un parto cósmico y eclesial. Pero las tribulaciones, dice Jesús, sucederán “para que puedan dar testimonio de mí (eis martyrion)” (Lc 21,13). Las persecuciones son una ocasión privilegiada para mostrar la verdad de nuestro amor. Eso mismo hizo Jesús en la cruz. Y a doce años ratifico uno de mis lemas de ordenación, en clave de súplica más que de realidad adquirida: “Para esto he nacido, para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad (martyreso te aletheia)” (Jn 18,37).

domingo, 13 de octubre de 2019

San Juan Newman

La canonización de Newman, como la de cualquier otro bautizado, es el reconocimiento de la obra de Dios en un hermano de camino. Es la declaración solemne de un modelo concreto a seguir, el triunfo de la gracia en una historia de libertad, con sus luces y sus sombras. Por eso lo que se ofrece como estímulo y ejemplo es la totalidad de la figura. Sin embargo, no cabe duda de que cada santo tiene sus rasgos característicos. 

En el caso de Newman podría decirse que su originalidad consiste en lo que se ha dado en llamar la santidad de la inteligencia [1]. El cardenal inglés buscó siempre la verdad. Y obró en consecuencia sin ahorrarse los sufrimientos que eso suponía. Entre múltiples ejemplos recordamos una frase que lo pinta de cuerpo entero. Lo encontramos varado en Sicilia, más precisamente en Leonforte, lejos de su hogar, más que enfermo, moribundo. Tiene 32 años. Su asistente lo ve tan desahuciado que le pregunta cuáles son sus últimas indicaciones. "Se las di, como quería; pero le dije «no moriré». Y repetí, «no moriré, porque no he pecado contra la luz, no he pecado contra la luz». Nunca pude entender lo que quise decir".


Estremece escuchar una confesión tan firme, surgida a su vez de una conciencia tan aguda, para nada concesiva. Tanto más nos admira por cuanto el mismo Newman reconoce el misterio que rodea el episodio. Por de pronto, es interesante descubrir el reflejo de su espíritu en semejante situación límite. No habló la razón discursiva, la que avanza por silogismos, sino la inteligencia, esa dimensión del espíritu cuya característica es la intuición. Por otra parte, el hecho cobra sentido con el correr de los años. Como una profecía llegada desde el futuro, aquel "no he pecado contra la luz" irá desplegando paulatinamente su verdad.  Finalmente, la sentencia también revela, incluso de modo inconsciente, el sentido de la misión que habitaba a Newman. 

Quisiéramos decir tanto más. Sólo agregamos que no es autor fácil, al menos no para nuestro tiempo, pero con frecuencia nos sorprende con expresiones que llegan al alma, por la sencilla razón de que siempre puso en práctica lo que consignó como lema cardenalicio: cor ad cor loquitur - el corazón habla al corazón. También por esto el cardenal inglés es una luz para todos los que buscan la Luz. 

Lead, Kindly Light *
Lead, Kindly Light, amidst th'encircling gloom,
Lead Thou me on!
The night is dark, and I am far from home,
Lead Thou me on!
Keep Thou my feet; I do not ask to see
The distant scene; one step enough for me.
I was not ever thus, nor prayed that Thou
Shouldst lead me on;
I loved to choose and see my path; but now
Lead Thou me on!
I loved the garish day, and, spite of fears,
Pride ruled my will. Remember not past years!
So long Thy power hath blest me, sure it still
Will lead me on.
O'er moor and fen, o'er crag and torrent, till
The night is gone,
And with the morn those angel faces smile,
Which I have loved long since, and lost awhile!
Meantime, along the narrow rugged path,
Thyself hast trod,
Lead, Saviour, lead me home in childlike faith,
Home to my God.
To rest forever after earthly strife
In the calm light of everlasting life.
*Poema escrito en 1833, en el viaje en el que su vida corrió serio peligro.

[1] J. Maritain escribió que "la santidad de Santo Tomás es la santidad de la inteligencia".

domingo, 22 de septiembre de 2019

Cuando la risa está fuera de lugar

En dos ámbitos distintos, la misma actitud. Lamentablemente conocida pero de todos modos desconcertante. Primero ocurrió en el cine, luego en un congreso académico. La gente ríe cuando se dicen cosas serias. Esta incapacidad para el drama revela mucho de nosotros, de nuestra superficialidad, de nuestra dificultad para asumir la realidad como es. Da la sensación de que estamos esperando cualquier excusa para liberar tensiones no confesadas. ¿Qué podemos esperar si la evasión puede con el arte y el pensamiento? Es el viejo topos del payaso triste. El bufón hace sus gracias pero sin poder ocultar su lágrima, su desesperación.


Pues donde falta la resurrección, cualquier cruz es una tragedia. Donde falta el perdón, cualquier transgresión es un acabose. Un mundo sin Jesús es un mundo roto, un mundo que tiembla de frío en los rincones cansado de sí mismo. Estamos hechos para la risa, qué duda cabe, pero una risa franca, segura de sí misma. Una risa que no sea espasmo nervioso sino triunfo de libertad. La alegría verdadera no huye del dolor ni del fracaso ni de la muerte sino que los abraza hasta transfigurarlos. Los que siembran entre lágrimas, cosecharán entre canciones (Sal 126,5).


jueves, 25 de abril de 2019

¿Quién es la Iglesia?

El teólogo suizo Hans Urs von Balthasar escribió hace muchos años un artículo titulado ¿Quién es la Iglesia? La pregunta no es nada zonza. Hace rato que lo vengo diciendo. Como Iglesia debemos preguntarnos cuál es nuestra misión en la sociedad, qué quiere Dios de nosotros. Está claro que muchos no creyentes miran a la Iglesia principalmente, cuando no exclusivamente, como una institución de poder temporal. El punto es si nosotros damos pie a esa perspectiva. 

En una nota del diario de hoy (La Nación, 25.4.2019), me llamó la atención el modo en que un periodista comenta las filiaciones partidarias de la familia de un gremialista. "... reveló un impensado detalle: «Tengo un hijo que es del Pro». También tiene dos hijas que militan en el Frente de Izquierda y una hermana que lo hace en el catolicismo". 




El catolicismo asoma aquí como una militancia política más, entre el Pro y el Frente de Izquierda. Se podrá decir que estamos ante una expresión desafortunada, tal vez apresurada, de uno solo. Tengo mis dudas de que podamos resolver el tema tan fácilmente. Urge un examen de conciencia eclesial. Y si nos interpretan mal, sin justa causa, habrá que redoblar esfuerzos... porque el mensaje está llegando torcido. Y ese mensaje no es secundario sino que hace a la identidad misma de la Iglesia, que es la Esposa de Cristo, su Cuerpo. La teología sabe bien, porque lo enseña la Escritura, que Jesús ha querido atar su suerte a la suerte de la Iglesia (Hch 9,5). Por otra parte, todo esto duele más mientras celebramos la pascua, en la que Jesús dice con mucha claridad al poder político de su tiempo: "Mi reino no es de este mundo... mi reino no es de aquí" (Jn 18,36).

jueves, 18 de abril de 2019

Jueves santo 2019

San Juan evangelista nos dice que, llegada la hora, Jesús amó a los suyos “hasta el fin”, hasta el extremo, hasta el colmo. Nos amó de un modo insuperable, como nadie pudo jamás haber imaginado. Él mismo dice que “no hay mayor amor que dar la vida por los amigos”. En el centro de la pascua está la libertad del Hijo de Dios. “Nadie me quita la vida sino que la doy por mí mismo. Tengo poder para darla y poder para  recobrarla”. Celebramos el amor fuerte de Jesús que no sólo es muerte sino también resurrección. Y el desafío de la vida es entender que su pascua es mi pascua. Como dice san Pablo: “me amó y se entregó por mí”.

La noche bendita de la última cena Jesús nos dejó dos signos. Nos hizo dos regalos para que pudiéramos entrar en su misterio. El primer signo es el lavado de pies. En un gesto por demás elocuente el Maestro se despoja de sus vestiduras, de su dignidad, y se inclina para limpiar los pies a sus discípulos. El hecho parece sencillo, ordinario, y en verdad lo es. Pero a la vez supone una revolución. La autoridad es servicio, es amor humilde que se abaja para cuidar de los demás. El Creador se ubica a los pies de la creatura para devolverle su inocencia. Jesús no especula. Se da por entero. El lavado de pies es el bautismo que todos necesitamos: purificación y consagración. Jesús no se escandaliza de nuestra suciedad, de nuestros malos olores, sino que se aboca con infinita ternura sobre nuestros pies llagados. [Como cuando éramos chicos y papá o mamá nos bañaban. Era uno de los momentos más lindos del día y lo disfrutábamos tanto nosotros como ellos]. Pedro se resiste porque no entiende. Y la verdad es que nosotros tampoco entendemos mucho. Cuántas veces reaccionamos como él, un poco altivos, como si supiéramos, como si fuéramos suficientemente grandes, como si no necesitáramos de un buen baño de perdón.


Jesús hace la tarea del esclavo, realiza el trabajo ingrato de pagar en silencio, con su propia vida, por nuestros pecados. Ocupa el lugar del maldito, del excomulgado, muere como un delincuente, para que nosotros podamos volver a sentarnos a la mesa del Padre.

El segundo signo es la eucaristía. Jesús se hace comida y bebida por y para nosotros. Él anticipa su ofrenda en el pan y el vino. La anticipa y la perpetúa. Desde esa noche y por siempre Jesús está presente en el sacramento del amor. Él se entrega libremente, sin oponer resistencia. Él es el cordero sin mancha ni defecto. En la intimidad de la cena desnuda el sentido último de su misión: cuerpo entregado, sangre derramada. Y el sacrificio sigue vigente. La ofrenda no caduca sino que permanece fresca en cada altar. Celebrar la misa es entrar en la pascua, comulgar con Jesús, con su amor generoso, que no sabe de mezquindades. Pero eso compromete. Por eso nos mandó: “Hagan esto en memoria mía”. Celebrar la eucaristía es entrar en la dinámica pascual de vivir para los demás, es renunciar a ser el centro, morir al egoísmo, entendiendo que sólo encuentra su vida quien la pierde por Jesús.

El lavado y la cena son dos puertas por las cuales entramos a un mismo misterio. Por un lado, el amor fraterno sólo persevera si come y bebe a Jesús. Por otro, el culto verdadero sólo es real cuando se prolonga en la caridad cotidiana. Por eso que el hombre no separe lo que Dios ha unido. Que podamos siempre contemplar estos dos regalos como una invitación a un amor sin fisuras, o sea, a una comunión que mira al cielo con los pies bien anclados en la tierra.


Qué bien nos hace meditar el misterio de la cena del Señor. ¡Cuánto nos quiere Dios! Sin embargo, todavía no hemos dicho algo fundamental. La entrega de Jesús se da en un marco de gratitud. Jesús no simplemente toma el pan y lo parte, signo de su propia muerte, sino que antes da gracias. Y eso lo celebramos en cada misa. En el centro de la pascua de Jesús no está el sufrimiento, sino la alabanza al Padre. La agonía en el huerto es dura, los latigazos duelen horriblemente, las burlas causan tristeza… pero nada supera la misteriosa alegría de estar en conformidad con la voluntad del Padre. Ese es el secreto de Jesús. Un secreto que Él sigue gritando a los cuatro vientos. Por eso una ofrenda sólo es propiamente cristiana cuando nace y culmina en la acción de gracias, en la eu-caristía.

Señor Jesús gracias por lavarnos los pies. Gracias por quedarte en nosotros en la eucaristía. Gracias por hacernos sentir tu misericordia que nunca se avergüenza de nuestros pecados. Gracias por hacerte alimento y bebida. Gracias por rescatarnos. Gracias por ser el sentido de nuestras vidas. Gracias por ocupar nuestro lugar. "¿Con qué pagaré al Señor todo el bien que me hizo? Alzaré el cáliz de la salvación e invocaré el nombre del Señor".

martes, 16 de abril de 2019

Una parábola para la Pascua

Notre Dame en llamas. El hecho despierta en mí dos reacciones, una más visceral, otra más racional.

La reacción visceral me retrotrae, como un relámpago, a la catedral misma de París. Si muchos la contemplan como un prodigio arquitectónico o como una referencia turística ineludible, en mi caso Notre Dame es el templo que me regaló una de las experiencias litúrgicas más sublimes. Fue un día cualquiera, al caer la tarde, durante el rezo de vísperas. La oración fue delicada, sobria pero intensa, rica en signos, colores, aromas, cantos, silencios... Un encuentro con el Santo en formas nobles pero ordinarias. Entonces sentí que Notre Dame era, o seguía siendo, lo que debía ser: la casa de Dios. La piedra y el vidrio cobraron vida. Fue una experiencia de cielo, un llamado hondo a las alturas. Y me dio algo de pena cuántos se lo perdían, cuántos pasaban por esa catedral ignorando su razón de ser.


La reacción racional ya no es una memoria sino una interpretación. Notre Dame no sólo es un templo sino un ícono de Occidente. Y eso no es casualidad. ¿Podremos ver en este incendio una metáfora de nuestro tiempo? Las llamas causaron estragos pero, dicen los expertos, la estructura está salvada. Se impone ahora una lenta y costosa reconstrucción. Gracias a Dios, ya hay quienes generosamente han comprometido su ayuda. Cómo quisiera que esta desgracia nos hiciera reflexionar sobre nuestros cimientos culturales. Es un anhelo demasiado audaz, pero hay que formularlo. 

Estamos próximos a celebrar la pascua. Todo templo es imagen de Cristo, y por eso mismo, también imagen de la Iglesia. El incendio consume, extingue, mata. Pero de entre las llamas puede surgir la vida, si es que nos abrimos a Dios. Que Jesús Resucitado sea nuestra esperanza. Que Él vuelva nuestros corazones al Padre, para que del culto verdadero renazca una cultura de la cual estemos orgullosos, una belleza que surque los siglos, que refleje la dignidad del hombre, que nos mueva más allá de nosotros mismos, hacia un sol que no tiene ocaso.

Finalmente, recomiendo vivamente el comentario de Jorge Fernández Díaz, que se acerca bastante al mío, sólo que mucho mejor escrito.

martes, 1 de enero de 2019

La buena política está al servicio de la paz


Querido Cardenal Mario Aurelio Poli;
Queridos Obispos y presbíteros concelebrantes;
Estimados representantes de otras confesiones cristianas y cultos;
Distinguidas autoridades civiles;
Hermanos todos:



¡El Señor tenga piedad y nos bendiga, haga brillar su rostro sobre nosotros y nos conceda la paz!
Sal 67 (66), 2; Nm 6,26

Estamos celebrando la Navidad, el nacimiento de Jesús, el Hijo de Dios. La Iglesia dedica ocho días a esta solemnidad expresando así el desborde de este misterio. Desborde de amor de un Dios que se hace hombre a fin de rescatarnos del pecado y de la muerte. Desborde de sabiduría de ganarnos el corazón, no por la fuerza sino por la ternura de un niño que nace entre humildes pastores, en un oscuro pesebre de una insignificante aldea. Desborde de misericordia de no avergonzarse de nosotros, la obra de sus manos que con insólita desfachatez desprecia el cariño del Padre malgastando el precioso don de la libertad.

La octava culmina hoy con la contemplación de María, la Madre de Dios, la mujer que experimentó como nadie el exceso de la bondad divina. Con ella y como ella queremos conservar todas estas cosas meditándolas en nuestro corazón (Cf. Lc 2,19). Queremos entrar en el misterio de Jesús, que nos reconcilia con Dios y entre nosotros mismos (Cf. 2 Co 5,18-20). Por eso celebramos también hoy la Jornada mundial de la paz. En este marco de alegría los cristianos queremos unirnos a todos los hombres de buena voluntad en el compromiso por la paz, recordando especialmente la bienaventuranza que nos enseñó Jesús: “Felices los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios” (Mt 5,9).

Este año el Papa Francisco nos propone reflexionar sobre “la buena política” como servicio a la paz. Quizás no sea exagerado decir que en gran parte del mundo se percibe un desencanto de la política. Por eso el Papa no sólo invita a un examen de conciencia sino también a una valoración positiva de la función pública. Entendida rectamente, la política es vocación de servicio en la búsqueda del bien común. Política viene de polis, que significa ciudad; y en este sentido todos deberíamos ser políticos, ciudadanos comprometidos en los asuntos comunes. Es verdad que las autoridades tienen una responsabilidad mayor, y algún día deberán rendir cuentas del modo en que hayan ejercido sus cargos, pero también es verdad que existe una micro-política en la que se juega más de lo que solemos conceder. La paz del mundo comienza en lo oculto de cada corazón, sobre todo en el cariño de una familia que enseña a perdonar y de una escuela que educa en el respeto a los demás. La verdadera paz no puede ser impuesta sino que florece de una multitud de varones y mujeres que son lo suficientemente fuertes como para no ceder a la lógica de la violencia, de la corrupción y del descarte.

En esta línea, Francisco nos recuerda con palabras de Pablo VI que toda persona tiene el deber de conocer cuál es el contenido y el valor de la opción que se le presenta como realización del bien común (Mensaje para la 52º Jornada Mundial de la paz, 2). Dicho de otro modo: una sociedad madura exige de sus políticos no sólo dedicación sino claridad y coherencia con sus plataformas electorales, a fin de que los ciudadanos puedan discernir en conciencia lo que es más digno del hombre. Tanto la macro- como la micro-política deben estar regidas por la transparencia de discursos “sin doblez” (Jn 1,47). En efecto, la buena política, la que sirve a la paz, cultiva el arte del diálogo sincero que es todo lo contrario de la retórica vacía así como de ciertas riñas verbales a las que –lamentablemente– nos hemos acostumbrado. Urge, por tanto, recuperar el buen uso de la palabra. Honrar la palabra es honrar a Jesús, la Palabra hecha carne (Cf. Jn 1,14). En Él aprendemos a hablar como Dios habla: con verdad, con humildad, con amor.

En definitiva, los vicios corrientes de la política no deben hacernos olvidar que se trata de una tarea tan noble como imprescindible. Como dice Francisco, “la política, si se lleva a cabo en el respeto fundamental de la vida, la libertad y la dignidad de las personas, puede convertirse en una forma eminente de la caridad” (Mensaje para la 52º Jornada Mundial de la paz, 2). En esta Misa rezamos para que cada vez sean más los que asuman la política como un camino de santidad, como un auténtico servicio a la concordia y la paz. Miramos para ello a Jesús, el cordero de Dios: “Él es nuestra paz” (Ef 2,14). Y le pedimos que nos regale su modo manso pero firme, que tanto bien hace. Porque la verdadera paz no sólo es obra humana sino fundamentalmente don de lo alto.

Por la fe sabemos que la paz de Jesús descansa en la mirada del Padre y en la unción del Espíritu. Esa paz nace hoy en Belén, luminosa pero frágil. Que la Virgen María nos enseñe a custodiarla, para gloria de Dios y bien de nuestros hermanos.


Pbro. Andrés F. Di Ció
Buenos Aires, 1º de enero de 2019
Catedral Metropolitana