martes, 1 de enero de 2008

Vulgares


“Nada más ofensivo para un hombre de nuestro tiempo y de nuestra raza que decirle que su carácter es débil, que es vulgar y que no se distingue para nada de los demás hombres”[1].

Tal vez sea un poco apresurado, pero estos meses como diácono me invitan a ensayar una prematura reflexión. Los hombres necesitamos verbalizar, poner en palabras lo que vivimos, sabiendo que no pocas veces ese juego de aciertos trae luz insospechada.

El diácono (servidor) se aboca a la caridad de la Iglesia, a la proclamación y la predicación, a recibir el amor de los esposos, y a acompañar la vida en sus extremos. Justamente esos extremos permiten una síntesis: el bautismo como rito iniciático y el responso como despedida recapituladora. Pocos acontecimientos tan significativos como éstos.

El bautismo reedita de alguna manera el nacimiento. Pero esta vez no es la secreta escena del parto sino la pública celebración de la vida como regalo de Dios. Por otra parte el responso. Carente de las distracciones del bautismo, nos pone sin rodeos de cara a lo esencial. Sin maquillaje alguno, el llanto desnuda el alma quebrantada mientras se exponen las más diversas miradas: creyentes, desafiantes, interrogantes. Ser o no ser; ésa es la cuestión.

Y allí el ministro. Paradoja de Dios ésa de valerse del ‘menos’ –de allí ministro- para hacerse presente[2]. En esa hora breve y fría descubre uno su identidad. Al fin no somos más que rezadores. Rezamos e intentamos hacer rezar.

No hay cursos ni posgrados. Ninguna papeleta puede acreditar la palabra o la acción del hombre de Dios. En este sentido está tan desnudo como su Señor. Bien que a veces le gustaría tener respaldo al modo humano: “Lea, aquí dice…”. Pero no. Lo nuestro es un oficio sagrado y simultáneamente del montón. Como Jesús. Somos vulgares.

Pero la cercanía vulgar, el contacto directo y privilegiado de tantas escenas trascendentes en la vida de los hombres se va acumulando. En cada ministro se va forjando aquello que llevó a Pablo VI a hablar de la Iglesia como “experta en humanidad”. Y sin embargo no dejamos de ser torpes instrumentos.

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Algunos no saben rezar (o al menos así lo sienten). Otros se encuentran tan golpeados por el dolor que no pueden hacerlo. El desconsuelo los ha dejado sin voz; siguen el rito como quien sueña, con una involuntaria dosis de abstracción. Con ellos y por ellos reza el ministro. Les presta su voz, y la plegaria de la Iglesia, para expresar sus deseos más íntimos en un terreno que para muchos es poco familiar.

Pero hay ocasiones en que el cortejo –aun dolido- espontáneamente expresa su fe. Ellos saben en qué consiste esta despedida, este deber de misericordia. Se aferran a la promesa de Jesús con una entereza admirable. Entonces… ¡Qué edificante es la fe del pueblo! Nos confirmamos mutuamente y salimos renovados para seguir en el Camino.

Lo contrario ocurre ante algunos familiares que toman una distancia provocativa, agresiva en el marco del silencio fúnebre: “no tengo parte en esto”. Uno siente el dolor por la oveja perdida que se aleja y no es capaz de elevar los ojos al cielo. Quizá su indiferencia sea un grande temor a mirar de frente el abismo de la muerte. El ministro está impotente. Lo registra en su rincón, lo respeta, y también lo encomienda con la esperanza de que la Palabra de Dios lo toque. Estas situaciones nos recuerdan para qué estamos. Es un acto de fe, y ante todo rezamos por el difunto. Él no tiene la culpa de la incredulidad de quienes lo acompañan, y en todo caso eso pide un plus de caridad.

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La eucaristía (¿podía no ser así?) enseña mucho sobre lo que es el ministro. El diácono que baja del altar (altus: alto) con el pan consagrado cumple un rol maternal. En el diario aproximarse a los fieles para distribuir el alimento de Vida se experimenta la ternura y la paciencia de la madre ante sus criaturas. Uno es la mediación, y sus manos –sus insignificantes y pecaminosas manos- el instrumento por el que llega la comunión.

El sacerdote, quien nunca deja de ser diácono, hace las veces de padre: “trabaja” para que el alimento pueda estar sobre la mesa. Soy consciente de lo estereotipado de la reflexión, y de lo prosaico en relación a lo más sagrado de nuestra fe. Pero me parece que ha sido voluntad de Dios manifestarse a través de los canales más ordinarios (encarnación). Y quien ejerce el orden sagrado experimenta –en medio del misterio- lo arduo de lo cotidiano y el profundo simbolismo de su servicio.

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Finalmente decimos que el ministro es el hombre de los innumerables rostros y nombres. Entre las muchedumbres con quienes trabamos relación buscamos descifrar el Rostro Único. Y es lindo pensar que cuando lleguemos al cielo y veamos a Jesús, reconoceremos en su Rostro a tantos que pasaron por nuestras vidas. Es lindo pensar que todos ellos saldrán a nuestro encuentro y nos abrazarán. Y todos esos nombres que alguna vez tuvimos en nuestros labios se unirán para pronunciar el nombre nuevo que Dios tiene reservado para cada uno (Ap 2,17).

A.F.D.C.
octubre de 2007
[1] Fedor Dostoyevski, El Idiota, Juventud, Barcelona 1999, 155.
[2] S. Ignacio repetía que Dios era el “siempre mayor”, el “siempre más…” (Deus semper maior). El ministro (menos) hace presente al maestro (más grande: magister).