viernes, 25 de diciembre de 2015

Variaciones navideñas

En todo nacimiento se esconde una sorpresa. La criatura llega como don imposible de adivinar.  ¿Cuál será su rostro? Recién con el parto comienza la aventura del conocimiento y la aceptación. Entonces la madre abraza y contempla, amorosa, sin condiciones. 

Lo mismo ocurre con Jesús, cuya venida supone un desafío. Qué importante es mantener la expectativa frente al primogénito (Lc 2,7). Él es el primero no sólo para María y José, sino para la humanidad entera. Porque en Jesús, por primera vez, los hombres somos hijos de Dios en sentido propio. 

La Navidad llega como el fresco nocturno, para renovarnos en el misterio. "Yo hago nuevas todas las cosas" (Ap 21,5). Es hora de recobrar el placer sencillo del gran asombro. Resistamos la tentación de pensar que ya lo hemos visto todo y démosle una oportunidad al niño Dios. Que al menos esta noche haya para ellos lugar en nuestro albergue. Y tiempo también.


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En los días previos a la Navidad estuvimos en la calle con una imagen de Jesús. A quienes pasaban se les ofrecía besarlo en señal de adoración. El gesto misionero es sencillo pero eficaz y la respuesta fue, en general, muy positiva. Entre tantas personas rescato dos momentos altamente significativos.

Primero. Una madre, un tanto apurada, lleva a su pequeña hija de la mano. Cuando se le enseña al niño Dios duda. Y enseguida responde: "es que en la otra esquina está Papá Noel. En todo caso vemos a la vuelta". Conclusión: no hubo tal vuelta. Segundo. Un matrimonio joven avanza junto con dos hijos, todos de la mano. Los grandes llevan ropas deportivas y ella un conjunto rosa fluo. En cuanto ven al niño la madre dice conmovida: "Vamos a adorar a nuestro Dios. Él nació por nosotros... (pausa y acercamiento) Nació por nosotros: para darnos vida eterna". ¿Acaso hay una catequesis más perfecta? Anuncio explícito, adoración explícita, ejemplo explícito. Parafraseando a Jesús: ¿cuál de las dos madres entendió la Navidad? (cf. Mt 21,31).


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Vivimos saturados de palabras. Es difícil sustraerse a la marea verbal que a diario nos acosa. Somos bien conscientes de que el afán de estar informados puede sacarnos de quicio. Y sin embargo lo llevamos al límite. Pero está claro: nada de lo que oímos es suficiente. 

El cristiano sabe que en realidad no hay más que una Palabra (Jn 1). Ella procede del Padre y logra expresar lo que nadie: el misterio de la Trinidad y de la creación entera. Esta Palabra insondable se ha hecho carne en Jesús. ¿Y por qué no lo escuchamos? Porque la charlatanería es más nociva de lo que a menudo imaginamos. Nos cuesta entender que Jesús resuena en un marco de silencio, en un contexto suficientemente delicado como para acoger la vida incipiente.

Celebrar la Navidad es celebrar la irrupción del Verbo eterno, capaz de colmar toda búsqueda. Pero, curiosamente, no ha querido llegar de manera clamorosa sino en la debilidad de un niño. Pudiendo exigir obediencia, prefirió apelar al cariño. "No ha venido como vencedor, sino como alguien que suplica. Está como refugiado en mí, bajo mi custodia, y yo respondo de Él ante su Padre" (G. Bernanos). Tenerlo en brazos es una gracia tremenda y terrible. Yo respondo de Él ante su Padre...