domingo, 29 de julio de 2018

Juan 6,1-15

Empezamos este domingo un paréntesis en nuestra lectura del Evangelio según san Marcos. Durante cinco semanas nos abocaremos al capítulo 6 de san Juan, que trae el llamado “discurso del pan de vida”.

Lo primero que llama la atención es el seguimiento masivo que suscita Jesús. Hay algo en él, en su forma de predicar, de sanar, que arrastra. La gran multitud estaba fascinada con sus “signos”. Pues entremos entonces en uno de los más fuertes. 

El pasaje que hoy escuchamos (Jn 6,1-15) es, en primer lugar, un canto a la providencia. Nos habla del cuidado de Dios que, como Padre bueno, no olvida a sus hijos sino que piensa siempre en ellos. Como dice el salmo: “Tú les das la comida a su tiempo; abres tu mano y colmas de favores a todos los vivientes” (Sal 145,15-16). Contar con la acción de Dios. Un milagro como el de la multiplicación llama nuestra atención, ciertamente, pero lo importante no está tanto en lo extraordinario del hecho como tal, sino en la certeza de que no estamos solos. Por decirlo de otra manera, el realismo no es la mirada escéptica, descreída, tecnócrata, sino todo lo contrario: la mirada de fe que reconoce la presencia de Dios y su protagonismo en la historia; la mirada poética que se deslumbra con el prodigio de la creación, la que cuenta con el exceso porque sabe que no todo se puede medir. El signo de Jesús dando de comer a cinco mil hombres habla del obrar de Dios, a menudo discreto pero siempre decisivo en el curso de nuestras vidas.

Un segundo aspecto a considerar es el de la sobreabundancia, rasgo tan característico de nuestro Dios. Si en Caná fueron litros y litros de vino, aquí sobran canastas y canastas de pan. Jesús no quiso simplemente alimentar, sino dar a conocer la generosidad del Padre, la desmesura de su amor, que no tiene límites. Quien se acerca a Jesús, no pasa hambre. “Comerán y sobrará” (2 Re 4,43), había dicho en su momento Eliseo, según escuchamos en la primera lectura. En un mundo sembrado de falsas promesas es clave entender que “sólo Dios sacia” (S. Tomás de Aquino). Y los que nos acercamos a él estamos llamados a replicar su magnanimidad. 

Marko I. Rupnik - Catedral de la Almudena (Madrid)


No obstante, la sobreabundancia nace de lo pequeño. Incluso de un pequeño, de un niño-muchacho (paidárion) que ofrece cinco panes y dos pescados. Dios gusta valerse de lo insignificante, de lo que el mundo desprecia. Es su estilo, el estilo del amor creador, que hace surgir la vida -literalmente- de la nada. Que puede hacer un santo de un pecador. Pero que necesita (porque respeta) el gesto mínimo de su libertad, de su compromiso, de su empeño en salir adelante. Creer en Dios no es lo mismo que ser milagrero. Jesús nos llama a colaborar en su obra, poniendo en juego nuestros talentos, asumiendo el rol que se nos ha confiado. Sobre esto existe en la Iglesia un antiguo adagio: la gracia supone la naturaleza.

El signo concluye con la cuestión de la identidad de Jesús. ¿Quién es éste que da de comer a una multitud? La gente lo reconoce como el profeta anunciado, como el mesías que debía venir; y en eso tienen razón. Pero su lectura del signo no está exenta de cierta ambigüedad, pues además quieren hacerlo rey. Entonces Jesús regresa a la montaña, frustrando la expectativa de muchos. Él no ha realizado el signo como una fanfarronería sino como un servicio, para darse a conocer. Puede que también nosotros a menudo nos hagamos una imagen de Dios demasiado humana, como de bolsillo, la de un Dios que entra en nuestros esquemas, acomodándose a nuestro afán de control. Por eso pidamos hoy la gracia de reconocerlo como es, sin distorsiones ni falsas coloraturas, como aquel que nos salva precisamente abriendo nuestros horizontes. 

martes, 3 de julio de 2018

Hablemos (a fondo) sobre el aborto




Buenos Aires, 3 de julio de 2018

Querido lector: Comparto estos pensamientos como quien abre una puerta. Te pido que entres en confianza pero con respeto, ponderando ideas, sin prisas, asumiendo a su vez el compromiso de hacerme saber si en algo estoy equivocado.

Un debate supone el intercambio de argumentos. Pero antes que eso requiere una búsqueda honesta de la verdad. ¿Estamos todos empeñados en esa búsqueda? Es difícil saberlo. Si así fuera no se habría descalificado tanto la mirada religiosa. ¿O acaso la religión no puede aportar luz? ¿Cómo saberlo de antemano? Es curioso que en nombre de la apertura se dé un cierre tan grosero.

Es cierto que la participación ciudadana dentro y fuera del ámbito del Congreso ha sido notable, pero sigue en pie la pregunta si en realidad nos hemos escuchado los unos a los otros. Pienso que estas semanas han reflejado cuán poco ejercitados estamos en el arte del diálogo. Sin duda hubo múltiples voces, pero yuxtapuestas, sin que se diera un enriquecimiento mutuo. No obstante, todos coincidimos en que no se trata de una discusión más. Por eso deberíamos, con mayor razón, considerar todas las dimensiones de la cuestión: médica, jurídica, económica, psicológica, moral, semántica, filosófica y teológica.

Ante todo, el objeto. ¿Qué se está discutiendo? ¿la despenalización o la legalización? La consigna “aborto seguro, legal y gratuito” no da lugar a dudas. La campaña no busca la sola despenalización de la madre que decide abortar sino que procura legalizar esa práctica. En otras palabras, lo que se pretende es que el aborto sea reconocido como práctica no reprochable, no sólo para la madre –a quien se presume desesperada– sino para la entera sociedad. El sentido de la despenalización no sería ya el de contemplar a la mujer que aborta como una persona necesitada de contención, sino el de garantizar una liberalización, un presunto “derecho al aborto”, que, para colmo, debería ser facilitado, moral y económicamente, por el conjunto de la sociedad. En este marco, ¿es honesto insistir en la criminalización de las mujeres que abortan? Si sólo interesara eso, ¿acaso no obtendríamos un consenso unánime? De lo dicho se puede concluir que, en lo que hace a retórica, el discurso pro-aborto es audaz e ingenioso pero ciertamente no consistente. Un ejemplo de despenalización que podría servirnos de guía es el caso del suicida, a quien la ley no sanciona, cosa que sí hace con sus instigadores o partícipes. ¿Y si exploramos este camino?

Pero el objeto de la discusión permanece aún difuso. Para ello la pregunta crucial dice así: ¿qué es un aborto? Es la interrupción de un embarazo. ¿Qué es un embarazo? El proceso de gestación del ser humano. Por ende, el aborto procurado significa terminar, deliberadamente, con el proceso por el cual se desarrolla la vida humana. En otras palabras, el aborto es la eliminación de una vida humana en su fase inicial. He aquí el meollo de la cuestión. La ciencia no tiene ya duda alguna de que la vida humana en gestación es distinta de la de la madre. El embrión posee un código genético propio y seguirá desarrollándose –cambiando– ininterrumpidamente, no sólo hasta el nacimiento sino hasta su muerte, la cual puede darse de manera natural o violenta.

El argumento sintetizado en el slogan “es mi cuerpo” omite un dato elemental: el cuerpo de la mujer alberga otro cuerpo, otro ser, sobre el cual ella no tiene derecho de decidir. ¿Qué clase de sociedad es la que deja al libre arbitrio de sus ciudadanos el avanzar impunemente contra la vida de otro ser humano?

Suele ocurrir que, una vez sentada esta indiscutible verdad, la que nos dice que está en juego una vida humana distinta de la madre, los partidarios de la legalización del aborto pretenden pasar a considerar otros aspectos de la cuestión. No hay problema con abordar otras perspectivas, pero ciertamente no a costa de olvidar que lo que la madre lleva en su seno es una vida humana. Por eso en estos días quedo pasmado al comprobar que no poca gente inteligente, culta y de buen corazón habla a favor del aborto. ¿Cómo puede uno pensar que la solución consiste en eliminar una vida humana? Y, para colmo de males, una vida humana absolutamente inocente e indefensa. Tan indefensa que ni siquiera puede gemir solicitando piedad. Lo que parece carecer de toda lógica es que muchas personas presentan el aborto como una respuesta razonable ante el hecho de la muerte. ¿Combatir la muerte con la muerte misma? Si en verdad importa la vida, entonces cómo es que no se reconoce la vida intrauterina. Repitámoslo: que la mujer embarazada alberga una vida humana es un dato científico irrefutable. La religión podrá reconocer en esa gestación la obra de Dios y de ese modo una dignidad que trasciende la mirada humana, pero no hace falta credo alguno para constatar que el embrión es un ser vivo de nuestra misma especie, un miembro más de la familia humana. ¿O acaso los abortos espontáneos no implican un duelo?

Me pregunto cuántos de los que militan a favor del aborto han presenciado uno. Es relativamente fácil gritar en una plaza, elevar pancartas y portar pañuelos verdes. Lo difícil, porque desgarrador, es asistir al macabro espectáculo de la mutilación. Y aun cuando el proceso sea químico, el resultado sigue siendo el mismo: los diminutos miembros hablarán de una identidad como la nuestra, germinal, por supuesto, pero inequívoca. ¿Quién puede decir que eso no es muerte? ¿Quién puede decir que eso es salud? Es preciso ser absolutamente claros: el embarazo no es una enfermedad sino un proceso de vida, que puede tener complicaciones, ciertamente, pero que en términos normales no requiere la intervención médica. La medicina está por definición al servicio de la vida, por eso busca siempre sanar. Pero si la medicina mata entonces no habrá que esperar lo peor, porque lo peor ya habrá llegado.

Pasando al campo jurídico he leído que una eminente jurista sostiene que los derechos son progresivos. De allí concluye que “el embrión no tiene derecho absoluto a la supervivencia, ni la madre tiene derecho absoluto a interrumpir el embarazo en cualquier momento”. Lo que esta teoría no advierte, o no quiere advertir, es que existe una jerarquía de derechos. En efecto, el derecho a la supervivencia está por encima al derecho de interrumpir el embarazo. Porque la supervivencia del embrión no se logra a costa de la vida de nadie, cosa que sí ocurre en la interrupción del embarazo. Por otra parte, esta postura no explica con qué criterio la sociedad debiera permitir e incluso facilitar el aborto hasta los tres meses sin ningún tipo de explicación. ¿De dónde surge ese período? ¿Y por qué debería dar explicaciones en el segundo trimestre? ¿Qué clase de explicaciones resultarían válidas en ese caso? Te pido, lector, que me corrijas si estoy equivocado, pero según mi modo de entender, lo que se pretende consagrar es la ley del más fuerte. Pues no se trata de la concurrencia de dos derechos iguales sino claramente asimétricos. Y en este contexto hay quienes proponen ignorar esa jerarquía natural, homologada por las más diversas culturas, a fin de proponer otra jerarquía igualmente antigua aunque sin duda vergonzosa, la del que “puede más”, o, para hablar sin eufemismos –como prefiere la jurista–, la del más violento. ¿Qué tipo de amenaza representa el embrión para la madre y para la sociedad? El debate nos obliga a considerar qué sociedad queremos, cuáles son sus pilares, sus valores; en última instancia se trata de expedirnos sobre cómo entendemos la vida, ¿es un lastre o un gozo? ¿el niño por nacer es un estorbo o una bendición? Quizás no esté de más recordar que todos nosotros hemos sido alguna vez un embrión, un ser débil, enteramente dependiente. Y si pudimos nacer no fue por mérito propio sino por la generosidad de nuestra madre, que respetó y cuidó la vida como un auténtico milagro, sí, como algo digno de admiración. La regla de oro dice: no hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti. Entonces no abortes, porque no te hubiera gustado ser abortado, es decir, verte privado de la vida, que por momentos es dramática, evidentemente, pero que conlleva tanto gozo, tanto cariño, tanta fiesta… ¿Quién soy yo para negar a otros lo que no quisiera que me hubieran negado a mí?



Más allá de todo lo dicho, cabe repasar lo que dice la legislación argentina. En nuestro régimen jurídico la persona es considerada como tal desde el momento de su concepción. Esta doctrina no sólo tiene rango constitucional, por la incorporación de los Tratados internacionales a la Carta Magna, sino que también se encuentra consagrada en el Código Civil y Comercial recientemente modificado (2014): “La existencia de la persona humana comienza con la concepción” (art. 19). Por eso llama la atención el empeño en aprobar el aborto por parte de legisladores, jueces y políticos: gente que debería estar familiarizada con la jerarquía del orden jurídico y con el respeto que las leyes merecen. Uno puede comprender que la norma no guste, lo que no se puede entender es que se la ignore, que se la violente, pretendiendo legislar en una manifiesta contradicción con leyes de mayor jerarquía. ¿Qué tipo de ejercicio democrático es ése? Cuando las cosas se complican hay que volver a los fundamentos, entre los cuales se encuentra el célebre adagio del derecho romano: dura lex, sed lex – será dura la ley, pero es la ley. Por último, respecto de las causales de aborto no punible contempladas en el Código Penal, cabe decir: la primera no constituye propiamente aborto, sino que se trata de una acción que procura la salud de la madre (y que deriva en un aborto como consecuencia inevitable); la segunda responde a una inaceptable mentalidad eugenésica, por lo que debería considerarse sin vigencia. Si hay vida, se respeta, se acompaña y se tutela; sin preguntar de dónde o cómo ha venido. Está claro que las circunstancias de la gestación pueden ser espantosas, pero nada, absolutamente nada, justifica que el niño por nacer sea eliminado. ¿Por qué habría de sufrir él las consecuencias de un crimen que no cometió? ¿Por qué habría de ser rechazado ante la mera hipótesis de una inteligencia disminuida? Como dice el refrán: lamentablemente, la cadena se corta por el eslabón más débil. ¿Es ésta la sociedad que queremos? ¿Dé qué sirve declamar derechos si a fin de cuentas esos derechos consagran la inequidad? Cuando se representa la justicia como una mujer con los ojos vendados se quiere dar a entender que ella no hace acepción de personas. Si esa justicia existe en Argentina, entonces no hay forma de convalidar el aborto, que significa la muerte de una persona jurídicamente reconocida como tal.

En relación a la economía, debe preguntarse si se han contemplado las erogaciones que el aborto presuntamente gratuito implicarían al Estado. ¿Es racional destinar tanto dinero para un fin que no es el de sanar sino el de truncar un proceso de vida? ¿Se habla acaso del costo que tendrá la contención psicológica de las mujeres que aborten? El aborto no figura entre las principales causales de muertes maternas, por eso lo más sensato sería que los recursos económicos se orientaran principalmente a esas causales más relevantes para el conjunto de la sociedad. Desde otro punto de vista es innegable que la campaña pro-aborto cuenta con el beneplácito si no con el apoyo económico de importantes grupos de poder. Mientras que unos ofrecen su acompañamiento por motivos ideológicos, otros lo hacen por interés económico. Es así. Hacer dinero no es un pecado, al contrario, el desarrollo económico es bueno para la sociedad. Pero lo que no es bueno es lucrar, inescrupulosamente, con la muerte. Quien se acerca al aborto libre sabe bien que en ese ámbito no sólo corre mucho dinero, sino que también da lugar al abominable tráfico de órganos. Por eso no faltan laboratorios, clínicas e incluso médicos que ejercen una fortísima presión para que el aborto sea reconocido como práctica legal. Se trata de un dato no menor que suele ser acallado, precisamente porque haría ver que existen intereses creados que condicionan la mirada.

Sobre la apelación a la política de salud pública hay que repetir, incluso hasta el cansancio: nada justifica la eliminación de otra vida humana. Si hay muertes por abortos clandestinos, el aborto legal no es la solución. Existe, en cambio, una opción menos traumática, menos costosa, menos riesgosa, más responsable: que no haya abortos. Que se pretenda matar en nombre de la salud lo deja a uno sin palabras. La auténtica política de salud pública sería garantizar el acompañamiento a las madres que por diversos motivos sienten que el embarazo las supera. Nadie les pide que se hagan cargo de por vida sino tan sólo hasta el día del parto. Por lo demás, política de salud pública es garantizar que la mujer embarazada entienda lo que lleva dentro de sí. Que puede escuchar y ver la criatura que crece en sus entrañas. Que alguien le cuente del dolor que puede llegar a sentir quien libremente ha elegido abortar. Legalizar el aborto en función de las muertes debidas a abortos clandestinos representa la claudicación de la moral. Es el tácito reconocimiento de que los ideales no cuentan, sino que impera el pragmatismo. Se elige no mirar el cuadro entero. Pretendemos un objetivo sin que importe el modo. ¿No es éste el estilo propio de las dictaduras?

Con lo dicho no queda agotada la cuestión, pero sí queda expresado lo esencial. La vida humana existe desde la concepción, tanto médica como jurídicamente. No hay por qué elegir entre una y otra vida. Tal vez corresponda agregar una palabra sobre la filosofía que sostiene la campaña pro-aborto. Cuando cierto feminismo presenta el aborto como una conquista, lo hace según la creencia de que no existe otra moral que la que uno mismo se da. La autodeterminación se erige entonces en un criterio absoluto. La prueba está en que los partidarios del aborto no retroceden ni siquiera ante la evidencia de que hay una vida humana en juego. Ellos se asumen como racionales, a menudo incluso más racionales que aquellos que creen en Dios; sin embargo, cuando la ciencia contradice su postura, entonces eligen no escuchar. Por eso me da pena este debate, reflejo de una sociedad que no sabe dialogar porque ya no sabe pensar. Las posturas no buscan dirimirse a la luz de la razón sino del sentimiento. Echo de menos el rigor intelectual, así como la precisión en el uso de la palabra. En fin, por más triste que sea, para quien sigue el derrotero de ideas en el horizonte contemporáneo no se trata de una novedad: el pensamiento débil (Vattimo) conduce a la derrota del pensamiento (Finkielkraut); y, de modo semejante, la muerte de Dios (Nietzsche) conduce a la muerte del prójimo (Zoja).

La conciencia es algo maravilloso, un sello de la grandeza del hombre. Pero la conciencia no es infalible, por eso debe educarse en una permanente confrontación con la realidad. Y cuando ésta la desmiente, hay que saber corregirse. Por eso es tan importante abrir el marco de nuestra comprensión: escuchar todas las voces, mirar todos los ecógrafos, enjugar todos los llantos, poniendo lo mejor de cada uno de nosotros para que no sea necesario mancharse las manos con sangre.

Tal como enseña la etimología, el “aborto” es la privación del nacimiento”. Es una práctica invasiva que “saca de su lugar” al embrión (como se saca a un pez del agua). El más fuerte expulsa caprichosamente al más débil. Me gustaría pensar que estamos todos de acuerdo en que no queremos esto para nuestro país: no queremos quitarle a nadie su lugar, porque tenemos un país con oportunidades para todos, un país abierto, como siempre lo hemos sido.

Quien escribe es cristiano católico. Pero no hizo falta argumentar desde la fe, sino que bastó con la sola lógica, el solo sentido común. Sin embargo, quisiera concluir con una cita paradigmática de un libro paradigmático. Pues ningún otro libro ha influido tanto sobre la cultura universal como la Biblia. Y con ella, millones y millones de personas han encontrado una hoja de ruta para el misterio de su existencia. Por eso me parece que corresponde escuchar con respeto lo que tiene para ofrecer, pues evidentemente ha sabido tocar las fibras de muchos hombres. Cuando la Biblia narra el primer nacimiento, se nos dice que la madre, Eva, exclamó: “He adquirido un varón con el favor de Yahvé” (Gn 4,1). Es una mujer que contempla a su hijo como una bendición de Dios, en la que le ha tocado un rol privilegiado. Todavía son muchas las que sienten de esta manera, pero es obvio que hay otras, más de las que uno quisiera, que no quieren ser servidoras de nadie, ni siquiera de la vida que se les confía.

Insisto lector. Quisiera escuchar tus resonancias, incluso tus disidencias. Sólo pido respeto y lógica. Confío en la capacidad del diálogo, de la inteligencia y de la empatía. La descalificación no es buena para nadie. Somos argentinos todos y sé que queremos lo mejor para nuestro país.

Andrés F. Di Ció
andydicio@yahoo.com