jueves, 17 de noviembre de 2016

En mi 9º aniversario sacerdotal

2007 – 17 de noviembre – 2016 

Ap 5, 1-10; Sal 149 (R.: Ap 5, 10); Lc 19, 41-44

El pasaje del Evangelio que acabamos de proclamar nunca deja de impresionarme. Jesús llora por Jerusalén. Es el llanto del pastor, llanto de quien se sabe padre, hermano y amigo. “El amor es compasivo”, dice san Pablo. Quisiera pedir hoy el don de lágrimas, la capacidad de sentir con todos, dejándome afectar por sus alegrías y tristezas, por sus angustias y esperanzas. Que no se me endurezca el corazón, aunque eso duela. “Felices los que lloran porque serán consolados”.

En el llanto de Jesús está cifrado el drama de su pasión. La Palabra de Dios no es bienvenida. Jesús aprende –de un modo áspero– lo que es el desprecio. Y sin embargo no se arrepiente de haber hecho la visita. Llora más por la ciudad que por sí mismo. “El amor no busca el propio interés… todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta”.

Quizás éste sea un buen momento para pedir perdón. Perdón por las veces que entristecí a Jesús. Perdón por las veces que lastimé a los demás. Perdón por haber contribuido al llanto de este mundo roto, ya un poco cansado de tanto tropezar. Perdón, en el fondo, por no haber gritado más fuerte la Buena Noticia.

La primera lectura describe a la perfección el modo como entiendo mi sacerdocio. Por eso la hice bordar al frente de mi casulla de ordenación. Dios me eligió para transmitir la certeza del triunfo de Jesús, el león de Judá, el cordero sin mancha, el único capaz de desentrañar el libro de la historia, que es el más difícil de leer. Porque todos lloramos alguna vez, todos sufrimos la injusticia y nos sentimos impotentes frente al mal, pero no todos escuchamos las palabras benditas de consolación: “no llores, ha triunfado el león de la tribu de Judá, el retoño de David. Él abrirá el libro y sus siete sellos”. Jesús es tanto el león fuerte como el manso cordero. Está de pie pero como degollado, porque en su resurrección lleva para siempre las marcas de la cruz. Jesús conoció la noche para que nosotros viviéramos en la luz. Y en esta liturgia pregustamos la fiesta eterna por la que pagó con su propia vida. Por eso, que todo nuestro ser cante con gratitud, aunque sea con voz trémula, lo que ya es coro firme en el cielo: “Tú eres digno de tomar el libro y de romper los sellos, porque has sido inmolado, y por medio de tu Sangre, has rescatado para Dios a hombres de todas las familias, lenguas, pueblos y naciones. Tú has hecho de ellos un Reino sacerdotal para nuestro Dios, y ellos reinarán sobre la tierra”.

A. F. D. C.