sábado, 27 de noviembre de 2010

Vigilia por la vida humana naciente

I Vísperas del Domingo I de Adviento

El Papa Benedicto XVI ha convocado para hoy, día en que comenzamos la preparación de la Navidad, una vigilia mundial de oración por la vida naciente. El sentido profundo es el siguiente: los cristianos creemos que Jesús es la Vida y quien nos da la vida en abundancia (Jn 14,6; 10,10). En él, toda vida humana ha recibido una nueva dignidad. Pero sabemos también que mientras nos disponemos a recibir al niño de Belén existe en nuestro tiempo un grave desprecio por la vida naciente. Por eso queremos acompañar este tiempo de espera en que contemplamos el embarazo de la Virgen María rezando por una nueva cultura de la vida. Año a año nos conmueve el misterio tierno y pobre de Jesús en el pesebre. Sin embargo somos concientes de que Jesús fue un niño indefenso y vulnerable ya desde el vientre materno. El suyo, como el de muchos, fue un embarazo que irrumpió sorpresivamente trayendo desconcierto, incomprensión y dificultades. Y en ese embarazo escandaloso para el mundo llegaba la redención.

El nuestro es un mensaje en positivo: estamos a favor de la vida… siempre, pero sobre todo cuando hay una debilidad tan grande. Nos anima el deseo de ser fieles al Evangelio reconociendo en los niños por nacer al mismo Jesús que dijo: "Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo" (Mt 25,40). Nuestra oración quiere ser inclusiva y misericordiosa.

Si quieres la paz, defiende la vida


Pablo VI

miércoles, 17 de noviembre de 2010

3º aniversario de ordenación sacerdotal

2007 – 17 de noviembre – 2010

Siempre es bueno confrontar la propia vida con la Palabra de Dios. Ahora que ya pasaron tres años de mi ordenación sacerdotal, quisiera compartir con ustedes algunas reflexiones. Comienzo con tres imágenes bíblicas.

La primera viene del libro del Génesis (15,1ss) y forma parte de una escena clave para nuestra historia de fe ya que nos presenta la alianza que Dios establece con Abraham. Allí, a los efectos de sellar la alianza, Dios le manda a Abraham que tome algunos animales de tres años y que los parta en dos según la costumbre contractual de la época. Me gusta pensar que mi sacerdocio es ese animal de tres años, ofrecido como testimonio de la alianza, de la unión inquebrantable, entre Dios y los hombres. Me gusta pensar que a través de mi vida se hace realidad el misterio de la alianza nueva y eterna que día tras día se hace presente en el altar. Y esos animales de tres años, partidos al medio, me recuerdan que soy yo quien tiene que partirse, de la misma manera que Jesús se deja partir por mis manos vacilantes y pecadoras en cada Misa. Todavía más. El relato dice que una vez expuestas las ofrendas “bajaron las aves de rapiña” para devorarlas. Pero Abraham, entrado en años, las espantó. Hoy pido que no falten en mi vida los viejos sabios y aguerridos que custodien mi sacerdocio, no sólo como algo propio sino como signo de la alianza que hace bien a todo el pueblo de Dios.

La segunda imagen sale de la carta a los Gálatas (1,18). San Pablo, que se siente elegido desde el vientre materno y que vive su apostolado como una gracia inmerecida, nos cuenta que después de tres años de intensa misión subió a Jerusalén para entrevistarse con Pedro. Así como Pablo sintió la necesidad de confrontar su doctrina, yo también quiero poner mi ministerio al servicio de la Iglesia. Quiero que ella me confirme y me corrija, porque no quisiera hacer nada fuera de su comunión de Madre. Eso sería, como dijo san Pablo, “correr en vano” (Ga 2,2).

La tercera imagen es del Evangelio según san Lucas (13,7-9). Cuenta Jesús, en una de sus parábolas, que había una higuera que no daba frutos. Pasados los tres años el dueño se fastidió y quiso cortarla. Pero el viñador intercedió pidiendo un plazo de gracia y prometiendo ocuparse especialmente de aquella planta. Sé que a pesar de todo el bien que Dios hace a través mío, en muchos aspectos puedo identificarme con esa higuera estéril que ocupa terreno inútilmente. Por eso, qué consolador es descansar en la misericordia de Jesús, que sigue apostando y se compromete con esperanza a trabajarnos interiormente hasta sacar lo mejor de uno mismo.


Pero un sacerdote no se entiende sino con sus fieles a los que trata de servir. Y como todo padre de familia siente una peculiar alegría al reunir a sus hijos en torno a la mesa. Nunca se es más sacerdote que celebrando la eucaristía. Porque el cura no celebra para sí sino para Dios y los suyos. Su misión es tender y ser él mismo un puente. En la misa convergen las historias particulares para hacerse una sola ofrenda, aunque de tono diverso: súplica y arrepentimiento, alabanza y acción de gracias, frustración e impotencia…

En la primera lectura, el libro del Apocalipsis nos hablaba de una liturgia celestial (4,1ss). Uno podría pensar que es una descripción del más allá, y eso sería correcto. Pero también es verdad que esa liturgia se vive anticipadamente en la Iglesia; y de modo especial en la misa. ¿Es la comunidad, y el cura como pastor, esa “puerta abierta” del Apocalipsis que deja ver la gloria de Dios? ¿Es nuestra vida una alabanza que prolonga con entusiasmo y gestos bien concretos el canto al tres veces Santo?

Termino con una última imagen. En la liturgia del Apocalipsis, que es la nuestra, aparecen “24 Ancianos” con túnicas blancas y coronas de oro. Estos ancianos, literalmente presbíteros, rodean el Trono de Dios. Es sin duda un privilegio de cercanía pero que se corresponde con una profunda actitud de servicio. Ese servicio consiste en que los presbíteros son los primeros en postrarse para adorar a Dios mientras dejan sus coronas a los pies del gran Trono. Sea esa, ¡quiera Dios!, una imagen elocuente de mi ministerio. Señor: que todos los sacerdotes del mundo podamos vivir deponiendo honores y arrodillándonos sin demora ante ti. Porque sólo “Tú eres digno de recibir la gloria, el honor y el poder”, por los siglos de los siglos. Amén.

domingo, 7 de noviembre de 2010

El cristiano y la angustia

Algún lector versado en teología contemporánea habrá reconocido en el título de estas líneas la referencia al libro homónimo del genial Han Urs Von Balthasar. Hace ya bastante que lo leí. Sin embargo, me queda el recuerdo de una gran intuición: la angustia no viene de fuera sino de dentro. Cotidianamente lo constato. En los que me abren su conciencia, en los que sin abrirla no la pueden ocultar y en mí mismo, es así.

Renuncio por tiempo, espacio, fuerzas y -sobre todo- dominio del tema, a una reflexión prolija y exhaustiva. Me limito a enunciar un problema y brindar dos o tres claves.

La angustia es un estado existencial inherente al ser humano. Negarlo es el primer error. ¿Cómo se define? ¿Cómo se lo desenmascara? La angustia es ese malestar que no tiene una causa definida sino que justamente emerge de lo más recóndito del alma. No se sabe de dónde vino pero allí está. Siempre me pareció muy gráfica la etimología: angustus, un angostaminento existencial. La estrechez como asfixia e inadecuación. La vocación a algo superador que no se recibe... y entonces la consiguiente frustración. Una dinámica infinito-finito pero mal resuelta. Y ahí está el hijo de Adán. Desconcertado. Luchando contra esos sentimientos confusos.

La angustia es, en cierto modo, la revancha del límite ignorado. Nuestra época, tan propensa a la transgresión, tan soberbia en sus aspiraciónes detesta el límite. Como se dice ahora, lo ningunea. Y la angustia inexorable devuelve la pelota.
Junto a la angustia personal existen otras angustias circundantes - las de los otros- que también nos lastiman. También a ellas tratamos de acallar. Y también ellas crecen en la medida en que las esquivamos. Juego macabro, lógica perversa; cuanto más la evitamos más nos tortura.

El cristiano sabe que el pecado es eso: renegar de Dios y querer suplantarlo. La tan vapuleada doctrina del pecado original muestra aquí toda su verdad. Nacemos heridos por esa vivencia trunca del límite. No sólo el límite sino su vivencia frustrada. Esto que se halla inscripto en nuestra genética psico-somática se reedita a cada paso mediante innumerables opciones erradas. Volvemos a apostar por el exceso que es la contracara de la evasión. No en vano los antiguos entendían la falta capital como hybris o desmesura.

Para decirlo de nuevo y fácil; la angustia es insatisfacción, pero esa que viene muy de dentro. El fenómeno ya aludido de la evasión, si bien se limita a dilatar la toma de conciencia agrava la situación. Esa no toma de conciencia es peligrosa porque la vida se escurre y la enfermedad avanza (haciendo estragos).

Quizás me surgió todo esto al reflexionar sobre la muerte, al visitar un hospital, al ver cómo un amigo no pudo contener su dolor, al sentir cómo rebotaba en mí la angustia camuflada de un tercero... La vida tiene sus vueltas porque el corazón humano las tiene. Pero peor es "blanquear el sepulcro", diría Jesús.

El evangelio es la Buena Noticia de que el límite, la pequeñez, incluso el pecado, pueden ¡y han! de vivirse en paz. Para entrar en el reino de los cielos (para ser grande) hay que hacerse pequeño. Porque, como dijo Pablo, cuando soy débil entonces soy fuerte (2 Co 12,10). La plenitud y la satisfacción están en el abandono y en la aceptación de sí [otro tremendo librito, de R. Guardini]. Al ver a un recién nacido todo se aclara: ¿era así de fácil? Si pudiéramos vivir así, sobrios y sencillos, despreocupados y desacomplejados, recibiéndolo todo y dando nada, o casi, porque nos sabríamos valiosos y dignos por el simple hecho de existir. Pero somos grandes y mañosos, muy heridos y escépticos de nuestra bondad: ¡Ven Señor Jesús!


Señor, mi corazón no es ambicioso
ni mis ojos altaneros.
No pretendo grandezas
que superan mi capacidad
sino que acallo y modero mis deseos
como un niño en brazos de su madre.

Espere Israel en el Señor
ahora y por siempre.

Sal 130