miércoles, 22 de abril de 2015

Campo Santo

"Dios lo bendiga, Padre". El anciano que vestía traje reponía fuerzas sentado junto a la capilla del cementerio. Tan recia es la ciudad que su cordialidad me resultó extraordinaria. Rápidamente contesté: "Gracias, igualmente". Pero él fue por más y sin sombra de duda replicó: "Gracias a ustedes que nos dan la esperanza en la vida eterna". 


Es difícil transmitir cuán sinceras fueron esas palabras. La voz temblorosa, las canas a granel y la delgadez extrema imprimieron al diálogo un aire dulce y a la vez grave. Allí estaba él, despidiendo a un amigo, consciente de que su propia hora no estaba lejos. En medio del desasosiego todavía podía contar con su fe cristiana. Su gratitud escondía una confesión: ¡cómo necesito creer! Y lo dijo sin vacilar, con la sencillez de los niños. "Felices los que lloran porque serán consolados" (Mt 5,5).

sábado, 18 de abril de 2015

18 de abril de 2015

Cumplir años implica tomar conciencia del hecho de estar vivo. Nunca descuidar el asombro primigenio del existir. Y de ser don de Dios: puro regalo sobre la faz de la tierra. Modelado a su Imagen, redimido con su Sangre, henchido de su Espíritu. También frágil. Inconsistente. Pero amado hasta la médula, hasta el fin; no sólo de mi humanidad sino del misterio de Cristo (cf. Jn 13,1).


Filósofos de ayer y hoy se han sentido arrojados en este mundo. Verbo áspero que connota una cierta agresividad, casi un desprecio. El cristiano ignora esa violencia existencial. A lo sumo registra una caída, fruto de su propia torpeza. La desgracia no es originaria sino que llega como un accidente que depende de la libertad humana. En cristiano, vivir es saberse enviado. Existo para una misión personalísima. No arrojado sino convocado.


Quizás por eso me pareció tan significativo el detalle. Un guiño del cielo. Uno entre tantos otros que no llego a descifrar. De mañana, rezando el breviario, Dios quiso recordarme para qué vivo. Por dos veces el Oficio de lecturas me llevó al sentido último de mis años. Sacerdote. No lo olvides. Naciste para sacerdote. Primero, en la tanda de los salmos, uno de los dos versículos que elegí como lema sacerdotal: "pero (Moisés), su elegido, se mantuvo firme en la brecha" (Sal 106 [105],23). Segundo, en la primera lectura, el pasaje del Apocalipsis que aparece bordado en el frente de mi casulla de ordenación sacerdotal: el libro sellado con siete sellos y el cordero como degollado, pero que está de pie. "Eres digno de tomar el libro y abrir sus sellos, porque fuiste degollado y por tu sangre compraste para Dios hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación; y has hecho de ellos para nuestro Dios un reino de sacerdotes y reinan sobre la tierra" (Ap 5,9-10).


Otro día podremos ahondar en estas y otras claves interpretativas de mi vocación. Hoy me limito a descubrirlas, no como empresa humana sino como mandato divino.

domingo, 5 de abril de 2015

Pascua 2015

De tanto escuchar el Evangelio, algunos detalles pueden pasar desapercibidos. Como la nota temporal de san Marcos: "Pasado el sábado..." (Mc 16,1). Es preciso dar a esa referencia toda la hondura que merece. Pues allí queda registrada la memoria del corazón, memoria del amor que no olvida ni se distrae. Qué mérito grande el de aquellas mujeres que permanecieron fieles en horas grises. No sólo superaron el escándalo del viernes sino también la espera del sábado. Sobrellevaron la tristeza primero y el aburrimiento después, siempre enfocadas en su misión de honrar al Maestro. ¿Quién se ocupa de un fracasado? ¿Quién da la cara por un impostor? Hubiera sido tan fácil para ellas excusarse... tarea inútil, peligrosa, infamante, rayana con la blasfemia. Pero el corazón tiene razones que la razón no entiende (Pascal).


El afecto de las mujeres estremece. Y no es un decorado sino que hace al clima interior, a la disposición necesaria, al terreno fértil para que prenda el anuncio de la resurrección. Sin ese amor  silencioso y fuerte la cosa no va. Porque la resurrección se presenta ante todo como un anuncio; y el anuncio reclama sintonía. Debe llegar a ser una experiencia, un encuentro vivo, pero eso no suele darse al principio. No de ordinario. La resurrección de Jesús no se demuestra, se cree. Ofrece indicios pero no cierra nada. Tómalo o déjalo. Es la gran apuesta que todo hombre debe resolver. Sea más o menos consciente, tenga más o menos ganas. Al igual que las mujeres que salieron de madrugada, también hoy nosotros escuchamos a un joven de blanco que nos comunica la novedad. Ellas temblaron y corrieron, extasiadas pero mudas (Mc 16,8). ¿Cuál será nuestra reacción? 


Durante cincuenta días contemplaremos la Buena Noticia de Jesús: ¡Ha resucitado! (Mc 16,6). Pero es bueno que ya desde el primer momento asumamos que esa Buena Noticia también es nuestra. Nos afecta directamente. Primero, como seres humanos. Cristo devuelve a todos la comunión con Dios Padre y nos abre las puertas del paraíso, aquellas que se habían cerrado con estrépito y llanto ante las narices de Adán y Eva. Segundo, como cristianos. Comer y beber con el Resucitado es un privilegio reservado a "testigos elegidos de antemano por Dios" (Hch 10,41: son palabras de san Pedro). Pensemos un instante lo que eso significa. Mi participación eucarística hunde sus raíces en la eternidad, en el designio inescrutable del Padre de todos los siglos. Escuchar el anuncio y acercarse al altar es una bendición que está llamada a multiplicarse. Dios cuenta conmigo. La resurrección y la gloria no lo han vuelto in-dependiente.* Él sigue atado a la lógica de alianza, que es lógica de comunión. Qué importante entonces corresponder con entusiasmo de amigo y obediencia de servidor  a ese voto de confianza del Señor. "No, no moriré -ni biológica, ni espiritualmente-, sino que viviré para publicar lo que hizo el Señor" (Sal 118 [117]). 


Podemos replicar el anuncio de mil maneras, tantas como el Espíritu sugiere. Pero la más contundente no es la de la oratoria sino la de los hechos. "Muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús" (Rm 6,11). Ser reflejo de Jesús como panes limpios y ácimos: ofrenda para Dios y alimento para los hombres. "Celebremos, entonces, -cada día- nuestra Pascua, no con la vieja levadura de la malicia y la perversidad, sino con los panes sin levadura de la pureza y la verdad" (1 Co 5,8).

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* Es sugestivo lo que el ángel dice a las mujeres (Mc 16,6). No las corrige por el hecho de buscar a Jesús, el Crucificado. Porque el Resucitado es el Crucificado. La resurrección no diluye el acontecimiento de la cruz. La propuesta es "actualizar" la identidad, pero sin negar la historia. La resurrección es la humanidad en su máxima expresión. Y ser humano es vivir en relación, jamás aislado ni auto-suficiente.

sábado, 4 de abril de 2015

A Dios lo que es de Dios

De la Semana Santa uno puede decir muchas cosas. Pero a veces omitimos decir lo esencial.

No es un tiempo que nosotros, los hombres, dedicamos a Dios. Más bien es al revés. Los días santos son un regalo que el Padre hace a sus hijos. Tiempo de gracia en que realmente se manifiesta con mayor intensidad. Porque no es verdad que todos los días son iguales. Hay días que son más santos que otros; y eso al margen de lo que uno haga.

El acierto cristiano está en responder a la brisa sutil del Espíritu, que en estos días sopla en un registro más agudo. Hay que rendirse ante la evidencia, sobre todo de las reconciliaciones. "Es la Pascua del Señor" (Ex 12,11).


viernes, 3 de abril de 2015

Celebración de la Pasión del Señor

Viernes Santo 2105

El viernes santo es un día marcado por el silencio. Silencio que expresa nuestra pequeñez ante un misterio tan grande. Callamos para no estropear con palabras torpes la delicadeza de un amor sin límites. Callamos para encontrar nuestro lugar en el drama de la muerte del Hijo de Dios. Y del silencio emergen sentimientos encontrados que no deberíamos reprimir: tristeza y gratitud, compasión y vergüenza. Por eso el silencio nos ha llevado a la postración. Llegados al altar, caímos rostro en tierra, abrumados por tanto cariño, horizontalmente rígidos, un poco como queriendo morir con Jesús. Pero eso no es todo. Pues también caímos por el peso de nuestras culpas, doblados por la conciencia sucia, tan humillados como Adán el día ése en que escuchó: “Polvo eres y al polvo volverás” (Gn 3,19).


En medio de este silencio refulge la Palabra de Dios, cuya sabiduría escondida nos pone de pie. Las lecturas ayudan a entender. En Jesús se cumple la profecía insondable de Isaías, tan bella como enigmática. Profecía de un servidor despreciado y abatido que asume en su carne las culpas de los demás. "Él soportaba nuestros sufrimientos y cargaba con nuestras dolencias, y nosotros lo considerábamos golpeado, herido por Dios y humillado. Él fue traspasado por nuestras rebeldías y triturado por nuestras iniquidades. El castigo que nos da la paz recayó sobre él y por sus heridas fuimos sanados" (Is 53,4-5). Lo que nos conmueve no es tanto el dolor sino el amor que lo lleva a ese extremo. Sin merecerlo, sólo por amor, Jesús carga sobre sus hombros todas nuestras desobediencias. Se ofrece sin alarde, sin levantar la voz: “como un cordero llevado al matadero, como una oveja muda ante el que la esquila, él no abría su boca” (Is 53,7bc). Tan discreto en su entrega, tan bajo en su servicio, que no se lo reconoce. La pasión lo ha dejado "sin forma ni hermosura que atrajera nuestras miradas, sin un aspecto que pudiera agradarnos (...) como alguien ante quien se aparta el rostro, tan despreciado que lo tuvimos por nada" (Is 53,2-3). Misterio del mesías oculto. Transcurren los siglos y la cuestión es la misma. ¿Qué vemos en ese varón exhausto hasta la muerte? ¿Somos capaces de entrever en ese judío desfigurado la belleza de la misericordia de Dios? Perdón Jesús, porque muchas veces pasamos de largo, envueltos en nuestra superficialidad, no queriendo encontrar tu mirada, sedienta de amor.


Con todo, estamos aquí reunidos celebrando la pasión. El tormento de esas horas amargas no fue en vano. Los “fuertes gritos y las lágrimas” fueron escuchados, aunque no exactamente como Jesús lo hubiera querido. Hubo muerte y vacío, es verdad, pero no como final desolador sino como tránsito hacia la vida en plenitud. Porque en el fondo, la muerte de Jesús fue menos un arrebato violento que una entrega voluntaria. “¿A quién buscan? (...) Soy Yo” (Jn 18,4-5). “Padre en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23,46). Pidamos la gracia, especialmente hoy, de morir cristianamente: con ánimo resuelto y la mirada fija en el buen Pastor, sin escondernos, sin desesperar, confiados en el abrazo cierto del Padre que disipa todo temor.


Celebrar la pasión del Señor implica reconocer en la muerte de Jesús el sacrificio de la nueva alianza. Su muerte no es ruptura sino comunión. En el monte Calvario se hace efectiva la entrega ritual de la última cena. La carne y la sangre de Cristo se ofrecen para nuestra liberación, es decir, para que no seamos más esclavos del pecado. ¡Cuánta necesidad tenemos de ser rociados con esa sangre bendita! Y sin embargo, cómo nos resistimos. Muriendo a las tres de la tarde Jesús instituye la hora de la misericordia, hora correspondiente al sacrificio vespertino en el templo de Jerusalén. Las antiguas normas de la pascua mandaban que el cordero no tuviera ningún defecto y que se evitara romperle hueso alguno. Por eso san Juan destaca la inocencia de Jesús: inmaculado en su corazón, perfecto en su espíritu, cubierto de llagas pero impecable en su alma. Y por eso es tan significativo que los soldados no le hayan quebrado las piernas. Como dice el mismo Juan: “esto sucedió para que se cumpliera la Escritura” (Jn 19,36). Jesús es el verdadero cordero pascual que reconcilia a los hombres con Dios. ¿Somos en verdad hijos de la reconciliación? ¿O todavía permanecemos bajo el signo del conflicto? ¿Qué dice nuestra vida al respecto? Conociendo la dureza del corazón humano san Pablo insiste: "En nombre de Cristo les suplicamos: déjense reconciliar con Dios" (2 Co 5,20).

“Si el grano de trigo cae en tierra y no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12,24). Por más horrible que haya sido, hoy contemplamos la muerte de Jesús como una inmensa bendición. Esa tarde se detuvo el corazón del mundo y el universo entero palideció. Fueron unas pocas horas. Porque luego volvió a latir con fuerza, sangre y vida nueva. Una sangre que lo irriga todo y que mueve a la Iglesia a gritar bien fuerte el Evangelio. Una sangre que dilata nuestros corazones mezquinos y los impulsa a interceder por todos los hombres, sin ninguna distinción. Por todos murió Cristo, por todos reza la Iglesia. Hoy más que cualquier otro día. Porque no olvidamos las palabras de Jesús: “Cuando yo sea levantado en alto, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12,32).


jueves, 2 de abril de 2015

Un buen comienzo

Yo soy, dice Dios, Señor de las Tres Virtudes.

La Fe es un gran árbol, un roble arraigado en el corazón de Francia.
Y bajo las alas de ese árbol, la Caridad,
mi hija la Caridad ampara todos los infortunios del mundo.
Y mi pequeña esperanza no es nada más
que esa pequeña promesa de brote
que se anuncia justo al principio de abril.
Y cuando se ve el árbol, cuando miráis el roble,
Esa ruda corteza del roble trece y catorce y dieciocho veces centenario,
Y que será centenario y secular por los siglos de los siglos,
Esa dura corteza rugosa y esas ramas que son
como un revoltijo de brazos enormes,
(Un revoltijo que es un orden),
Y esas raíces que se hunden y empuñan la tierra
como un revoltijo de piernas enormes,
(Un revoltijo que es un orden),
Cuando veis tanta fuerza y tanta rudeza, ese brote pequeño
y tierno no parece nada.
Es él el que parece un parásito del árbol, que parece comer a la mesa del árbol.
Como un muérdago, como un champiñón,
Es él el que parece alimentarse del árbol (y el campesino los llama chupones), es él el que parece apoyarse en el árbol, salir del árbol, no poder ser nada, no poder existir sin el árbol. Y, efectivamente, hoy sale del árbol, de la axila de las ramas, de la axila de las hojas, y ya no puede existir sin el árbol. Parece proceder del árbol, hurtar el alimento del árbol.
Pero es lo contrario, es de él de donde todo procede. Sin un brote que apareció una vez, el árbol no existiría. 

Ch. Péguy, El misterio de los santos inocentes


De mañana recordé estos versos al leer el muy oportuno editorial de La Nación, El milagro de la vida. Vale la pena entrar en los días decisivos de la Semana Santa recuperando el asombro por el misterio que nos inunda y nos excede. Necesitamos que Alguien venga a romper en nosotros los "pequeños sueños de orangután civilizado" (Fijman). No se puede tapar el Sol con una mano. Dios es grande y nosotros somos pequeños. O mejor, Dios es grande pero quiso hacerse pequeño. "No partirá la caña quebrada, ni apagará la mecha que humea" (Is 43,3).