domingo, 20 de julio de 2008

Trigo y cizaña… ahora y hasta el fin

Sabiduría 12, 13.16-19; Sal 86(85), 5-6.9-10-15-16a; Mateo 13, 24-43
Una de nuestras contradicciones está en que, mientras preferimos evitar (o ridiculizar) lo referido al Juicio final, vivimos sentenciándonos mutuamente. No hay que ser muy lúcido para descubrir que, detrás de nuestras reticencias hacia el Juicio, existe una proyección de esas escenas que nuestra flaqueza cotidiana representa burda, ligera, y hasta maliciosamente. Pero en el fondo, la imagen distorsionada del Juicio acaba siendo una imagen distorsionada del mismo Dios.

La parábola que este domingo se nos ofrece contribuye a volver –como tantas veces- al Dios vivo y verdadero. El dueño del sembrado, el Señor de la Historia, siembra “buena semilla”. El Evangelio es la propuesta, la única. La alternativa [rechazo] no se plantea, aunque sea de hecho posible. Es un matiz sutil, pero relevante. Dios habla en positivo, concibe y subraya la salvación.

La cizaña inquieta, lastima, y suscita la pregunta. “¿Cómo es que…?”. La respuesta es breve. “Esto lo ha hecho algún enemigo”. Clarifica pero no agota. Nos dice que el mal no viene de Dios, que no está querido en su plan. Asevera que hay un enemigo, pero no se explaya. Así es con el misterio del mal… las preguntas siguen en pie. Pero al menos tenemos un poco de luz para continuar nuestro camino. Es un avance de lo que vendrá: hay que aprender a vivir a media luz, tolerando el claroscuro.

Entonces la voluntad, la laboriosidad de los peones de ayer y de hoy. “¿Quieres que vayamos a arrancarla?”. Nuestra naturaleza se rebela contra el caos y quiere reaccionar, quiere enderezar lo torcido. Pero el dueño tiene sus criterios. Tiene sus tiempos. Y sabe que la prisa es mala consejera. La paciencia, hija de la sabiduría, permite una mirada más penetrante e integral. Al hombre de campo le gustan los procesos, la maduración, los ritmos. Confía en la espera, y entiende que es una forma de fortaleza.

Detengámonos un poco en este asunto de arrancar la cizaña. La intención es buena. A lo sumo, un poco precipitada. Pero por debajo, anida algo más hondo y más perverso. Hay una variante de la soberbia que es la ansiedad. [Adán y Eva tomaron –por mano propia- un fruto que no supieron dejarse regalar]. Es una suerte de apuro existencial que nos lleva desaforadamente hacia delante. Desconocemos el límite temporal, nuestra condición de peregrinos siempre en camino. Los peones se anticipan, y crece entonces la figura del Jesús manso y paciente que ordena todo en función de su Hora (Jn 2,4; 7,30; 8,20; 12,23.27; 13,1; 17,1). Y mientras, la brecha intermedia. Ellos quieren resolver, quieren protagonismo y resultados. No hay tiempo porque no se capta que ellos mismos están inconclusos.

Aquí se hace necesaria una puntualización. Que Jesús tolere no quiere decir que apruebe. El mal sigue siéndolo, y lo será. Pero lo que acontece es una transfiguración de la mirada. Desde la atalaya divina contemplamos según Aquél que es “compasivo y bondadoso, lento para el enojo, rico en amor y fidelidad” (Sal 86,15). En la aparente debilidad, en la inacción que asiste a mucho decaimiento, subyace una tremenda fortaleza. “Como eres dueño absoluto de tu fuerza, juzgas con serenidad y nos gobiernas con gran indulgencia” (Sab 12,18). La liturgia católica ha ido más allá diciendo: “Señor Dios que manifiestas tu poder de una manera admirable sobre todo cuando perdonas y ejerces tu misericordia”[1]. En otro contexto, vale lo de Pablo: “cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Cor 12,10).

Evidentemente es una lógica distinta. Un reino distinto. “Venga a nosotros TU reino”. A nosotros nos gustan las revoluciones, los cambios bruscos. La espectacularidad nos seduce, nos llena de adrenalina y nos hace sentir dueños de la situación (omnipotencia). Pero en muchos golpes de timón, en mucha severidad, hay una fragilidad espantosa. El desconocimiento de la condición humana termina siendo inmadurez. Y muchas veces –sobre todo donde no hay simpatía- manejamos parámetros de cuentos de hadas. Aquel contraste blanco-negro tiene sin duda un valor pedagógico, pero no deja de ser muy infantil. La realidad es compleja y complica. Por eso preferimos la regresión al universo adolescente, donde todo es idealismo y no hay lugar para los matices. Jugamos a todo o nada en trivialidades para, so pretexto de rectitud, camuflar nuestra pusilanimidad.

Jesús, en su corazón grande y sagrado, hace lugar para todos. Él nos espera y, en tanto, “carga con nuestras flaquezas”. Si la misericordia es un corazón que se llega a la miseria, eso tiene su precio. Benedicto XVI lo dijo magistral y audazmente: “Sufrimos por la paciencia de Dios”[2]. Duele. Entonces percibimos que Dios espera y resiste y sufre porque ama. “Dios es amor”. Su fortaleza descansa en su cariño. “Al obrar así, tú enseñaste a tu pueblo que el justo debe ser amigo de los hombres y colmaste a tus hijos de una feliz esperanza, porque, después del pecado, das lugar al arrepentimiento” (Sab 12,19). He aquí de vuelta en la identidad de Dios y nuestra expectativa final. Cuando llegue el momento de la siega se hará el discernimiento. Pero sabremos que será un acontecimiento de verdad. Habrá sinceramiento y liberación. No danzarán preceptos y normas, sino que –como dice Juan de la Cruz- seremos examinados en el amor. Ahora descansamos en la certeza que nuestro juez es nuestro hermano. La cizaña arrojada al fuego será todo aquello que no supimos (o no quisimos) entregar.

“Algunos teólogos recientes piensan que el fuego que arde, y que a la vez salva, es Cristo mismo, el Juez y Salvador. El encuentro con Él es el acto decisivo del Juicio. Ante su mirada, toda falsedad se deshace. Es el encuentro con Él lo que, quemándonos, nos transforma y nos libera para llegar a ser verdaderamente nosotros mismos. En ese momento, todo lo que se ha construido durante la vida puede manifestarse como paja seca, vacua fanfarronería, y derrumbarse. Pero en el dolor de este encuentro, en el cual lo impuro y malsano de nuestro ser se nos presenta con toda claridad, está la salvación. Su mirada, el toque de su corazón, nos cura a través de una transformación, ciertamente dolorosa, «como a través del fuego». Pero es un dolor bienaventurado, en el cual el poder santo de su amor nos penetra como una llama, permitiéndonos ser por fin totalmente nosotros mismos y, con ello, totalmente de Dios (…) A fin de cuentas, esta suciedad ha sido ya quemada en la Pasión de Cristo. En el momento del Juicio experimentamos y acogemos este predominio de su amor sobre todo el mal en el mundo y en nosotros”[3].

Por eso el cristiano vive en la esperanza y no tiene tabúes. Por eso clama, adelantando lo definitivo, “ven Señor Jesús” (Ap 22,20). Y mientras el Cristo aguarda la señal del Padre, repiquetea la parábola y su punzante final: “¡El que tenga oídos, que oiga!”.

Julio de 2008

[1] Oración colecta, Domingo XXVI.
[2] B. XVI, Homilía del solemne inicio de su pontificado (24 de abril de 2005). Transcribimos el párrafo entero, que bien vale la pena: “No es el poder lo que redime, sino el amor. Éste es el distintivo de Dios: Él mismo es amor. ¡Cuántas veces desearíamos que Dios se mostrara más fuerte! Que actuara duramente, derrotara el mal y creara un mundo mejor. Todas las ideologías del poder se justifican así, justifican la destrucción de lo que se opondría al progreso y a la liberación de la humanidad. Nosotros sufrimos por la paciencia de Dios. Y, no obstante, todos necesitamos su paciencia. El Dios, que se ha hecho cordero, nos dice que el mundo se salva por el Crucificado y no por los crucificadores. El mundo es redimido por la paciencia de Dios y destruido por la impaciencia de los hombres”.
[3] B. XVI, Spe salvi 47.

viernes, 11 de julio de 2008

Variaciones sobre Mt 13,3

I
Todas las tradiciones religiosas se ocupan de unir al hombre con la realidad trascendente. Casi todas van elaborando un discurso sobre Dios mediante sus experiencias, muy ricas y, algunas veces, incluso milenarias. Este es un camino en que no sólo se avanza muy lentamente, sino también a tientas, con riesgos de error.

En soledad se yergue el judeocristianismo que se atreve a la palabra revelación. Él cree –y lo hace en un sentido fuerte- que Dios ha hablado. Aún más, cree que Dios es Palabra; que su mismo ser es comunicación. En la mirada propiamente cristiana, esta visión crece hasta afirmar que Dios es diálogo tripersonal, y que su vocación expresiva tocó el colmo de la encarnación: La Palabra (Dios) se hizo carne (hombre).

Con tal de hacerse comprensible hasta el extremo se abajó y, tomando nuestra naturaleza, habló al modo humano: con gestos y palabras. [Claro que esto dicho en perspectiva humana. Porque la misma carne que nos acerca la Palabra eterna es la que, en cierto modo, la oscurece y la expone a la ambigüedad de los malentendidos]. De entre aquellas palabras que aprendió -¡paradoja!- la Palabra hecha carne, destacan las parábolas. Cuentos sencillos sacados de la vida ordinaria que transmiten un mensaje de lo alto. Así, sin más, vienen a ser una perfecta imagen de la encarnación: el maridaje entre una historia del montón, vulgar como todas, y el contenido inaudito del reino que ningún humano hubiera podido vislumbrar.

“El sembrador salió a sembrar” dijo una vez junto a las orillas de Galilea. Aunque sus oyentes lo ignoraran, era su misma experiencia la que narraba. Salido del seno del Padre, había emprendido su recorrido con el fin de sembrar su semilla. Sembrar es compartir, y es siempre una apuesta, una jugada de esperanza. Hay un riesgo de esterilidad que amenaza, y que volvería truncos los esfuerzos y la fatiga al sol. Sin embargo, peor que esa frustración es la amargura de haberse retaceado.

He aquí algo digno de mención. Nosotros que tan sensibles somos a los desprecios, tenemos que aprender de este sembrador que generosamente esparció sus semillas. Porque nadie más consciente que él sobre el valor de lo que ofrecía. Y aunque probablemente supiera que muchas caerían en lugares no aptos, no dejó de darse… porque sabía que cada fruto lo vale, y que hay gozo en dar sin esperar a cambio.

Pero la grandeza, la mansedumbre de este sembrador que no se ofusca no puede hacernos perder de vista una lección. En cuanto tierra que recibe esa Palabra llegada de lo alto tenemos una responsabilidad. La siembra –y por eso, cuanto más profundizamos más certera es la parábola- entraña una lógica de alianza. Se trata de la semilla y de su terreno fértil. El fruto sólo acontece en el encuentro que nunca es violencia, sino docilidad.

El manuscrito se interrumpe aquí abruptamente, y empieza esta otra reflexión que reproducimos. Desconocemos si se trata del mismo autor. Lo que es seguro es que se las ha unido por su temática común.
II
Dios es Palabra.

Y el hombre es imagen de Dios.

Por tanto, el hombre –a su modo- también es palabra. Esto significa que, no sólo tiene la capacidad de articular sonidos inteligentes, de expresar su parecer puntualmente, sino que toda su vida es una palabra. Su existencia misma es un mensaje. Se va configurando muy lentamente a través de una infinidad de palabrejas, acciones y sentimientos; pero espera la línea de llegada, inexorable, como una suma de matemáticas. Lo más curioso es, que son raras las veces en que un hombre tiene una idea acabada de la palabra que está pronunciando. Como el pintor de un inmenso mural impresionista debe estar en los detalles sin perder la perspectiva global.

¿Tartamudeamos? ¿Pronunciamos mal? ¿Gritamos? ¿Callamos? Lo peor que le puede pasar a uno que habla, es no tener conciencia de ello. ¡Cuántas veces vivimos así! Como quien desvaría. Claro que para elaborar un discurso coherente hay que tener claridad mental, que en el plano existencial viene a ser lo espiritual. “In my beginning is my end”, decía T.S. Eliot. La plenitud está escondida en el origen, en la identidad. No sólo somos imagen de la Palabra sino que fuimos -¡somos!- modelados por ella.

En este contexto, el pecado es la mentira. Mentir es falsear, decir lo que no se es, cortar con la Palabra que nos hace ser. Desdibujamos el sello de la eterna Palabra, y degeneramos en sonidos inconexos.

Pero justamente porque Dios es Palabra, en el pleno sentido del término, sale a nuestro encuentro. ¿Qué es la Palabra sino una mano tendida? Y la Palabra se hizo carne. En el colmo de su amistad la Palabra se abajó hasta nosotros. Y la Palabra se hizo carne y habló entre nosotros… como nosotros. Se valió de nuestros fonemas, rústicos y ordinarios, para decir la realidad suprema.

viernes, 4 de julio de 2008

DOMINGO XIV durante el año (2008 - A)*

Zac 9, 9-10; Sal 145(144), 1-2-8-11.13c-14; Mt 11,25-30

La oración es, sin duda, ese espacio único en que el hombre –de cara a Dios- se encuentra con su verdad. En la intimidad de la conciencia se abre al que es “más íntimo que su propia intimidad”[1]. Tener acceso a la oración es por tanto llegar a la clave, al núcleo de la persona. Este domingo se nos invita a descubrir la oración del mismo Jesús. ¿Qué vemos? Un diálogo franco con el Padre, pero sobre todo, un gozo desbordante que es alabanza. “Te alabo Padre, Señor del cielo y de la tierra”[2]. Las palabras de Jesús transmiten una frescura contagiosa. Alaba, se siente ágil, y libre de ataduras. No es una oración forzada. Jesús vive la oración -que es, en el fondo, su relación misma con el Padre- como una alegría incontenible que se expresa casi como una necesidad.

Por su parte, el salmo que acompaña las lecturas viene a ser como una síntesis de todos los salmos. Con sus 150 palabras (ni una más ni una menos) representa el compendio de los 150 salmos que trae la Biblia. Y al empezar cada verso con una letra distinta del alfabeto, quiere enseñar que lo que ahí se dice es tan esencial como el alfabeto hebreo lo es al idioma. Este salmo 145 (144), que por lo dicho caracteriza toda la vida espiritual de Israel, es también una gran alabanza. Pero ¿tenemos alguna idea de lo que es la alabanza? Es un grito irresistible, es un canto del alma imposible de reprimir, es bailar y agitar. Nuestra experiencia más cercana –muy pobre por cierto- estaría en el fútbol o en los recitales. La hinchada explota con el gol y festeja. Es un instante pero la intensidad marca a fuego. ¿Podemos imaginar una vida así de plena? ¡Cuánto quisiéramos!

¿Somos una sociedad alegre? ¿Somos personas alegres? ¡Qué pobre es nuestro vocabulario en torno a la fiesta! Ya no usamos palabras como gozo, júbilo, algarabía, exultación, alborozo, algazara. ¿Y nuestra oración? ¿Acaso no hemos perdido la alabanza? Alabar es mirar a Dios y ensalzarlo, es reconocer su presencia y cantarle agradecido. Pero cuando la oración cae degenera en monólogo, y se hace rutina. Y así andamos por la vida… como rezamos. Sintiendo el peso de una obligación que no colma porque no le encontramos mucho sentido. Cargamos con un yugo que aflige y nos tiene abatidos. Bien se podría decir que la depresión es la enfermedad de nuestro tiempo. Tanta gente gastada, fundida. ¿Cómo es que nuestros mayores no llegaron al Spa? Sin duda hay mucho por rever. Vivimos entre los excesos -algunos más socialmente tolerados que otros- y la apatía.

Y en eso, Zacarías nos anuncia la venida de un Rey justo y humilde: viene montado sobre un burro. Promete paz. Profunda. Es Jesús, quien no grita ni alza la voz. Enseña con mansedumbre y nos quiere de su parte. Nos invita a su corazón paciente y humilde. Era costumbre en esa época que los maestros impusieran rigores a sus discípulos, y el prestigio se jugaba por las exigencias. Los alumnos podían entonces jactarse por haber soportado el pesado yugo de tal o cual escriba. Algo así como nuestra mirada de los curriculums. Jesús se para en la vereda de enfrente y reclama el yugo suave. “Misericordia quiero y no sacrificios”[3]. No se trata de dientes apretados y puños cerrados. Dejemos a un lado esa competencia feroz de la jungla de cemento en que nadie puede mostrarse débil. Olvidemos esa vieja mentira de que los hombres no lloran. Saquémonos la mochila (el yugo) de los que viven angustiados, como si la vida fuera un examen. Todos percibimos la ansiedad, la histeria colectiva que domina nuestras agendas; y sin embargo, no logramos zafar. La presión nos vuelve impacientes, la impaciencia nos vuelve irritables, y la ira nos amarga y enmudece nuestra plegaria.

Jesús está para aliviar. Toma sobre sí nuestra culpa y nuestra impotencia. Claro que esto sólo lo aceptan los pequeños; los que aceptan la cruz y la mano amiga de Dios. Los sabios y prudentes en cambio, los grandes y poderosos del mundo no entran en esta lógica. Y por eso quedan tristemente presos del solitario repliegue de quien sólo confía en sus fuerzas, y no es capaz de elevar los ojos al cielo. Ser soberbio es agotador, porque sólo cuenta ganar. Y para colmo ninguna alegría es gratis.

[Contra esto, Zacarías señala a la discreta Jerusalén como morada real. “¡Alégrate, hija de Sión!”. Con esta expresión se designa al pueblo de Dios en su condición de “resto fiel”, de pequeño puñado de pobres que esperan contra toda esperanza. Serán pocos y débiles, pero en su autenticidad simbolizan la ciudad toda. Y es esta misma voz, resonando en el saludo del ángel, la que identifica a María como la genuina hija de Sión. Ella, insignificante jovencita, recibe como nadie a ese que llega ‘justo y victorioso’. La salvación acontece en el encuentro de dos humildades. Y en la pequeñez de una esclava germina y estalla el canto supremo, la magnífica alabanza. María, siempre madre, nos enseña la paradoja: sólo hay corazón grande desde la sencillez de los desposeídos.]

Pasan los siglos y el Rey sigue viniendo en los detalles de cada día: en la belleza de la naturaleza, en cada hermano que vemos, en la Palabra que salva, y en la eucaristía que se hace presente sobre el altar. Viene humilde, como siempre. No quiere violentarnos, pero ruega que lo recibamos. Descansemos en él y hagamos fiesta… de la buena. “Te alabaré, Dios mío, a ti, el único Rey”[4].

* Dedicado a Anna en el día de su ingreso a la comunidad de la nueva alianza. ¡Dios te conceda un corazón grande, humilde y alegre!
[1] S. Agustín
[2] Mt 11,25
[3] Mt 9,13
[4] Sal 145 (144), 1