sábado, 18 de abril de 2009

1979 – 18 de abril – 2009

Treinta años dormí…

J.L. Martín Descalzo[1]

 

 

            Treinta años… Toda cifra redonda invita a la fiesta y a la reflexión. 

En primer lugar, dar gracias a Dios, Autor y prestador de la Vida, por concederme llegar a esta instancia. Soy consciente de que muchos más de los que quisiéramos nos abandonan antes. 

Treinta años de crecimiento y experiencias: de las buenas y de las malas. Como todo hijo de Adán (¡y a mucha honra!). Gracias a la familia que me educó y abrió las puertas a mi libertad. Porque aunque de modo original, yo también cumplo aquello del Génesis: “dejará el hombre a su padre y a su madre” (2,24). 

Los treinta marcan el ingreso en la vida adulta. Puede ser una convención, pero yo creo que (al menos en mí) hay mucha verdad. Es la etapa para jugarse la carta. Ya dejamos las inferiores y las gateras quedaron atrás. Yo diría que, mientras que los veinte están marcados por el despertar de la vocación y su necesaria capacitación, los treinta se destacan por una convicción ya madurada -a fuego lento- y por una entrega más lúcida. A la fuerza a veces explosiva de los veinte, se le suma una brújula un poco más cierta, un cauce un poco  más nítido. Todavía hay mucho empuje y ya se cuenta con algo de experiencia (sabiduría). 

Con todo, quiero hoy hacer(me) una propuesta: no abandonar el pupitre ni el reclinatorio. Ser por siempre aprendiz, oyente, y discípulo. Mantener la docilidad al Maestro interior para ser cada vez más parecido a aquel varón que Dios sueña en mí. Descubrir cada día lo que significa ser hombre. Crecer en la inocencia del niño, en la fogosidad del joven, en la madurez del adulto y en la sabiduría del anciano. 

Dice la Escritura que cuando José, luego de ser descartado y vendido como esclavo por sus hermanos, asumió como primer ministro del faraón egipcio “tenía treinta años” (Gn 41,46). Por otra parte, era a partir de los treinta que se alistaba a los israelitas en el desierto para que sirvieran a la Tienda del Encuentro (Nm 4,23). El mismo rey David “tenía treinta años cuando comenzó a reinar” (2 Sa, 5,4). Finalmente, dice san Lucas que “cuando comenzó su ministerio, Jesús tenía unos treinta años” (Lc 3,23). 

Animado por estos ejemplos me lanzo a la aventura. No sé cuánto tiempo me queda, pero sé que ya es hora. Si llego a los cuarenta -medida bíblica si la hay-, espero que me encuentren más consumido pero con el fuego de la alegría más intenso. 

Sigan ayudándome todos ustedes a quienes Dios puso en mi camino. Bueno, ya basta de palabras. ¡A levantar la copa y a brindar!



[1] El cansado (poesía).

viernes, 10 de abril de 2009

Viernes santo 2009

Hay muchas maneras de acercarse a Jesús crucificado. La manera del historiador, la del sociólogo, la del agnóstico, la del artista, la del que sufre… Nosotros estamos acá reunidos para acercarnos, fundamentalmente, desde la fe, a la manera del creyente. No vinimos a recordar la muerte de un hombre, sino a “celebrar” la pasión del Señor.

 Celebramos porque tenemos certezas: Jesús es el Hijo eterno de Dios, Jesús hizo esto por amor, Jesús fue -y es- más fuerte que la muerte. Pero celebramos respetando tiempos y ritmos. La liturgia tiene un costado lúdico; en cierto sentido, es como un juego que tiene sus reglas. Entonces, hay que dejarse llevar.

 Hoy la Iglesia quiere respirar el aire extraño de la pasión, la atmósfera fría del rechazo de Dios. Quiere hacer la experiencia de un mundo sin Dios, un mundo en el que Dios no tiene Palabra alguna porque lo han hecho callar. Los sagrarios están vacíos y los altares desnudos. Y afuera, muchos que siguen su comparsa refuerzan, sin saberlo, nuestro sentimiento. Hoy es un día para llorar nuestros pecados, y para dolernos de no saber corresponder a tanto amor.

 También nosotros estuvimos ahí, en Jerusalén. De la pasión de Jesús somos todos responsables: eso es lo que nos enseña Juan al mostrar cómo cada grupo tiene su parte; discípulos, judíos, y romanos. Unos a otros se lo van pasando como si fuera una pelota, y Él, el Señor de la Historia, se presta al juego[1]. “Se presta” porque es consciente de su Hora y porque sabe que así cumple la voluntad del Padre. Ya una vez había dicho: “nadie me quita la vida sino que la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y poder para recobrarla” (Jn 10,18). A Jesús no le arrebatan la existencia. Vienen de noche y con armas, es verdad. Pero él no se resiste, él se adelanta y se entrega: “¿A quién buscan? Soy Yo”.

 Mirar cristianamente al crucificado es no quedarse atrapado en su sufrimiento, es saber descubrir el amor que anima la entrega. Un amor silencioso que no hace alarde, que no se defiende, sino que confía en el “Padre que está en lo secreto”. “Al ser maltratado ni siquiera abría su boca, como un cordero llevado al matadero, como una oveja muda ante el que la esquila, no abría la boca” (Is 53,7). Allí está el pastor, el que guiaba a las multitudes y las cautivaba con su palabra, dejándose zamarrear por la violencia. Nadie más consciente que Jesús de la injusticia y de su inocencia. Pero ahí está Su grandeza, Su amor “hasta el extremo”. Jesús ofrece su vida “por nosotros”, le da un sentido a la copa amarga que le toca beber. “Fue traspasado por nuestras rebeldías y molido por nuestras culpas”. Ocupa nuestro lugar y no se le oye ni una queja.  

 Y ahí entra la luz, la gloria. El grano de trigo, cae, muere, y da fruto. El gesto de Jesús no cae en saco roto. A Dios no se le pasa ningún detalle de amor. “Tu Padre que ve en lo secreto te recompensará”. “Soportó el castigo que nos da la paz, y por sus heridas fuimos sanados”. ¡Extraña lógica! Del mal puede salir bien, el amor puede transformar. La fuerza brota de la cruz… qué bien la entienden los crucificados de todos los tiempos. Todas las veces que aceptamos sufrir con Jesús participamos de la eficacia del Viernes Santo. Cualquiera de nosotros en el hospital, en la cárcel o en donde sea, puede ayudar a Jesús en la obra de la salvación: te lo ofrezco “por mis hermanos”.

A menudo nos resistimos, nos rebelamos, nos aferramos a nuestra vida y a nuestros “derechos”. Nos empalaga la justicia de los hombres y nos asusta el Evangelio de Cristo. “Te alabo Padre, porque has revelado estas cosas a los pequeños”. San Pablo tiene razón: es un escándalo y una locura para el que no cree, pero para nosotros, es fuerza y sabiduría de Dios. “Porque la locura de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad de Dios es más fuerte que la fortaleza de los hombres”.    

 Pilato dijo: “Aquí tienen al hombre”. Estaba simplemente entregando a un reo. Pero sus palabras tienen vida propia, y nosotros podemos pensar algo así como “miren de lo que es capaz el hombre”, “miren qué bajo puede caer”, “qué nivel de bestialidad puede haber en el corazón”. Pero mirando más profundamente, también podemos decir: “aquí tienen al hombre, al hombre con mayúscula, al hombre por excelencia. Aquí, en Jesús, tienen toda su dignidad y su grandeza. No se queden en la apariencia y sepan apreciar el inmenso amor del que es capaz”.

Jesús asume todo el mal de la historia -el pasado y el futuro-, y lo carga sobre sus hombros. En esta misteriosa conjugación de épocas, Isaías, como si lo estuviera viendo en persona, dice: “Estaba tan desfigurado que su aspecto no era el de un hombre, y su apariencia no era más la de un ser humano” (Is 52,14b). Que no nos extrañe, porque todavía hoy, e incluso a veces nosotros, los que nos decimos sus amigos, lo vemos “sin forma ni hermosura que atraiga nuestras miradas, sin un aspecto que pueda agradarnos”.

Lo mismo que Pedro, lo negamos y no queremos que nos identifiquen con ese derrotado. Buscamos defenderlo de cualquier modo, sacando la espada y cortando orejas, es decir, olvidando el Evangelio. Queremos una Iglesia triunfal, que reciba la aprobación de la tribuna. Y entonces nos damos cuenta de que no vivimos de cara al Padre que ve en lo secreto, sino demasiado pendientes del juicio de los demás. Nos cuesta ingresar en la lógica de la cruz, que es una lógica de fe y amor.

Pero siempre hay un resto de la Iglesia que se mantiene fiel al seguimiento. Son poquitos, pero están. “Junto a la cruz de Jesús”, estaban su madre, unas amigas y el discípulo amado. De pie y en silencio, sin nada que hacer. Para un cristiano la presencia es como un sacramento. El amor es discreto, y ese puñado aprendió bien del maestro: dialogan con las miradas y se consuelan mutuamente. María no se avergüenza de su Hijo. María acepta ser ella también “signo de contradicción”. La dolorosa está herida pero no quebrada, traspasada pero entera. Cuántas veces buscamos sus ojos y en sus lágrimas descubrimos no sólo a la Madre, sino también a la hermana. Querida María: queremos llorar con vos, enseñanos a sufrir con Cristo. 

Oscurece el cielo, y ya todo está cumplido. “Sí, dice el Señor, mi Servidor triunfará: será exaltado y elevado” (Is 52,13). Un soldado le atraviesa el costado, y enseguida brota sangre y agua. Es la vida que surge de la muerte, es la Iglesia que nace del costado del nuevo Adán dormido, es el bautismo y la eucaristía que marcan nuestra vocación. Es viernes pero ya huele a domingo. Fijemos nuestros ojos en el traspasado, y dejemos que nuestra fe atraviese el cuerpo muerto, y nos hable ya de la esperanza cierta de resurrección. 


[1] Algo parecido a lo de Santa Teresita que, en su sencillez, le gustaba pensarse a sí misma como la pelota de Jesús.